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jueves, 17 de julio de 2025

Figura y concepto del burro

El burro, a menudo subestimado por su apariencia modesta y su asociación con la terquedad, ha ocupado un lugar paradójico en la filosofía y el simbolismo cultural: representa a la vez la humildad y la resistencia, la ignorancia y la sabiduría oculta. Desde la sátira de El asno de oro de Apuleyo hasta las parábolas cristianas donde carga a Cristo en su entrada a Jerusalén, el burro se convierte en un símbolo del alma que, a través del sufrimiento y la obediencia, puede alcanzar la transformación espiritual.

Civilizaciones antiguas

En las culturas antiguas, la figura del burro tuvo significados múltiples y a menudo contradictorios, dependiendo del contexto religioso, social o mitológico. En Egipto, por ejemplo, el burro estaba vinculado al dios Seth, asociado al caos y al desierto, lo que le otorgaba una connotación ambigua: era tanto una fuerza indómita como una criatura necesaria para la supervivencia en regiones áridas. En Mesopotamia, el burro era valorado como animal de carga y resistencia, fundamental para el trabajo agrícola y comercial, y a veces representaba la fertilidad o la prosperidad. En Grecia, aparecía con frecuencia como símbolo de lo burdo y lo irracional —como en las fábulas de Esopo—, pero también como vehículo de los dioses, como Sileno o Dionisio, cuya embriaguez se asociaba a menudo con un asno. En el mundo hebreo, el burro tenía una dimensión sagrada: era el animal que los reyes montaban como signo de paz (contrapuesto al caballo de guerra), y figura en textos bíblicos cargado de simbolismo mesiánico. Así, en las culturas antiguas, el burro oscilaba entre lo sagrado y lo vulgar, entre lo útil y lo despreciado, sirviendo como espejo de las tensiones humanas entre cuerpo y espíritu, servidumbre y dignidad.

Antiguo y Nuevo Testamento

En el Antiguo Testamento, el burro aparece desde el Génesis como un animal de carga y riqueza. Por ejemplo, en Génesis 30:43, se menciona como parte de los bienes de Jacob, y en Génesis 34, el príncipe de Siquem se llama Jamor (burro en hebreo), lo que refleja el estatus del animal. También en Éxodo y Números se lo presenta como medio de transporte, esencial para la vida cotidiana. Un episodio notable es el de la burra de Balaam (Números 22:21-33), donde el animal ve al ángel del Señor antes que su dueño, y habla para advertirlo, convirtiéndose en instrumento de revelación divina.

El diálogo exacto entre la burra y Balaam aparece en Números 22:28-30:

28 Entonces Jehová abrió la boca al asna, la cual dijo a Balaam:
—¿Qué te he hecho, que me has azotado estas tres veces?

29 Y Balaam respondió al asna:
—¡Porque te has burlado de mí! Ojalá tuviera una espada en mi mano, que ahora te mataría.

30 Y el asna dijo a Balaam:
—¿No soy yo tu asna, sobre mí has cabalgado desde que tú me tienes hasta este día? ¿He acostumbrado a hacerlo así contigo?
Y él respondió:
—No.

Como podemos ver, la burra interpela a su amo con una pregunta lógica y justa, apelando a la memoria y la experiencia compartida: ¿Acaso he actuado así antes? De manera irónica, el animal muestra más razonamiento, justicia y memoria que el propio profeta.

Además, en Zacarías 9:9 se profetiza que el Mesías vendrá montado en un burro, como signo de humildad: "He aquí que tu rey vendrá a ti... humilde y montado sobre un asno".

Por otro lado, su fuerza y resistencia lo convertían en un animal ideal para tareas agrícolas como arrastrar arados o hacer girar las ruedas de molinos para moler cereales. Sin embargo, la legislación mosaica también mostraba una comprensión precisa de la naturaleza y limitaciones de los animales: Deuteronomio 22:10 prohíbe explícitamente arar con un burro y un buey juntos, debido a la diferencia en tamaño, fuerza y ritmo, lo que comprometería la eficacia del trabajo y causaría sufrimiento a ambos animales. De ahí surge también la noción de "yugo desigual", que más adelante fue adoptada como metáfora ética y espiritual, especialmente en textos del Nuevo Testamento como 2 Corintios 6:14.

