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martes, 8 de octubre de 2024

Juan Calvino - Institución de la Religión Cristiana (Libro II: Sobre el pecado) (1536)

La visión de Juan Calvino sobre el pecado se basa en la creencia de que el ser humano es inherentemente pecador en todas las dimensiones de su ser. Según Calvino, la corrupción humana es radical y abarca todos los aspectos del alma. El hombre, desde su concepción, está inclinado al mal y es incapaz de hacer el bien por sus propios medios, lo que lo lleva a transgredir los mandamientos de Dios de manera continua.


INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA


LIBRO II:

DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOCIMIENTO

QUE PRIMERAMENTE FUE MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS

BAJO LA LEY Y DESPUÉS A NOSOTROS EN EL EVANGELIO

Capítulo Primero: Todo el género humano está sujeto a la maldición por la caída y culpa de Adán, y ha degenerado de su origen. Sobre el pecado original

El conocimiento de uno mismo es esencial para vivir con sabiduría y humildad. No sin razón el antiguo proverbio nos exhorta a conocernos a nosotros mismos, pues es más vergonzoso ignorarnos a nosotros mismos que ignorar las cuestiones externas de la vida. Sin embargo, este conocimiento no debe enfocarse solo en nuestras virtudes, como proponían algunos filósofos, quienes alientan una visión parcial y glorificadora del ser humano. En realidad, el verdadero autoconocimiento nos lleva a considerar tanto lo que Dios nos otorgó en la creación como la miseria a la que hemos caído tras el pecado de Adán. Reconocer que todo lo que poseemos proviene de Dios y que, a causa de nuestra caída, hemos perdido gran parte de esa dignidad inicial, debe humillarnos profundamente y llevarnos a buscar a Dios, quien es la fuente de todo bien.

Para poder alcanzar el verdadero fin de nuestra existencia, debemos despojarnos de todo orgullo y vanagloria. Aunque al hombre le resulta más agradable que lo halaguen por sus virtudes, es imprescindible recordar nuestra miseria y pobreza ante Dios. Sin esta conciencia de nuestra indigencia, caeremos fácilmente en una falsa confianza en nuestras propias capacidades, lo que nos llevará a la ruina espiritual. Es necesario, por tanto, que nuestra confianza se base en Dios y no en nuestras propias fuerzas, pues todo lo que emprendemos por nosotros mismos está destinado al fracaso si no contamos con la guía divina.

El conocimiento de nuestro deber y de nuestra indigencia va de la mano. Al recordar la excelencia de nuestra creación y el propósito de nuestra existencia, debemos sentirnos impulsados a practicar la justicia y la bondad. No obstante, cuanto más profundizamos en el examen de nuestra naturaleza, más nos damos cuenta de nuestra incapacidad para cumplir con esos deberes por nosotros mismos. Este doble conocimiento —de nuestro deber y de nuestra insuficiencia— nos debe conducir a la dependencia total de Dios.

El pecado de Adán no fue simplemente un acto de gula o desobediencia leve, sino una falta grave de fe en la palabra de Dios. Dios, al prohibirle tocar el árbol del conocimiento, estaba probando la fidelidad y obediencia del hombre. Al desobedecer, Adán no solo violó un mandamiento, sino que también sucumbió a la soberbia y a la ingratitud, deseando ser igual a Dios. Esta falta no solo afectó a Adán, sino que tuvo graves consecuencias para toda su posteridad.

Las consecuencias de la caída de Adán afectaron no solo a él, sino a toda la creación y a toda su descendencia. Con su alejamiento de Dios, se introdujo el desorden en el mundo, y toda la humanidad heredó su corrupción. Esta depravación de la naturaleza humana, que conocemos como pecado original, ha sido transmitida a todos los hombres, afectando todas las dimensiones de nuestro ser.

El pecado original no es simplemente el resultado de la imitación de malos ejemplos, como argumentaban los pelagianos. Es una corrupción hereditaria que se transmite de generación en generación. Adán, como raíz de toda la humanidad, al pecar, transmitió esa depravación a todos sus descendientes. No es solo por seguir su ejemplo que pecamos, sino porque la naturaleza humana misma ha sido corrompida desde su origen.

