Las Guerras de Religión en Francia (1562-1598) no estallaron de la nada, sino que fueron el resultado de un largo proceso de tensiones acumuladas entre católicos y protestantes en un país profundamente dividido. La expansión del calvinismo, el vacío de poder tras la muerte de Enrique II, la rivalidad entre grandes casas nobiliarias como los Guisa y los Borbones, junto con las políticas ambiguas de Catalina de Médici, fueron preparando el terreno para un conflicto que transformó la vida política, social y religiosa del reino. El episodio sangriento de Wassy en 1562 encendió la chispa de una guerra que marcaría el destino de Francia durante más de tres décadas.
LAS GUERRAS DE RELIGIÓN
Antecedentes
Las Guerras de Religión en Francia no pueden entenderse sin el marco europeo que las precedió y alimentó. Desde 1517, con la Reforma de Martín Lutero en Alemania, Europa entró en un proceso de fragmentación religiosa que cuestionó la autoridad de la Iglesia católica y del papado. La Dieta de Worms (1521) y la posterior consolidación de los Estados protestantes en el Sacro Imperio mostraron que el cristianismo ya no podía sostenerse en una sola confesión. A ello se sumó la Reforma de Calvino en Ginebra, que tuvo gran influencia en Suiza, los Países Bajos, Escocia y especialmente en Francia, donde dio forma al movimiento hugonote. Paralelamente, la Contrarreforma católica, liderada por el Concilio de Trento (1545-1563), endureció la postura de Roma frente a la disidencia, incentivando también la creación de órdenes como la Compañía de Jesús para combatir el avance protestante.
Guerra de los campesinos alemanes
El origen de la Guerra de los Campesinos Alemanes (1524–1525) no se debe a una sola causa, sino a la combinación de factores económicos, sociales, políticos y religiosos que se venían acumulando desde hacía décadas en el Sacro Imperio Romano Germánico.
En el plano económico, los campesinos soportaban fuertes cargas feudales: debían pagar rentas, diezmos e impuestos cada vez más elevados, mientras los precios de los productos agrícolas se mantenían bajos por la crisis. Además, los señores habían ido apropiándose de bosques, prados y tierras comunales, que antes eran de uso libre para leña, pastoreo o pesca, lo que generó un profundo malestar en las aldeas.
En lo social, la situación era de gran desigualdad. Los campesinos se sentían explotados y sin derechos frente a la nobleza y el clero. Los abusos se incrementaron con prácticas como la servidumbre, los trabajos forzados (corveas) y los tributos arbitrarios. Estas tensiones ya se habían manifestado en revueltas anteriores, como las conspiraciones campesinas del movimiento Bundschuh, liderado por Joß Fritz a principios del siglo XVI.
En lo político, el Sacro Imperio era un mosaico de poderes fragmentados: príncipes, condes, obispos y ciudades libres. Esa dispersión dejaba a los campesinos en desventaja, pues debían obedecer múltiples autoridades locales que aplicaban tributos y leyes diferentes. La fundación de la Liga Suaba en 1488 reforzó el poder de príncipes y ciudades contra cualquier intento de rebelión popular.
Finalmente, en lo religioso, la Reforma protestante tuvo un papel decisivo. Martín Lutero había proclamado en 1517 que cada cristiano podía acudir directamente a la Palabra de Dios, sin mediación del clero corrupto. Muchos campesinos interpretaron estas ideas como una justificación de su lucha contra los abusos feudales, pues consideraban que Dios no había creado siervos ni privilegios injustos. Predicadores más radicales, como Thomas Müntzer, alentaron esta visión revolucionaria y llamaron a instaurar un orden cristiano más justo en la tierra.
El estallido concreto se produjo en la Selva Negra en 1524, cuando grupos de campesinos se levantaron contra los señores locales, negándose a pagar cargas excesivas y reclamando sus antiguos derechos. El movimiento se extendió rápidamente por Suabia, Alsacia, Franconia y Turingia, cristalizando en el famoso documento de los Doce Artículos de Memmingen (1525), que resumía sus demandas.
No se trataba solo de quejas aisladas, sino de un programa coherente que combinaba fundamentos religiosos con exigencias sociales y económicas, apelando siempre a la Palabra de Dios como criterio último de legitimidad.
- Elegir predicadores: Cada comunidad podrá nombrar y destituir a sus pastores, que deben predicar el Evangelio sin añadidos humanos.
Uso del diezmo: Solo se pagará el diezmo mayor para sostener al predicador; el resto será para los pobres y se abolirá el diezmo menor.
Fin de la servidumbre: Todos los hombres son libres, pues Cristo los redimió por igual.
Derecho a caza y pesca: Todos podrán aprovechar la naturaleza, creada por Dios para el hombre.
Acceso a los bosques: Los bosques comunales deben devolverse al pueblo para obtener madera y leña.
Trabajo forzoso limitado: Reducir los trabajos obligatorios a lo que hacían las generaciones anteriores.
No aumentar obligaciones: Los señores no podrán imponer más servicios de los acordados.
Rentas justas: Las tierras se evaluarán para fijar arriendos razonables, evitando abusos.
Justicia imparcial: Los juicios y multas deben basarse en la ley escrita, no en la arbitrariedad.
Restitución de bienes comunales: Prados y campos apropiados por los nobles deben devolverse al uso colectivo.
Abolición del impuesto de sucesiones: No se permitirá despojar a viudas y huérfanos con cargas injustas.