Además, el burro no era un animal cualquiera: ciertos tipos de asnos eran reservados para personas de alta posición, como jueces, jefes o notables (cf. Jueces 5:10), donde se menciona a los que "cabalgaban en asnas blancas", señal de distinción. Con el tiempo, la mula —resultado del cruce entre burro y yegua— fue ganando protagonismo como símbolo de estatus, debido a su fortaleza, tamaño y rareza. No obstante, el caballo conservaba su asociación con la guerra y el poder militar, siendo usado principalmente en contextos de batalla o viajes extensos.

En el Nuevo Testamento, la profecía de Jesús en un burro se cumple explícitamente en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Mateo 21:1-7; Juan 12:14-15), cuando él escoge montar un burro en lugar de un caballo, reforzando su identidad como Mesías pacífico y no como conquistador militar. Este gesto tiene una fuerte carga teológica: Jesús invierte las expectativas del mesianismo político y se presenta como servidor, no como caudillo. Así, el burro se convierte en emblema de una nueva forma de poder —humilde, no violento, espiritual.

Antigua Grecia

En la antigua Grecia, el burro ocupaba un lugar marginal pero significativo en el imaginario cultural, cargado de simbolismo burlesco, filosófico y religioso. Por un lado, era considerado un animal vulgar, asociado a lo torpe, lo grosero y lo ridículo. En muchas fábulas de Esopo, por ejemplo, el burro aparece como símbolo del necio que intenta imitar sin comprender —como en la fábula del burro que quiso bailar como un perro y fue apaleado—, encarnando así la crítica moral al orgullo y la ignorancia. En la comedia griega, también se utilizaba para provocar risa, por su carácter testarudo y su apariencia desproporcionada.

Sin embargo, su figura no se reduce al desprecio. El burro también tenía una presencia religiosa y filosófica más compleja. Era, por ejemplo, el animal asociado a Sileno, el viejo sátiro maestro de Dionisio, quien lo monta ebrio en los cortejos báquicos. En ese contexto, el burro participa del mundo dionisíaco: lo irracional, lo excesivo, lo que rompe con el orden apolíneo. De este modo, se convierte en un vehículo de la risa, el delirio y la revelación extática.

Antigua Roma


En la antigua Roma, la imagen del burro heredó muchas de las connotaciones griegas, pero también adquirió matices propios dentro de la vida cotidiana, la religión popular y la literatura. Por una parte, el asno (asinus) era un animal común, esencial para las labores agrícolas, el transporte de carga y el molino. Su presencia era tan habitual que llegó a simbolizar lo rústico, lo simple y lo campesino, y por eso mismo también lo ridículo o lo torpe. En el lenguaje coloquial romano, llamar “asno” a alguien equivalía a llamarlo ignorante o estúpido —una expresión que ha perdurado hasta hoy.

Sin embargo, el burro también tenía una dimensión religiosa y simbólica más rica. Era el animal consagrado a Vesta, diosa del hogar, y participaba en las festividades vestales. Además, se decía que Príapo, dios de la fertilidad y de la sexualidad grotesca, era temido por los burros, lo cual dio lugar a rituales en los que se ofrecía un burro en sacrificio para proteger los jardines (según Ovidio, Fasti, VI). Aquí se ligaba al burro a la esfera de la fertilidad, el deseo y lo apotropaico (protección contra el mal).

Uno de los textos más significativos que exploran el simbolismo del burro en la Roma antigua es “Las Metamorfosis” o “El asno de oro” de Apuleyo, una novela escrita en latín en el siglo II d.C., pero basada en una versión griega anterior. En ella, el protagonista, Lucio, es transformado en burro por curiosidad mágica, y a través de una serie de humillaciones, abusos y sufrimientos —como asno esclavo— alcanza la redención y la iniciación en los misterios de Isis. De esta forma, el burro representa la condición humana carnal y caída, pero también la posibilidad de transformación espiritual, convirtiéndose en un símbolo filosófico y místico.