Aunque los hijos de padres fieles no están exentos del pecado original, esto no se debe a la falta de regeneración espiritual en los padres, sino a que la regeneración es un don divino individual. La corrupción original se transmite por la generación carnal, no por la regeneración espiritual, lo que implica que todos nacemos bajo esta mancha, independientemente de la fe de nuestros padres.

El pecado original puede definirse como una corrupción hereditaria de nuestra naturaleza, que afecta todas las partes del alma. Esta corrupción nos hace culpables ante Dios y es la fuente de las "obras de la carne", como los pecados mencionados en las Escrituras. Es una herencia que recibimos desde el vientre materno y que nos inclina hacia el mal desde el momento de nuestro nacimiento.

La corrupción afecta todas las partes del alma, no solo los apetitos sensuales. La caída de Adán ha afectado incluso al entendimiento y al corazón humano. La regeneración que ofrece Dios a través de su gracia no solo corrige los deseos inferiores, sino que también transforma por completo todas las partes del ser humano, incluido el entendimiento, que está cegado por el pecado.

La causa del pecado no está en Dios, sino en el hombre. Aunque el pecado original afecta a toda la humanidad, no es correcto culpar a Dios de esta corrupción. Dios creó al hombre en un estado de perfección y rectitud, y la caída de Adán es producto de su propia desobediencia. Nuestra corrupción proviene de haber degenerado del estado en que fuimos creados, no de un fallo en la creación divina.

Finalmente, hay que distinguir entre una perversidad de naturaleza y una perversidad natural. La corrupción del hombre no es parte de su naturaleza original, sino que es una condición adquirida debido al pecado de Adán. Aunque esta corrupción nos afecta desde el nacimiento, no es una propiedad esencial de la naturaleza humana creada por Dios, sino una cualidad adventicia que se ha transmitido a través de las generaciones.

Capítulo II: El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y miserablemente sometido a todo mal

Peligros del orgullo y la indolencia

Hemos visto cómo el pecado, al apoderarse del primer hombre, Adán, extendió su dominio sobre toda la humanidad. No solo logró esto, sino que también penetró profundamente en el alma de cada ser humano. Ahora debemos preguntarnos si, una vez caído en esta esclavitud, el ser humano ha perdido toda su libertad o si queda algún vestigio de ella. Para resolver este dilema, es útil enfocarnos en los peligros que acechan desde ambos extremos. Si decimos que el ser humano carece completamente de bondad y está rodeado por la miseria, esto podría llevarlo a la inactividad y el descuido. Al contrario, si le concedemos algún mérito, este podría inflar su vanidad y hacerle olvidar que todo el bien viene de Dios. El desafío es mantener una actitud de humildad y responsabilidad, de modo que, al reconocer su miseria, el ser humano no deje de aspirar a la bondad perdida y a la libertad arrebatada. Es necesario un balance: reconocer la indigencia, pero seguir esforzándose por recuperar lo perdido.

El objetivo final de este conocimiento es glorificar a Dios a través de la humildad. Esto es vital porque, si el hombre no podía gloriarse de sí mismo incluso cuando estaba adornado con los dones divinos más sublimes, ¿cuánto más debe ahora humillarse al perder su excelencia original? En lugar de gloriarse en su propia justicia, debe reconocer su indigencia y atribuir toda la bondad a Dios. Si no lo hace, se arruina a sí mismo, pues atribuirse más de lo que le corresponde no solo es una usurpación del honor divino, sino también un camino hacia la destrucción. Por tanto, san Agustín, al criticar la defensa del libre albedrío, afirma que quienes lo defienden lo destruyen, privando así al ser humano de su dependencia de la gracia divina.

La opinión de los filósofos

Los filósofos enseñan que la razón reside en el entendimiento, y que esta es la guía que debe alumbrar nuestras decisiones y dirigir nuestras voluntades. Creen que la razón tiene suficiente luz divina para aconsejar y ordenar lo que es correcto. Al contrario, consideran que la parte sensual del ser humano está llena de ignorancia y corrupción, y solo puede ser controlada por la razón. Según ellos, la voluntad humana, que actúa como intermediaria entre la razón y la sensualidad, tiene la libertad de obedecer a la razón o sucumbir a la sensualidad. En resumen, los filósofos afirman que las virtudes y los vicios dependen de la voluntad humana, y que esta es libre para elegir entre el bien y el mal.