Conformidad con el Evangelio: Si alguna demanda contradice la Palabra de Dios, será anulada.
Hugonotes
El término hugonote se utilizó en Francia a mediados del siglo XVI para designar a los protestantes de inspiración calvinista. Su origen etimológico es debatido: algunos lo vinculan a Eidgenossen (“confederados” en suizo-alemán, usado para referirse a los aliados de Ginebra en la independencia), otros lo asocian al nombre de un personaje popular de Tours, “le roi Hugon”. En cualquier caso, pronto se convirtió en la forma corriente —y a menudo peyorativa— para denominar a los seguidores de la Reforma en Francia.
El calvinismo, surgido en Ginebra bajo la figura de Juan Calvino (1509-1564), ejerció gran influencia en Francia gracias a su rigor moral, su teología de la predestinación y su modelo de organización eclesiástica. Atrajo a sectores de la nobleza que vieron en él un instrumento político contra la centralización monárquica; a comerciantes y burgueses urbanos que valoraban su ética del trabajo; y a intelectuales que buscaban una fe más austera y racional. El suroeste de Francia, Normandía, Lyon, La Rochelle y parte del Languedoc se convirtieron en focos hugonotes.
Más que un simple movimiento religioso, los hugonotes llegaron a organizarse como una verdadera comunidad política y militar. Su estructura se articulaba en sínodos locales, provinciales y nacionales, y sus líderes, como Luis de Borbón, príncipe de Condé, y el almirante Gaspard de Coligny, dieron al protestantismo francés un rostro nobiliario y guerrero. De esta manera, la fe calvinista se convirtió en un factor de poder que desafiaba tanto a la Iglesia católica como a la corona.
Guerra de Kappel (1529-1531)
La Confederación Suiza del siglo XVI estaba compuesta por trece cantones con autonomía considerable, unidos por lazos de defensa común. A partir de la década de 1520, las ideas de la Reforma protestante se difundieron en algunos de ellos, sobre todo en Zúrich, gracias a Ulrico Zwinglio. Cantones como Berna y Basilea siguieron este camino, mientras otros —Uri, Schwyz, Unterwalden, Lucerna y Zug— se mantuvieron firmemente católicos. Esta división religiosa no tardó en convertirse en un enfrentamiento político: los cantones católicos formaron una alianza propia (la Liga de los Cinco Cantones), y los protestantes hicieron lo mismo bajo el liderazgo de Zúrich. El choque se volvió inevitable cuando los católicos empezaron a impedir la predicación reformada en sus territorios y los protestantes amenazaron con bloquear el comercio de granos, un recurso vital para las regiones montañosas.
En 1529, los ejércitos de ambos bandos se movilizaron y se encontraron cerca de la aldea de Kappel am Albis. Sin embargo, no hubo una gran batalla. La presión diplomática y el temor a una guerra abierta llevaron a firmar la llamada Primera Paz de Kappel, que estableció que cada cantón podía decidir libremente su religión. Aunque parecía un triunfo para los reformados —pues consagraba la autonomía religiosa—, la tensión no desapareció, ya que los católicos se sintieron debilitados y humillados.
Las tensiones regresaron poco después. Zúrich, convencido de su fuerza, impuso un bloqueo económico de granos y sal a los cantones católicos, buscando presionarlos para que aceptaran la Reforma. La medida generó resentimiento y hambre, y los católicos respondieron movilizando tropas. En octubre de 1531, en la batalla de Kappel, los ejércitos católicos sorprendieron a los de Zúrich, que no estaban preparados. La derrota fue aplastante y el propio Ulrico Zwinglio murió en combate, lo que tuvo un gran impacto simbólico en la causa reformada.
Tras la batalla, se firmó la Segunda Paz de Kappel, que confirmó el principio de que cada cantón podía elegir su propia confesión, pero reforzó el poder de los católicos. Los reformados quedaron limitados en su expansión, y Suiza quedó dividida entre cantones católicos y protestantes, con una convivencia tensa pero establecida. La muerte de Zwinglio debilitó la rama suiza de la Reforma, aunque poco después Juan Calvino en Ginebra daría nuevo impulso al protestantismo en el país.
Este conflicto tuvo una importancia enorme porque mostró que la Reforma no era solo un debate teológico, sino un fenómeno con consecuencias políticas y militares. La guerra reveló que los territorios podían organizarse y armarse en defensa de su confesión, legitimando el uso de la fuerza en cuestiones religiosas. Al mismo tiempo, dejó en evidencia que la unidad cristiana de Europa estaba rota y que las divisiones confesionales podían dividir a comunidades, ciudades y Estados enteros.
Rebelión de Munster
Los anabaptistas fueron un movimiento religioso radical que nació en el marco de la Reforma protestante a comienzos del siglo XVI. Su rasgo más distintivo era la defensa del bautismo solo para adultos que confesaran de manera consciente su fe, lo que los diferenciaba tanto de los católicos como de los reformadores protestantes como Lutero o Zwinglio.
Antes de hablar de la rebelión de Munster debemos señalar a los denominados anabaptistas.
El nombre “anabaptista” proviene del griego aná (ἀνά = “de nuevo”) y baptizein (βαπτίζειν = “bautizar”), y significa literalmente “rebautizador”.