Edad Media

En la Edad Media, la figura del burro continuó cargada de ambivalencia simbólica, pero adquirió nuevas dimensiones dentro del marco cristiano, moralizante y alegórico de la época. Por un lado, se mantuvo su asociación con la ignorancia, la terquedad y la estupidez, convirtiéndose en emblema del necio, del pecador y del inculto. En muchas representaciones didácticas y sermones, el burro simbolizaba al hombre terco, cerrado a la gracia divina, que necesitaba ser “domado” por la fe y la disciplina. La palabra “asno” se convirtió en un insulto común para designar al ignorante, al que no sabe leer las Escrituras, o al que rechaza el conocimiento divino.

No obstante, en el imaginario cristiano medieval, el burro también adquirió una dimensión profundamente positiva y espiritual, gracias a su presencia en los Evangelios. Era el animal que llevó a la Virgen María en su viaje a Belén, el que transportó al Niño Jesús durante la huida a Egipto, y el que cargó a Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén en el Domingo de Ramos, cumpliendo así la profecía de Zacarías. Esta humildad y servicio silencioso lo convirtieron en símbolo de la mansedumbre cristiana, la paciencia y la obediencia a la voluntad de Dios. En este sentido, se contraponía al caballo, que seguía representando el orgullo, la violencia y el poder mundano.

Durante la Edad Media también surgieron leyendas y usos devocionales en torno al burro. Se decía, por ejemplo, que los burros llevaban una cruz natural en su pelaje —la forma que adoptan los pelos oscuros en su espalda y cruzan sobre sus hombros— porque habían llevado a Cristo, y esa señal era una bendición divina. Esta creencia fortaleció el respeto popular hacia el animal, especialmente en el mundo rural.

Incluso se celebraba en ciertos lugares una curiosa “Fiesta del Burro” (Festum Asinorum) el 14 de enero, especialmente en Francia, donde se conmemoraban escenas bíblicas en las que aparecía este animal. Durante esta festividad, se introducía un burro en la iglesia y se lo trataba con veneración simbólica, en una mezcla de devoción y carnaval que reflejaba las tensiones entre lo sacro y lo burlesco.

En el mundo islámico, la figura del burro también posee una carga simbólica compleja, influida tanto por el texto coránico, como por el hadiz (dichos del Profeta), la filosofía mística sufí, y la literatura popular y sapiencial. Al igual que en el judaísmo y el cristianismo, el burro es un animal presente en la vida cotidiana del Medio Oriente y, por tanto, con un fuerte anclaje cultural, aunque su simbolismo puede oscilar entre lo negativo y lo espiritual.

En el Corán, el burro (ḥimār) aparece principalmente como símbolo de ignorancia, necedad y ruido sin sentido. En Sura 31 (Luqmán), verso 19, se lee:

"Y sé mesurado en tu andar, y baja tu voz; ciertamente, la más desagradable de las voces es la del asno."
(Inna ankara al-aswati la-sawtu al-hamīr)

Este versículo, atribuido al sabio Luqmán, es citado como advertencia moral y didáctica contra la arrogancia, la falta de modestia y el hablar inútil. Así, el rebuzno del burro se convierte en una metáfora del discurso vacío y altisonante, y el animal en general en símbolo de la falta de sabiduría.

En los hadices, se menciona que el burro rebuzna al ver a un demonio, mientras que el gallo canta cuando ve a un ángel (Sahih Muslim, Sahih Bukhari), lo que refuerza una percepción dual: el burro tiene una capacidad perceptiva espiritual —ve lo invisible—, pero su reacción es ruidosa y torpe, lo que sugiere un alma sin comprensión profunda.

Sin embargo, existe el relato de un burro llamado Yafur que tuvo cierta conexión con el profeta, aunque no está verificada su autenticidad. Yaʽfūr, nombre que significa “ciervo” en árabe, es una figura singular en la tradición islámica, asociado directamente al profeta Mahoma como su burro personal. Aunque los relatos sobre Yaʽfūr provienen de fuentes no canónicas o débiles en la ciencia del hadiz, su persistencia en el imaginario islámico —especialmente en el chiismo, el sufismo y la literatura popular— ha sido notable. 