La perplejidad de los filósofos

Aunque los filósofos reconocen la dificultad de mantener la razón como reina sobre la voluntad, también admiten que, una vez que la sensualidad ha tomado el control, es extremadamente difícil revertir esa situación. Comparan la mente humana a un caballo desbocado que ha arrojado a su jinete. Aun así, creen que la voluntad es libre y que, por tanto, el hombre es responsable de sus acciones. Esto les lleva a la idea de que, aunque Dios puede haber otorgado la vida, la vida virtuosa es mérito exclusivo del ser humano.

Los Padres antiguos siguieron excesivamente a los filósofos

Algunos de los antiguos Padres de la Iglesia adoptaron las ideas de los filósofos más de lo deseable. Al hacerlo, buscaban evitar las burlas de los paganos y evitar que el hombre se hundiera en la indolencia, pensando que no tenía control sobre su destino. Por ejemplo, san Crisóstomo afirmaba que, aunque Dios ayuda al ser humano a hacer el bien, este también debe poner de su parte para obtener la gracia. Esta tendencia a mezclar la doctrina cristiana con las ideas filosóficas llevó a una confusión y oscuridad en la enseñanza sobre la libertad humana.

5. Definiciones antiguas del libre albedrío

Las definiciones del libre albedrío propuestas por los Padres antiguos variaban considerablemente. San Agustín, por ejemplo, definía el libre albedrío como la facultad de la voluntad que, con la gracia de Dios, podía escoger el bien, y sin ella, el mal. Otros autores, como san Anselmo, añadieron que el libre albedrío era una facultad para guardar la rectitud. Sin embargo, los escolásticos tomaron estas ideas y las desarrollaron más allá, tratando de establecer una definición más clara, aunque en su esfuerzo por explicar el concepto terminaron complicándolo aún más.

La gracia cooperante de los escolásticos

Los escolásticos desarrollaron la idea de que el hombre necesita dos tipos de gracia para hacer el bien: una que obra en el ser humano para que quiera el bien y otra que le ayuda a realizarlo. Sin embargo, algunos interpretaron esto como una sugerencia de que el hombre, por sí solo, puede desear el bien, aunque no logre alcanzarlo sin la ayuda divina. Esta ambigüedad dio lugar a ideas erróneas sobre la capacidad humana de cooperar con la gracia de Dios.

La expresión "libre albedrío" es desafortunada y peligrosa

Calvino critica la expresión "libre albedrío" por su arrogancia y porque induce a error, haciendo creer que el ser humano tiene un control que realmente no posee. Si el hombre es esclavo del pecado, llamar a su voluntad "libre" es una contradicción. Según Calvino, esta expresión debería abandonarse por completo, ya que no refleja adecuadamente la realidad de la servidumbre humana al pecado.

La correcta opinión de san Agustín

San Agustín afirmaba que el libre albedrío del ser humano quedó esclavizado al pecado después de la caída. El ser humano, por lo tanto, no tiene libertad real hasta que es liberado por la gracia de Dios. San Agustín se burlaba de la idea de un libre albedrío que, en realidad, es esclavo del pecado, y afirmaba que solo la gracia podía liberar al ser humano y darle la capacidad de obrar el bien.

Renunciemos al uso de un término tan enojoso

Calvino sugiere que sería beneficioso para la Iglesia abandonar la expresión "libre albedrío", ya que ha causado mucha confusión. Aunque algunos Padres de la Iglesia usaron este término, la enseñanza clara de las Escrituras es que el ser humano, sin la gracia divina, está completamente esclavizado por el pecado y no tiene capacidad para obrar el bien por sí mismo. La verdadera libertad se encuentra únicamente en la regeneración a través del Espíritu de Dios.



Capítulo III: El hombre natural es corrompido y carnal según la Escritura

La Escritura describe al hombre natural como carne, destacando que todo lo que nace de la carne no puede ser otra cosa más que carne, y por tanto, está en enemistad con Dios. Pablo refuerza esta idea afirmando que la mente carnal no se sujeta ni puede sujetarse a la Ley de Dios. Cristo enseña que es necesario nacer de nuevo para dejar de ser carne, lo cual implica una renovación total, no parcial, del ser humano.

El corazón del hombre es vicioso y vacío de todo bien
El corazón del hombre es engañoso y perverso, lo que lo coloca en una posición de condenación. Pablo menciona que no hay justo ni uno, y que todos se han apartado de Dios, demostrando así que la naturaleza humana está completamente corrompida. Esta corrupción no es una cuestión de malas costumbres de un tiempo o lugar, sino una condición inherente a todos los descendientes de Adán.