Se les llamó así porque sus críticos —tanto católicos como protestantes— los acusaban de bautizar dos veces: la primera, cuando la persona había recibido el bautismo infantil en la Iglesia tradicional; la segunda, cuando ya adulta, recibía el bautismo anabaptista como señal consciente de fe. Para los anabaptistas, en realidad no se trataba de un “rebautismo”, ya que consideraban inválido el bautismo de niños, pues solo los creyentes capaces de confesar su fe podían ser bautizados.
El origen del anabaptismo se remonta a 1525 en Zúrich, cuando un grupo de discípulos de Ulrico Zwinglio, entre ellos Conrado Grebel, Félix Manz y Georg Blaurock, rompió con él al considerar que la Reforma oficial no iba lo suficientemente lejos. Mientras Zwinglio mantenía un vínculo entre la Iglesia y el poder político, los anabaptistas querían comunidades independientes, formadas únicamente por creyentes voluntarios. Su objetivo era reconstruir una iglesia auténticamente cristiana, basada en la libre decisión de fe y en una vida ética rigurosa.
En cuanto a sus creencias, defendían el bautismo de adultos como acto central de la fe, rechazaban el bautismo infantil y proclamaban la separación entre Iglesia y Estado, pues no aceptaban que el poder político dirigiera la vida religiosa. Muchos de ellos practicaban el pacifismo y rechazaban portar armas o servir en el ejército, aunque hubo sectores radicales que recurrieron a la violencia. Además, negaban la jerarquía clerical tradicional y organizaban sus comunidades de manera fraternal e igualitaria, con un fuerte sentido de disciplina y austeridad evangélica.
Su radicalismo atrajo la desconfianza tanto de católicos como de protestantes, y pronto se convirtieron en uno de los grupos más perseguidos de Europa. Para los católicos, su rechazo de los sacramentos y de la autoridad eclesiástica era inaceptable; para los reformadores como Lutero y Zwinglio, representaban un peligro social porque rompían con la unidad territorial entre religión y gobierno. Por ello, fueron perseguidos sistemáticamente: muchos fueron ejecutados, quemados o ahogados, y sus comunidades sobrevivieron en la clandestinidad.
Münster, una ciudad del noroeste de Alemania, había sido un centro con fuerte presencia reformista. Primero se difundieron las ideas luteranas, pero luego adquirieron fuerza los anabaptistas, un movimiento radical de la Reforma que defendía el bautismo de adultos, la separación de la Iglesia y el Estado y, en algunos grupos, la llegada inminente del Reino de Dios en la tierra. Los anabaptistas atraían sobre todo a artesanos y sectores populares descontentos con el orden social.
La influencia de esta rebelión fue de la mano de Melchor Hoffman. Este fue un personaje clave del anabaptismo temprano y uno de sus líderes más influyentes en la Europa del siglo XVI. Era originario de Schwäbisch Hall, en el suroeste de Alemania, y trabajó primero como peletero antes de dedicarse a la predicación.
En sus primeros años estuvo influido por la Reforma luterana, y predicó en Estrasburgo y Dinamarca. Sin embargo, pronto se radicalizó, inclinándose hacia una visión más apocalíptica y mística de la fe. Hoffman creía que el fin del mundo era inminente y que Dios instauraría un reino de justicia en la tierra. Esta expectativa milenarista lo acercó a los círculos anabaptistas, donde sus ideas encontraron terreno fértil.
Su doctrina combinaba elementos del luteranismo y del espiritualismo con una fuerte carga profética. Afirmaba que Estrasburgo sería la “Nueva Jerusalén”, el lugar donde Cristo regresaría para instaurar su reino. En 1533, convencido de su misión profética, bautizó a un grupo de seguidores y consolidó una comunidad anabaptista en esa ciudad. Predicaba la necesidad de separarse del mundo, de vivir en pureza, y de prepararse para la venida de Cristo, que situaba en 1533.
Aunque Hoffman no participó directamente en la Rebelión de Münster (1534–1535), muchas de sus ideas —como el milenarismo y la visión de una Nueva Jerusalén en la tierra— influyeron en los líderes que tomaron la ciudad y proclamaron un reino anabaptista radical. De hecho, Münster fue visto por algunos como la continuación práctica de sus profecías.
En 1534, bajo el liderazgo de Jan Matthijs (profeta anabaptista holandés, alumno de Hoffman) y más tarde de Jan van Leiden, los anabaptistas tomaron el control de la ciudad de Münster tras expulsar a los católicos y a los luteranos moderados. Münster fue proclamada la “Nueva Jerusalén”, un reino mesiánico que esperaba el fin del mundo.
Dentro de Münster, los anabaptistas establecieron un régimen comunal y teocrático. Abolieron la propiedad privada, promovieron la comunidad de bienes y, bajo Jan van Leiden, incluso instauraron la poligamia como medida para “restaurar” el orden bíblico, lo que escandalizó a toda Europa. Se instauró una disciplina rígida, con castigos severos a quienes se opusieran al nuevo orden. El movimiento pretendía expandirse y convertirse en un ejemplo para todos los creyentes del Sacro Imperio.
Los príncipes alemanes y el obispo de Münster, apoyados por católicos y luteranos, reaccionaron con fuerza. La ciudad fue sitiada durante más de un año, y pese a la resistencia de sus habitantes, finalmente cayó en junio de 1535. Jan van Leiden y otros líderes fueron capturados y ejecutados públicamente de manera brutal, como advertencia a futuros intentos de insurrección.