Según fuentes históricas como el Kitāb al-Hadāyā wa’l-Tuḥaf (siglo XI), Yaʽfūr fue un regalo del gobernador bizantino de Egipto, al-Muqawqis, junto a otros presentes que incluían una mula (Duldul), un caballo, esclavas y oro. Este acto diplomático se sitúa entre los años 628-632 d.C.

Uno de los aspectos más fascinantes es que, según algunas tradiciones populares y chiitas, Yaʽfūr hablaba. Se presenta como el último descendiente de una línea de burros montados por profetas, desde Balaam hasta Jesús. Le habría dicho a Muhammad que había esperado ser montado solo por él, y que no permitió que otros lo montaran antes. Incluso se le atribuyen actos simbólicos como negarse a aparearse y buscar comida o entregar mensajes por sí mismo. Tras la muerte del Profeta, se cuenta que se suicidó arrojándose a un pozo por tristeza.

Desde el punto de vista hadítico, la mayoría de los sabios consideran estos relatos como débiles o fabricados (da‘if, mawḍū‘), debido a cadenas de transmisión poco fiables. Autores como Ibn al-Jawzī los han rechazado abiertamente.

Por otra parte, en el sufismo, el burro tiene un papel mucho más rico y ambivalente. En obras de pensadores como Rūmī, el burro simboliza el alma carnal (nafs al-ammāra), es decir, la parte del ser humano dominada por los deseos bajos, el ego y la terquedad. Sin embargo, también se presenta como una criatura que puede ser domada y dirigida hacia la Verdad. El místico no destruye al burro, sino que lo guía con amor y disciplina. En este contexto, el burro representa el cuerpo o el yo inferior, que aunque obstinado, es necesario para avanzar por el camino espiritual si se somete a la razón y al alma purificada.

Rūmī escribe, por ejemplo:

“Si no tienes un burro, ¿cómo llevarás tus cargas? Pero si dejas que el burro guíe el camino, caerás en el abismo.”

Así, el burro se convierte en metáfora de la relación entre cuerpo y espíritu, entre el ego y la guía divina.

También tenemos a al-Ghazali quien considera que el burro tiene una especie de misión. 

En el pensamiento de al-Ghazālī, el burro (ḥimār) es una imagen profundamente simbólica que representa la dimensión corporal, instintiva y mecánica del ser humano. Lejos de despreciarlo, el sabio sufi y teólogo lo sitúa en su lugar justo dentro del orden espiritual: como instrumento útil, necesario, pero subordinado al corazón, que es la sede de la sabiduría, la intención y la conexión con Dios.

Al-Ghazālī distingue entre las funciones del cerebro, donde residen la percepción, la memoria, la imaginación y otras capacidades racionales, y el corazón (qalb), entendido no como órgano físico, sino como centro de la vida espiritual. Mientras el cerebro puede actuar de forma mecánica y repetitiva, solo el corazón es capaz de intención sincera (niyya), amor divino, y conocimiento real (maʿrifa).

En este esquema, el cuerpo y la mente racional —como el burro— deben servir a la guía del corazón. Si el burro lleva bien su carga y cumple su tarea sin desviarse, ha cumplido con su propósito. Del mismo modo, el cuerpo humano cumple su perfección no por su autonomía, sino cuando se somete a la orientación espiritual del corazón purificado.

Para al-Ghazālī, el peligro surge cuando el burro guía al jinete, es decir, cuando el cuerpo o la razón sin luz espiritual domina al corazón. En tal caso, el ser humano cae en el deseo, la distracción y la ignorancia.

También está Suhrawardi habla de “jinetes de burros levantados como sufíes”, está empleando una imagen cargada de ironía y juicio espiritual. El burro, en la tradición sufí, representa frecuentemente el alma inferior (nafs), lo instintivo, lo pasional, lo mecánico. Montar un burro puede representar humildad si es sincero, pero en este contexto simboliza la pretensión vacía, el disfraz externo de espiritualidad.

El “jinete de burro” se presenta como un sufí —viste el manto azul, se une a la danza, pronuncia las fórmulas—, pero no ha pasado por la transformación interior real. Es un impostor del camino espiritual, que al primer “golpe” de los “guerreros del Camino de la Realización” —es decir, los verdaderos buscadores y portadores de conocimiento interior— falla en su esencia, se desmorona.