Los paganos no tienen virtud sin la gracia de Dios
Aunque algunos paganos han mostrado virtudes y han vivido de manera honesta, estas virtudes no provienen de una bondad natural sino de la gracia de Dios, quien en su providencia refrena la perversidad de la naturaleza humana. Si el hombre fuera dejado a sus propios deseos, no habría límite a la maldad que manifestaría. A pesar de sus aparentes buenas acciones, estas no pueden salvar al hombre sin la gracia regeneradora de Dios.

Sin el deseo de glorificar a Dios, todas las virtudes quedan mancilladas
Las virtudes humanas, por más loables que parezcan, están contaminadas si no se orientan a la gloria de Dios. Incluso las personas más admiradas por su integridad caen en la ambición y el orgullo, lo que despoja a sus virtudes de valor real ante Dios. Sin el temor de Dios y el deseo de glorificarlo, todas las buenas acciones se vuelven inútiles para la justicia divina.

El hombre natural está despojado de toda sana voluntad
La voluntad del hombre, bajo el dominio del pecado, no puede por sí misma inclinarse al bien. Aunque el hombre conserva la capacidad de querer, su voluntad está corrompida y solo puede querer lo malo sin la intervención de la gracia divina. Esta necesidad de la gracia para querer y hacer el bien ha sido una enseñanza constante desde los primeros doctores de la Iglesia, como San Agustín, quien refuerza que la gracia no solo ayuda, sino que transforma completamente la voluntad.

Capítulo IV: Cómo obra Dios en el corazón de los hombres

Introducción
El hombre está bajo el yugo del pecado, lo que le impide desear el bien de manera natural. Se ha demostrado que el pecado, aunque inevitable, es voluntario. Sin embargo, queda por explicar cómo el hombre, bajo la influencia de Satanás, parece ser gobernado por este. También se abordará si Dios tiene alguna intervención en las malas acciones, como sugiere la Escritura.

En qué se distingue la obra de Dios dentro de un mismo acto, de la de Satanás y de los malvados
Un ejemplo es el daño causado a Job por los caldeos. Aunque los caldeos cometieron el robo, la historia revela que Satanás estuvo detrás de sus actos, y Job confesó que todo era obra de Dios. Para entender esto, es importante diferenciar el propósito de Dios, que era probar la paciencia de Job, del de Satanás, que buscaba su desesperación, y del de los caldeos, que querían enriquecerse.

La acción de Dios no equivale a su presciencia o permisión
Algunos teólogos antiguos evitan admitir que Dios interviene directamente en los pecados, pero la Escritura muestra que la acción de Dios va más allá de la simple presciencia. Dios no solo permite el mal, sino que también lo dirige en ciertos casos para castigar pecados pasados. Esto implica que Dios endurece corazones y guía a los hombres hacia sus designios.

Dios castiga a los hombres, ya privándolos de Su luz, ya entregando su corazón a Satanás
Dios ciega y endurece a los hombres al privarlos de Su luz, como con el faraón, a quien entregó a Satanás para que se obstinara en su rebeldía. También endureció a los pueblos que se opusieron a Israel, y los llevó a actuar en contra de su propia conveniencia.

Dios se sirve también de Satanás
Satanás actúa como instrumento de Dios cuando incita a los malvados a cumplir con los designios divinos. Esto se ilustra con el ejemplo de Saúl, atormentado por un "espíritu malo de parte de Jehová", lo cual muestra cómo Satanás actúa bajo la dirección de Dios.

La libertad del hombre en los actos ordinarios de la vida está sometida a la providencia de Dios
Incluso en los actos comunes, la voluntad del hombre está bajo la providencia divina. Dios guía los corazones de los hombres, como en el caso de los egipcios que entregaron sus bienes a los hebreos. La Escritura enseña que Dios no solo permite que sucedan ciertas cosas, sino que también inclina la voluntad de los hombres hacia sus propósitos.

La intervención divina en casos particulares demuestra el dominio de Dios sobre la voluntad humana
Los ejemplos de la Escritura prueban que Dios inclina y mueve la voluntad de los hombres según su propósito, tanto en casos particulares como generales. La voluntad del hombre no está libre del dominio de Dios, incluso en asuntos que parecen externos o insignificantes.