Guerra de Esmalcada
Tras la Reforma de Lutero (1517), muchos príncipes alemanes adoptaron el luteranismo, tanto por convicción religiosa como para ganar autonomía frente al poder imperial y eclesiástico. En 1531, varios de ellos —encabezados por el elector Juan Federico de Sajonia y el landgrave Felipe de Hesse— fundaron la Liga de Esmalcalda, con sede en la ciudad de Esmalcalda, para garantizar la defensa mutua contra cualquier intento de represión católica.
Durante años, Carlos V, ocupado en guerras contra Francia y el Imperio otomano, toleró la existencia de la liga. Sin embargo, tras firmar la Paz de Crépy con Francia (1544) y obtener apoyo del papa Pablo III, decidió enfrentarse a los protestantes para restaurar la unidad religiosa del Imperio.
La guerra comenzó en 1546, cuando el emperador declaró fuera de la ley a los líderes de la Liga. Al principio, los protestantes tenían ventaja militar, pero cometieron errores estratégicos, actuaron de forma descoordinada y no lograron consolidar sus fuerzas. Carlos V, en cambio, reunió un ejército disciplinado con el apoyo de tropas españolas, italianas y de algunos príncipes alemanes católicos.
El enfrentamiento decisivo se produjo en la batalla de Mühlberg (24 de abril de 1547). Las fuerzas imperiales, comandadas por Carlos V y el duque de Alba, derrotaron aplastantemente a la Liga de Esmalcalda. El elector Juan Federico fue capturado, y Felipe de Hesse se rindió poco después. La victoria dio a Carlos V un prestigio enorme y lo presentó como el gran defensor del catolicismo.
Tras la guerra, Carlos V impuso el llamado Interim de Augsburgo (1548), un decreto que restablecía prácticas católicas pero permitía ciertos elementos reformados como el matrimonio clerical o la comunión bajo las dos especies. Sin embargo, este arreglo fue rechazado tanto por católicos intransigentes como por muchos protestantes.
A pesar de su victoria, Carlos V no logró acabar con el protestantismo. La resistencia se reorganizó y, pocos años más tarde, nuevos enfrentamientos obligaron al emperador a aceptar la Paz de Augsburgo (1555), que reconoció oficialmente el luteranismo bajo el principio de cuius regio, eius religio (“de tal príncipe, tal religión”).
Guerra de los 80 años
La Guerra de los Ochenta Años (1568–1648), también llamada Guerra de Independencia de los Países Bajos, fue un conflicto prolongado en el que las Provincias Unidas del norte se enfrentaron a la monarquía hispánica de los Habsburgo para liberarse de su dominio. Tuvo una dimensión política, económica y, sobre todo, religiosa, pues en ella se cruzaron la lucha contra el poder central de Felipe II de España y el avance del protestantismo calvinista frente al catolicismo oficial.
Los Países Bajos formaban parte del vasto imperio de Carlos V, y luego pasaron a su hijo Felipe II. La región era rica y urbana, con gran poder económico, pero resentía los altos impuestos, la centralización política y la presencia de tropas españolas. Además, el calvinismo se había expandido con fuerza, lo que chocaba con la rígida política católica de Felipe II. Las medidas represivas del duque de Alba, enviado en 1567, y la actuación del Tribunal de los Tumultos (apodado “el Tribunal de Sangre”), encendieron la rebelión. En 1568 estalló la guerra abierta bajo el liderazgo de Guillermo de Orange.
La guerra se desarrolló en distintas fases. En los primeros años (1568–1579), los rebeldes tuvieron dificultades, pero lograron sostener la resistencia. En 1579 se produjo la división definitiva: los territorios del sur, mayoritariamente católicos, firmaron la Unión de Arrás y permanecieron leales a España, mientras que los territorios del norte sellaron la Unión de Utrecht, base de las futuras Provincias Unidas independientes. Entre 1580 y 1609, las fuerzas españolas al mando de Alejandro Farnesio recuperaron varias ciudades, pero el norte se consolidó como núcleo rebelde. La presión del conflicto llevó a la firma de la Tregua de los Doce Años, que dio un respiro a ambos bandos y permitió a los Países Bajos del norte fortalecerse como potencia comercial y marítima.
Guerra de religión en Francia
La Guerra de Religión en Francia es el nombre con el que se conoce a una serie de ocho conflictos civiles que asolaron al reino entre 1562 y 1598. Fue un período de enorme violencia en el que se enfrentaron católicos y protestantes (hugonotes), aunque más allá del aspecto religioso, también se trató de una lucha política y dinástica que debilitó profundamente a la monarquía francesa.
La Primera Guerra (1562–1563) comenzó con la matanza de Wassy, cuando el duque de Guisa atacó a una congregación hugonote. Este hecho encendió el enfrentamiento entre católicos y protestantes, que se extendió rápidamente por todo el reino. La guerra culminó con la paz de Amboise (1563), que concedió a los hugonotes libertad de culto limitada en las afueras de las ciudades, aunque la desconfianza mutua quedó intacta.
La Segunda Guerra (1567–1568) fue provocada por el miedo de los hugonotes a ser aniquilados tras intentos de la corona de restringir sus libertades. El episodio conocido como la sorpresa de Meaux, en el que los protestantes intentaron secuestrar al joven rey Carlos IX, marcó el inicio del conflicto. La guerra terminó con la paz de Longjumeau (1568), que reafirmó las concesiones de Amboise, pero que apenas duró unos meses.