También en este periodo está la formulación teórica conocida como El asno de Buridán (o “burro de Buridán”). Esta es una célebre paradoja filosófica que se utiliza para ilustrar los límites de la razón pura, la indecisión ante opciones iguales y las consecuencias de una voluntad suspendida por falta de causas determinantes.

Aunque se le atribuye tradicionalmente al filósofo escolástico Jean Buridan (ca. 1300–1358), no hay evidencia directa de que él haya formulado la parábola del asno. De hecho, Buridan no menciona literalmente el burro; sin embargo, su teoría de la voluntad libre y la causalidad racional fue el punto de partida para esta alegoría que más tarde fue atribuida a él por sus críticos.

Renacimiento

Siguiendo la tradición medieval, el burro fue ampliamente utilizado como metáfora de la ignorancia, la testarudez y el alma vulgar. En la iconografía y en la literatura satírica, representaba al inculto, al que no sabe latín, al enemigo del saber. Era común ver al burro en manuales pedagógicos o emblemas morales como el emblema del "asno leyendo", donde se burlaban de quienes aparentaban sabiduría sin comprensión. El refrán latino asinus ad lyram (“el asno ante la lira”) reflejaba esta burla: no puede entender la música ni la armonía, como el necio ante el arte.

En obras como el Elogio de la locura (Stultitiae Laus, 1509), Erasmo presenta a la diosa Locura exaltando su dominio sobre todas las clases humanas, especialmente sabios, teólogos, predicadores, y políticos, quienes creen tener conocimiento o autoridad, pero en realidad actúan como burros cargados de libros. Esta imagen —que resuena también con el versículo coránico 62:5, conocido en la Edad Media— expresa la idea del que acumula información sin sabiduría, que repite sin comprender, que enseña sin vivir lo que predica.

"Cargados de libros como burros, van a las cátedras, los púlpitos o los tribunales, pero ni el peso de su saber ni su apariencia imponente los hacen menos necios." 

El burro, entonces, no es el campesino honesto ni el trabajador humilde, sino el necio revestido de autoridad, el que no reconoce su ignorancia porque se ha disfrazado de sabio.

Giordano Bruno también utiliza la imagen de burro en obras como La cena de las cenizas (La cena de le ceneri) y La expulsión de la bestia triunfante (Spaccio de la bestia trionfante), Bruno critica duramente a los teólogos, filósofos aristotélicos y pedantes escolásticos, a quienes califica de “asnos cargados de letras”, que repiten sin comprender, que profesan una sabiduría muerta, y que se aferran a un conocimiento sin vida ni libertad. 

Por otra parte, también trata esta imagen en otras obras como por ejemplo, la Cábala del Caballo Pegaso. En el universo clásico, Pegaso es el símbolo de la inspiración poética, el vuelo del alma, la ascensión al mundo celeste de las ideas. Sin embargo, Bruno —especialmente en obras como La expulsión de la bestia triunfante y Los heroicos furores— no tiene reparos en ridiculizar esta imagen cuando está vacía de sustancia real.

Lo que Bruno denuncia es que muchos aparentan volar en el Pegaso de la poesía, la teología o la filosofía, pero en realidad montan un burro pesado, testarudo y sin alas. En otras palabras: fingen elevación espiritual o intelectual, pero están anclados en la ignorancia, el orgullo o el formalismo. Esta inversión irónica puede formularse así:

“No todo el que cree volar en Pegaso escapa de ser un burro con alas de papel.”

Conclusión

Desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, la figura del burro ha oscilado entre símbolo de necedad, obstinación e ignorancia —como en Platón, Aristóteles y los moralistas medievales— y emblema de humildad, servicio y sabiduría oculta, como en la tradición bíblica, sufí y en autores como Lutero o Bruno. Relegado por su apariencia simple, el burro se convierte, paradójicamente, en espejo de la condición humana: criatura terrestre, cargada de pasiones, pero capaz de portar lo divino cuando se somete al orden del alma o a la guía espiritual


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