Un mal argumento contra el libre albedrío
El libre albedrío no debe juzgarse por los resultados externos, sino por la capacidad interna del hombre para discernir entre el bien y el mal. Aunque las circunstancias externas puedan limitar las acciones del hombre, su libertad reside en la capacidad de elegir el bien o el mal.

Capítulo V: Se refutan las objeciones en favor del libre albedrío

Aunque por necesidad, pecamos voluntariamente
Se argumenta que si el pecado es necesario, ya no es pecado, y si es voluntario, se puede evitar. Esta objeción, utilizada por Pelagio contra San Agustín, no es válida. El pecado sigue siendo imputado porque la necesidad proviene de la corrupción de la naturaleza humana, no de su creación. Aunque el pecado es necesario, no deja de ser voluntario.

Refutación de la eliminación del mérito si no existe el libre albedrío
Algunos temen que sin libre albedrío no habría mérito. Sin embargo, San Pablo deja claro que los méritos no dependen de nuestras acciones, sino de la misericordia de Dios. Dios remunera las gracias que nos otorga, como si fueran méritos propios.

La elección de Dios hace que ciertos hombres sean buenos
Se objeta que si el libre albedrío no existiera, todos serían buenos o malos por igual. Sin embargo, es la elección de Dios la que distingue a los hombres, salvando a algunos y dejando a otros en su maldad. La perseverancia es un don de Dios que no todos reciben.

Las exhortaciones a vivir bien son necesarias
Se argumenta que las exhortaciones serían inútiles si el hombre no tuviera poder para obedecer. San Agustín responde que las exhortaciones nos muestran lo que debemos hacer, nos hacen conscientes de nuestra culpa y nos conducen a invocar a Dios, quien nos da la gracia para cumplir lo mandado.

Las exhortaciones hacen inexcusables a los obstinados
Las exhortaciones de Dios, aunque ignoradas por los impíos, sirven para acusarlos y hacerlos más inexcusables ante el juicio de Dios. Para los creyentes, estas exhortaciones son instrumentos que preparan sus corazones para obedecer a Dios.

La Ley y los mandamientos
Los adversarios argumentan que los mandamientos están proporcionados a nuestras fuerzas. Sin embargo, la Ley nos muestra nuestra incapacidad y nos conduce a depender de la gracia de Dios. La Ley no es una regla que podamos cumplir por nuestras propias fuerzas, sino que nos señala nuestra debilidad.

La Ley contiene también promesas de gracia
Además de los mandamientos, la Ley incluye promesas que nos recuerdan que solo podemos obedecer mediante la gracia de Dios. No es nuestra fuerza, sino su bondad la que nos capacita para cumplir lo que nos manda.

Dios nos manda convertirnos y nos convierte
Dios manda la conversión, pero también es Él quien circuncida los corazones y los renueva. San Agustín enseña que lo que Dios manda no lo hacemos por nuestro libre albedrío, sino por su gracia.

Zacarías 1:3 no prueba el libre albedrío
El versículo "volveos a mí, y yo me volveré a vosotros" no implica que el hombre tenga el poder de convertirse por sí mismo. La conversión de Dios se refiere a su favor y su gracia, no a un acto humano independiente.

Las promesas de la Escritura están dadas a propósito
Las promesas de Dios no son crueles ni injustas, aunque los hombres no puedan cumplirlas por sí mismos. Ellas están destinadas a despertar en los fieles el deseo de la gracia y a mostrar a los impíos su necesidad de conversión.

Los reproches de la Escritura no son vanos
Los reproches de Dios a su pueblo no son injustos. Aunque el hombre esté sometido al pecado, sigue siendo responsable de su maldad. Los pecadores, por su obstinación, son merecidamente castigados por Dios.

Explicación de Deuteronomio 30:11-14
El pasaje de Deuteronomio que dice que los mandamientos no son difíciles de cumplir se refiere al pacto de misericordia, no a la Ley en sí. Moisés no habla solo de los mandamientos, sino también de las promesas de gracia que hacen posible la obediencia.

Para humillarnos y para que nos arrepintamos con su gracia, Dios a veces nos retira temporalmente sus favores
Dios a veces retira su gracia para que el hombre se humille y busque su rostro. Sin embargo, esta retirada no implica que el hombre tenga la capacidad de volver por sí mismo, sino que muestra la necesidad de la gracia divina.

Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia
Aunque se dice que hacemos buenas obras, esto no significa que tengamos una capacidad natural para hacer el bien. Todo lo que hacemos proviene de la gracia de Dios, quien, en su liberalidad, nos concede las obras buenas como si fueran nuestras.

Por la gracia hacemos las obras que el Espíritu de Dios hace en nosotros
La regeneración es obra del Espíritu Santo, que corrige y mueve la voluntad del hombre hacia el bien. Aunque el hombre actúa, todo lo que realiza proviene de la gracia de Dios, quien le capacita para hacer el bien.

Génesis 4:7
El versículo "a ti será su deseo y tú te enseñorearás de él" se refiere a Abel, no al pecado. Dios no promete a Caín victoria sobre el pecado, sino que le advierte de su deber de dominar su envidia. Este pasaje no prueba el libre albedrío.

Romanos 9:16
El pasaje de Romanos "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" demuestra que la salvación no depende de nuestros esfuerzos, sino de la misericordia de Dios.

Eclesiástico 15:14-17
Aunque se argumente que el hombre fue creado con libre albedrío, esto no se aplica a su naturaleza corrompida por el pecado. El hombre perdió esa libertad y ahora necesita la gracia de Dios para hacer el bien.

Lucas 10:30
La parábola del buen samaritano no prueba que el hombre conserve parte de su vida espiritual tras la caída. La Escritura enseña que el hombre está completamente muerto en sus pecados y necesita la gracia para ser vivificado.


Capítulo VI

El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar su redención en cristo

Desde la caída de Adán, toda la humanidad quedó corrompida, y la nobleza humana, que en principio teníamos, se perdió completamente. Este conocimiento de Dios como Creador sería inútil si no tuviéramos a Cristo como Redentor. Desde entonces, no podemos acercarnos a Dios sin Cristo como nuestro Mediador, ya que, como Jesucristo lo dijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Es incorrecto pensar que el conocimiento de Dios como Creador basta para salvarnos sin la gracia de Cristo. Jesús mismo enseñó que sólo a través de Él, como Mediador, podemos encontrar salvación.

Los intentos de adorar a Dios sin la mediación de Cristo están condenados al fracaso. Jesús dijo a la samaritana: "Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos", lo que implica que todas las religiones de los gentiles, sin el Redentor prometido, estaban alejadas de la verdadera adoración de Dios. San Pablo también explica que los gentiles estuvieron "sin Dios y sin esperanza" antes de Cristo. Además, San Juan enseña que la vida estuvo desde el principio en Cristo, y sin Él no podemos tener acceso al Padre. Por lo tanto, la salvación solo es posible a través de Cristo, ya que Él es la vida y la puerta hacia la vida eterna.

Dios nunca ha sido propicio a los hombres sin Cristo como Mediador. Incluso en el Antiguo Testamento, los sacrificios apuntaban hacia la obra de expiación que Jesucristo realizaría. Las bendiciones que Dios prometió a su pueblo siempre estuvieron fundamentadas en Cristo. Aunque Dios incluyó a todos los descendientes de Abraham en su pacto, San Pablo aclara que la verdadera descendencia de Abraham se refiere a Cristo. No todos los descendientes carnales de Abraham son considerados parte de su simiente; sólo aquellos que están en Cristo participan en las bendiciones del pacto.

Es evidente que desde los tiempos del Antiguo Testamento, la elección y la adopción del pueblo de Dios dependían de Cristo como Mediador. Por ejemplo, Ana, madre de Samuel, en su cántico menciona la exaltación del "ungido" de Dios, refiriéndose a Cristo. De igual forma, David y su linaje fueron una prefiguración del reino eterno de Cristo. A pesar de las divisiones y la caída del reino de David, Dios mantuvo su promesa de perpetuar este linaje por amor a David, promesa que se cumplió plenamente en Jesucristo.

La salvación de la Iglesia siempre ha dependido de Cristo. Los fieles del Antiguo Testamento confiaban en que Dios cumpliría su promesa de enviar un Redentor, y esta esperanza se reflejaba en las palabras de los profetas. A pesar de las tribulaciones que sufría el pueblo de Dios, como la dispersión y la cautividad, los profetas reiteraban la promesa del establecimiento del reino de David, que hallaría su plenitud en Cristo. Jeremías, por ejemplo, al hablar de la restauración de Israel, se refiere a un "Renuevo justo" de la casa de David, mientras que Ezequiel menciona la instauración de un pastor único sobre el pueblo, una clara referencia a Cristo. Estos pasajes muestran cómo la esperanza del pueblo de Dios siempre estuvo centrada en Cristo.