La Tercera Guerra (1568–1570) se inició tras la reanudación de las hostilidades, con los hugonotes dirigidos por el príncipe de Condé y el almirante Coligny. Fue una de las más sangrientas, e incluyó la batalla de Jarnac (1569), donde murió Condé, y la de Moncontour. Finalmente, la paz de Saint-Germain (1570) devolvió derechos a los hugonotes y les concedió plazas fuertes como La Rochelle, garantizando cierta seguridad.
La Cuarta Guerra (1572–1573) tuvo como detonante la matanza de San Bartolomé en París, la noche del 24 de agosto de 1572, cuando miles de hugonotes fueron asesinados durante las bodas de Enrique de Navarra con Margarita de Valois. La violencia se extendió a otras ciudades del reino. La guerra concluyó con la paz de La Rochelle (1573), que mantuvo algunos derechos para los protestantes, aunque bajo fuertes limitaciones.
La Quinta Guerra (1574–1576) coincidió con la muerte de Carlos IX y la subida al trono de Enrique III. Fue un período de gran inestabilidad, en el que los hugonotes lograron importantes victorias y forzaron la paz de Beaulieu (1576), muy favorable para ellos, pues les otorgaba amplia libertad religiosa y política.
La Sexta Guerra (1576–1577) se desató como reacción católica a las concesiones de Beaulieu. La recién creada Liga Católica, dirigida por los Guisa y apoyada por amplios sectores populares, presionó al rey para revocar privilegios protestantes. La guerra terminó con la paz de Bergerac (1577), que restringió de nuevo las libertades hugonotes a lugares determinados.
La Séptima Guerra (1580) fue breve y es conocida como la “Guerra de los Amantes” por haberse desarrollado en un clima menos violento, con escaramuzas en el suroeste del reino. La paz de Fleix (1580) confirmó los términos anteriores y dio una tregua momentánea, pero el conflicto estaba lejos de resolverse.
La Octava Guerra (1585–1598) fue la más decisiva y prolongada. Es conocida como la Guerra de los Tres Enriques, pues enfrentó al rey Enrique III, al jefe de la Liga Católica Enrique de Guisa y al líder hugonote Enrique de Navarra. Tras el asesinato de Guisa en 1588 y el asesinato del propio rey Enrique III en 1589, el trono pasó a Enrique de Navarra, que se convirtió en Enrique IV. Su ascenso fue resistido por la Liga y por España, que apoyaba a los católicos. Finalmente, Enrique, consciente de que no podía gobernar como protestante, se convirtió al catolicismo en 1593, pronunciando la célebre frase “París bien vale una misa”. El conflicto terminó con la paz de Vervins (1598) con España.
Luego, definitivamente, el conflicto terminaría con la promulgación del Edicto de Nantes en 1598, que otorgaba a los hugonotes libertad de culto limitada, acceso a cargos públicos y el derecho a mantener algunas plazas fuertes. Este acuerdo no significó la igualdad plena, pero sí un compromiso que permitió la coexistencia y puso fin a más de treinta años de guerra civil.
Rebelión de los hugonotes
La llamada Rebelión de los Hugonotes designa una serie de levantamientos que los protestantes franceses protagonizaron durante la primera mitad del siglo XVII contra la monarquía, ya bajo la dinastía Borbón. Aunque las Guerras de Religión francesas habían terminado en 1598 con el Edicto de Nantes, que les garantizaba ciertos derechos, muchos hugonotes se sintieron cada vez más amenazados por el creciente poder del rey y por la presión de los católicos.
El punto de partida estuvo en el reinado de Luis XIII y bajo la influencia del cardenal Richelieu, primer ministro. Los hugonotes conservaban no solo libertad de culto, sino también plazas fuertes (ciudades fortificadas como La Rochelle, Montauban o Nîmes), lo que en la práctica les daba autonomía política y militar. Richelieu consideraba que aquello era incompatible con la autoridad del Estado y buscó someterlos.
Entre 1620 y 1629 se sucedieron varias rebeliones. La más célebre fue el asedio de La Rochelle (1627–1628), en el que la ciudad hugonote, apoyada por Inglaterra, resistió heroicamente durante más de un año. Finalmente se rindió tras sufrir hambre y enfermedad, lo que marcó el declive del poder militar protestante en Francia.
El conflicto terminó con la Paz de Alès (1629), que mantuvo la libertad de culto establecida por el Edicto de Nantes, pero eliminó las garantías políticas y militares de los hugonotes. Ya no pudieron conservar plazas fuertes ni ejércitos propios, quedando sometidos a la autoridad del rey.
Guerra y rebelión en Irlanda
Rebeliones de Desmond
Las Rebeliones de Desmond fueron una serie de levantamientos ocurridos en Irlanda entre 1569 y 1583, en la provincia de Munster, liderados por la poderosa Casa de Desmond, una familia gaélico-normanda que se enfrentó a la autoridad de la Corona inglesa durante el reinado de Isabel I. Estos conflictos, aunque en apariencia locales, se insertan dentro del contexto más amplio de las Guerras de Religión en Europa, porque combinaron la resistencia política de la nobleza irlandesa con la defensa del catolicismo frente al avance del protestantismo inglés.
La Primera Rebelión de Desmond (1569–1573) estalló cuando James FitzMaurice Fitzgerald, primo del conde de Desmond, se alzó contra la ocupación inglesa en Munster. El detonante fue la creciente intromisión de la administración inglesa en Irlanda, que buscaba imponer la obediencia al poder real y, al mismo tiempo, reforzar la implantación de la Reforma protestante. El levantamiento, sin embargo, careció de suficiente apoyo militar y fue sofocado tras varios años de escaramuzas, con fuertes represalias contra las tierras y poblaciones de Munster.
La Segunda Rebelión de Desmond (1579–1583) fue mucho más grave y tuvo una dimensión claramente religiosa e internacional. FitzMaurice regresó del exilio en Europa con apoyo del papado y de fuerzas españolas, desembarcando en Kerry en 1579 con la intención de promover una cruzada católica contra Inglaterra. Al poco tiempo murió, pero el liderazgo pasó al conde Gerald Fitzgerald de Desmond, quien encabezó un levantamiento masivo en Munster. La rebelión atrajo voluntarios católicos, pero fue respondida con brutalidad por las fuerzas inglesas. El episodio más recordado fue el sitio de Smerwick (1580), donde una guarnición de tropas papales y españolas fue masacrada tras rendirse. La guerra terminó en 1583 con la derrota total de los Desmond, la muerte del conde y la devastación de Munster.
Las consecuencias fueron desastrosas para Irlanda. La represión inglesa incluyó matanzas, hambrunas inducidas y la destrucción sistemática de aldeas y cosechas. La región de Munster quedó despoblada en gran parte, lo que permitió más tarde las plantaciones inglesas, colonias de protestantes leales a la corona que se asentaron en tierras confiscadas a los rebeldes.
Guerra de los nueve años
La Guerra de los Nueve Años en Irlanda (1594–1603), también conocida como la Guerra de la Confederación de Ulster o la Guerra de Tirón, fue el mayor y más prolongado levantamiento irlandés contra el dominio inglés durante el reinado de Isabel I. Fue encabezada por los caudillos gaélicos del norte de la isla, especialmente Hugh O’Neill, conde de Tyrone, y Hugh Roe O’Donnell, de Tyrconnell, quienes organizaron una amplia coalición de clanes irlandeses contra las fuerzas de la corona inglesa.
El conflicto tuvo raíces tanto políticas como religiosas. Por un lado, estaba la creciente intromisión de Inglaterra en Irlanda, que buscaba extender la administración y colonización (las llamadas plantaciones) sobre los territorios gaélicos. Por otro lado, la dimensión confesional fue clave: O’Neill y sus aliados se presentaron como defensores del catolicismo frente a la imposición del protestantismo inglés, lo que atrajo apoyo moral y material del papado y de la monarquía hispánica, en un momento en que España estaba enfrentada directamente con Isabel I de Inglaterra.
La guerra se desarrolló en varias fases. En los primeros años, los irlandeses obtuvieron notables victorias, siendo la más importante la batalla del Paso de Yellow Ford (1598), donde las tropas de O’Neill infligieron una dura derrota a los ingleses, lo que alentó la rebelión a nivel nacional. Sin embargo, la llegada de refuerzos desde Inglaterra, la superioridad logística y la estrategia de desgaste comenzaron a inclinar la balanza. El momento más decisivo llegó en 1601, cuando una flota española desembarcó en Kinsale para apoyar a los irlandeses. Aunque era la ocasión esperada de coordinar fuerzas contra Inglaterra, la batalla de Kinsale terminó en derrota para los aliados irlandeses y españoles, sellando la suerte de la rebelión.
La guerra concluyó en 1603, el mismo año de la muerte de Isabel I, con la rendición de O’Neill ante las fuerzas inglesas. Aunque se le concedieron condiciones relativamente suaves, el fracaso de la rebelión significó el fin de la resistencia gaélica organizada. Poco después ocurrió el “Flight of the Earls” (1607), cuando los principales jefes irlandeses huyeron a Europa, dejando el camino abierto a la plantación del Ulster, la colonización sistemática con colonos protestantes ingleses y escoceses que transformaría para siempre la demografía y el conflicto religioso en Irlanda.
Guerra en el Sacro Imperio Romano Germánico
Guerra de Colonia
La llamada Guerra de Colonia (1583–1588) fue un conflicto armado dentro del Sacro Imperio Romano Germánico, enmarcado en las grandes Guerras de Religión en Europa, que combinó cuestiones religiosas con ambiciones políticas y dinásticas. Su epicentro fue el Electorado de Colonia, uno de los siete principados eclesiásticos con derecho a elegir al emperador, lo que le daba un enorme peso dentro del Imperio.
El origen estuvo en la decisión del arzobispo-elector Gebhard Truchsess von Waldburg, que en 1582 se convirtió al calvinismo y trató de secularizar su territorio, es decir, transformar el electorado en un principado laico y hereditario. Además, se casó con la protestante Agnes von Mansfeld, algo escandaloso para un príncipe eclesiástico. Con esta maniobra, Gebhard buscaba convertir Colonia en un bastión protestante en el Rin, lo que alteraba gravemente el equilibrio confesional del Imperio y violaba la paz de Augsburgo (1555), que solo había reconocido el luteranismo, no el calvinismo.
La reacción católica fue inmediata. El capítulo catedralicio declaró depuesto a Gebhard y eligió como nuevo arzobispo a Ernesto de Baviera, miembro de la influyente Casa de Wittelsbach, con el respaldo del papa Gregorio XIII y del rey Felipe II de España. Así comenzó la guerra: un enfrentamiento entre las fuerzas de Gebhard, apoyadas por algunos príncipes protestantes y tropas holandesas, contra los ejércitos católicos de Baviera y de España.
El conflicto se prolongó por cinco años con asedios, devastaciones y luchas locales, especialmente en el Rin y Westfalia. Las tropas españolas, enviadas desde los Países Bajos en el marco de la Guerra de los Ochenta Años, jugaron un papel crucial para inclinar la balanza. En 1588, Gebhard fue definitivamente derrotado y expulsado, quedando Ernesto de Baviera como arzobispo y Colonia firmemente bajo control católico.
La consecuencia principal de la Guerra de Colonia fue la reafirmación de que los principados eclesiásticos del Imperio no podían secularizarse a voluntad, asegurando que siguieran siendo bastiones católicos. Además, el conflicto mostró cómo la Casa de Wittelsbach consolidaba su poder en el corazón de Alemania y cómo la monarquía española intervenía directamente en el Rin, lo que tendría gran importancia en el inicio posterior de la Guerra de los Treinta Años (1618–1648).
Guerra de los Treinta Años
La Guerra de los Treinta Años (1618–1648) fue uno de los conflictos más devastadores de la historia europea, tanto por su duración como por su alcance. Comenzó como un enfrentamiento religioso en el Sacro Imperio Romano Germánico entre católicos y protestantes, pero con el tiempo se transformó en una guerra política y dinástica que involucró a casi todas las grandes potencias de la época.
El conflicto comenzó en Bohemia, cuando los nobles protestantes se rebelaron contra el emperador Fernando II de Habsburgo. El detonante fue la Defenestración de Praga (1618), donde representantes imperiales fueron arrojados por la ventana del castillo en señal de rechazo al intento de limitar la libertad de culto. Los rebeldes eligieron como rey a Federico V del Palatinado, líder protestante apodado el “Rey de Invierno” por su breve reinado. La guerra estalló y culminó con la batalla de la Montaña Blanca (1620), en la que las tropas imperiales y de la Liga Católica (comandadas por Tilly y Maximiliano de Baviera) derrotaron a los protestantes bohemios. Esta derrota consolidó el dominio católico en Bohemia, se reimpuso el catolicismo a la fuerza y miles de protestantes fueron perseguidos o exiliados.
Tras la derrota de Bohemia, el conflicto se extendió al norte de Alemania. El rey Cristián IV de Dinamarca, luterano y príncipe del Imperio, intervino en defensa de los protestantes. Sin embargo, el emperador Fernando II contó con un nuevo general, Albrecht von Wallenstein, y con el experimentado conde de Tilly, quienes derrotaron sistemáticamente a los daneses. Las victorias católicas consolidaron la posición imperial y culminaron con la paz de Lübeck (1629), que obligó a Dinamarca a retirarse de la guerra. En este mismo año, Fernando II promulgó el Edicto de Restitución, que exigía devolver a la Iglesia católica todas las tierras secularizadas desde 1552, lo que encendió aún más la tensión entre católicos y protestantes.
La situación cambió con la intervención de Gustavo Adolfo de Suecia, uno de los grandes estrategas militares de la época. Con apoyo financiero de Francia (enemiga de los Habsburgo, aunque católica), desembarcó en Alemania en 1630. Sus ejércitos modernizados lograron una gran victoria en la batalla de Breitenfeld (1631), que supuso el primer gran triunfo protestante y quebró la hegemonía católica. Sin embargo, Gustavo Adolfo murió en la batalla de Lützen (1632), aunque sus tropas lograron imponerse. Tras su muerte, el avance sueco se frenó y el Tratado de Praga (1635) buscó una paz interna en el Imperio, aunque sin resolver la cuestión de fondo.
La última fase transformó la guerra en un conflicto principalmente político y dinástico. Francia, bajo el cardenal Richelieu, entró directamente en guerra contra los Habsburgo, pese a ser un reino católico, porque temía el poder hegemónico de España y del emperador. Francia se alió con Suecia y los Países Bajos contra España y el Imperio. Se libraron batallas por toda Europa: en Alemania, en los Países Bajos y en Italia. Los combates se volvieron más crueles y destructivos, con saqueos y hambrunas que devastaron al Sacro Imperio. La guerra terminó con la Paz de Westfalia (1648), que reconoció la independencia de las Provincias Unidas y de Suiza, legalizó el calvinismo junto al luteranismo y el catolicismo, y otorgó gran autonomía a los príncipes alemanes. Francia y Suecia emergieron como vencedores, mientras que España y los Habsburgo sufrieron un fuerte declive.
Guerra de los Tres Reinos
La Guerra de los Tres Reinos (1639–1651) fue una serie de conflictos interrelacionados que afectaron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y que en conjunto marcaron el colapso del poder real de los Estuardo en las islas británicas. Aunque muchas veces se habla solo de la Guerra Civil Inglesa, lo cierto es que se trató de una guerra múltiple en la que se entrelazaron causas políticas, religiosas y nacionales.
Inglaterra
En Inglaterra, la guerra se centró en la figura de Carlos I y su enfrentamiento con el Parlamento. El rey defendía la monarquía de derecho divino y había gobernado durante once años sin convocar al Parlamento, imponiendo impuestos y decisiones arbitrarias. Al mismo tiempo, sus intentos de reforzar la Iglesia anglicana con prácticas ceremoniales de corte católico alarmaron a los puritanos. En 1642 estalló la Guerra Civil Inglesa, que enfrentó a los realistas (partidarios del rey, conocidos como cavaliers) contra los parlamentarios (o roundheads), muchos de ellos puritanos radicales. Tras años de combates, los parlamentarios, bajo el liderazgo militar de Oliver Cromwell y su “Nuevo Ejército Modelo”, derrotaron al rey en batallas como Naseby (1645). Finalmente, Carlos I fue capturado, juzgado por traición y ejecutado en 1649, un hecho revolucionario que convirtió a Inglaterra en una república (Commonwealth) hasta la Restauración de 1660.
Escocia
En Escocia, el conflicto comenzó con las Guerras de los Obispos (1639–1640). El rey Carlos I trató de imponer el Libro de Oración Común anglicano en la Iglesia presbiteriana escocesa, lo que provocó la resistencia de los Covenanters (defensores de un pacto religioso presbiteriano). Los escoceses organizaron ejércitos, derrotaron a las tropas reales y forzaron al rey a negociar, debilitando su posición y obligándolo a convocar al Parlamento inglés. Más tarde, tras la ejecución de Carlos I, los escoceses proclamaron rey a su hijo, Carlos II, lo que llevó a nuevas campañas militares. Cromwell invadió Escocia y derrotó a los realistas escoceses en batallas como Dunbar (1650) y Worcester (1651), imponiendo el dominio inglés sobre el reino.
Irlanda
En Irlanda, el conflicto adoptó un carácter especialmente violento. En 1641, estalló una gran rebelión católica contra los colonos protestantes ingleses y escoceses asentados en las plantaciones. El levantamiento estuvo acompañado de masacres que endurecieron la percepción inglesa sobre los irlandeses. Durante la guerra civil en Inglaterra, Irlanda se convirtió en un campo de alianzas cambiantes: católicos, protestantes realistas y escoceses luchaban por sus propios intereses. Cuando los parlamentarios triunfaron en Inglaterra, Oliver Cromwell dirigió en 1649 una campaña brutal en Irlanda. Los asedios de Drogheda y Wexford se volvieron célebres por las matanzas de civiles y soldados, símbolos de la dureza de la conquista. Para 1653, la resistencia irlandesa había sido aplastada y gran parte de las tierras católicas fueron confiscadas para entregarlas a colonos protestantes.
Guerra de los Nueve Años
La Guerra de los Nueve Años en Francia, también llamada Guerra de la Gran Alianza o Guerra de la Liga de Augsburgo (1688–1697), fue un conflicto europeo de gran escala que enfrentó a Luis XIV de Francia contra una coalición internacional formada por España, Inglaterra, las Provincias Unidas, el Sacro Imperio y varios estados alemanes y nórdicos. Aunque ya no fue una guerra confesional en sentido estricto, se conecta directamente con el ciclo de las Guerras de Religión europeas porque representa el puente entre dos épocas: la de los enfrentamientos motivados por la fe (siglos XVI y primera mitad del XVII) y la de las guerras de equilibrio de poder propias del sistema internacional de los siglos XVII y XVIII.
Por un lado, el trasfondo religioso aún estaba presente. Francia, bajo Luis XIV, era la gran potencia católica y el rey se había convertido en símbolo del absolutismo y de la defensa del catolicismo, especialmente tras revocar en 1685 el Edicto de Nantes, lo que obligó a cientos de miles de hugonotes a huir. En el bando contrario, la Gran Alianza estaba liderada por potencias protestantes: Inglaterra, ahora bajo Guillermo III de Orange, tras la Revolución Gloriosa que había expulsado al católico Jacobo II, y las Provincias Unidas. También participaban estados alemanes de confesión luterana o calvinista, que veían en Luis XIV una amenaza no solo política, sino también religiosa.
Por otro lado, la guerra ya no giraba en torno a imponer una religión, sino a contener la expansión francesa y mantener un equilibrio europeo. A diferencia de la Guerra de los Treinta Años (1618–1648), que comenzó siendo una guerra confesional dentro del Sacro Imperio, en 1688 la lógica era más estratégica: Francia buscaba ampliar sus fronteras en el Rin y consolidar su hegemonía, mientras la coalición buscaba frenar esa ambición para evitar que un solo reino dominara el continente.
En este sentido, la Guerra de los Nueve Años muestra cómo el legado de las guerras de religión seguía vivo, porque el factor confesional seguía marcando las alianzas (católicos contra protestantes), pero al mismo tiempo revela la transformación hacia un nuevo orden internacional, donde la religión ya no era la única causa, sino un elemento más dentro de una política de poder. Ese cambio se consolidó en la Paz de Westfalia (1648) y se reafirmó en la Paz de Ryswick (1697), que cerró esta guerra, sentando las bases de un sistema europeo basado en la diplomacia y el equilibrio.
Conclusión
Las Guerras de Religión que azotaron Europa entre los siglos XVI y XVII muestran cómo la fe, más que un asunto espiritual, se convirtió en un factor político, social y cultural capaz de dividir reinos, comunidades y familias enteras. Lo que comenzó como un clamor por la reforma de la Iglesia derivó en matanzas, persecuciones y alianzas cambiantes, donde el fervor religioso se mezcló con ambiciones dinásticas y luchas de poder. Sin embargo, de aquella devastación surgió una lección histórica: ningún credo podía imponerse de manera absoluta en un continente plural. La Paz de Westfalia (1648) y, más tarde, acuerdos como el Edicto de Nantes marcaron el inicio de un principio nuevo, la convivencia —aunque limitada— y el reconocimiento de la diversidad confesional. En esa transición, Europa aprendió lentamente que la estabilidad no se construía con la espada de la religión, sino con el equilibrio político y la tolerancia, sentando las bases del mundo moderno.
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