Los profetas dirigían continuamente a los judíos hacia la esperanza en Cristo, recordándoles que su liberación dependería de la llegada del Mesías. Incluso después de haber caído en profundas tribulaciones, los judíos no podían olvidar que Dios, según su promesa a David, enviaría un Redentor que los salvaría. Esta expectativa estaba tan arraigada en el pueblo que cuando Cristo entró en Jerusalén antes de su crucifixión, los niños cantaban "Hosanna al hijo de David", lo que reflejaba la fe común en que la liberación vendría a través de Cristo.

Dios no puede ser conocido plenamente sin Cristo. Por eso, Cristo enseñó a sus discípulos que creyeran en Él para poder creer perfectamente en Dios. La majestad de Dios está demasiado alta para que los hombres mortales, limitados por su naturaleza, puedan alcanzarla por sí mismos. Cristo es llamado “la imagen del Dios invisible” porque solo a través de Él podemos conocer verdaderamente a Dios. Aunque los escribas de los judíos distorsionaron las enseñanzas de los profetas, Cristo siempre fue presentado como el único camino para la salvación, tanto en la Ley como en los Profetas. Por eso San Pablo afirma que "el fin de la Ley es Cristo".

El primer grado de la piedad consiste en conocer que Dios es nuestro Padre, y esto solo es posible mediante Cristo. Es imposible llegar al conocimiento verdadero de Dios sin Él. Desde el principio del mundo, Cristo fue presentado a los elegidos para que pusieran su confianza en Él. Sin Cristo, cualquier intento de conocer a Dios está destinado al fracaso, como se ve en ejemplos de pueblos que, aunque afirmaban adorar al Creador, cayeron en supersticiones debido a su rechazo de Cristo. Por tanto, es necesario reconocer que solo en Cristo podemos conocer a Dios como Padre y obtener la salvación.


Capítulo VII:

El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar su redención en cristo

 

Al Dios creador no se le conoce más que en Cristo redentor

Desde la caída de Adán, toda la humanidad quedó corrompida, y la nobleza humana, que en principio teníamos, se perdió completamente. Este conocimiento de Dios como Creador sería inútil si no tuviéramos a Cristo como Redentor. Desde entonces, no podemos acercarnos a Dios sin Cristo como nuestro Mediador, ya que, como Jesucristo lo dijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Es incorrecto pensar que el conocimiento de Dios como Creador basta para salvarnos sin la gracia de Cristo. Jesús mismo enseñó que sólo a través de Él, como Mediador, podemos encontrar salvación.

Los intentos de adorar a Dios sin la mediación de Cristo están condenados al fracaso. Jesús dijo a la samaritana: "Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos", lo que implica que todas las religiones de los gentiles, sin el Redentor prometido, estaban alejadas de la verdadera adoración de Dios. San Pablo también explica que los gentiles estuvieron "sin Dios y sin esperanza" antes de Cristo. Además, San Juan enseña que la vida estuvo desde el principio en Cristo, y sin Él no podemos tener acceso al Padre. Por lo tanto, la salvación solo es posible a través de Cristo, ya que Él es la vida y la puerta hacia la vida eterna.

 

Dios no ha sido propicio al antiguo Israel más que en Cristo, el Mediador

Dios nunca ha sido propicio a los hombres sin Cristo como Mediador. Incluso en el Antiguo Testamento, los sacrificios apuntaban hacia la obra de expiación que Jesucristo realizaría. Las bendiciones que Dios prometió a su pueblo siempre estuvieron fundamentadas en Cristo. Aunque Dios incluyó a todos los descendientes de Abraham en su pacto, San Pablo aclara que la verdadera descendencia de Abraham se refiere a Cristo. No todos los descendientes carnales de Abraham son considerados parte de su simiente; sólo aquellos que están en Cristo participan en las bendiciones del pacto.

Es evidente que desde los tiempos del Antiguo Testamento, la elección y la adopción del pueblo de Dios dependían de Cristo como Mediador. Por ejemplo, Ana, madre de Samuel, en su cántico menciona la exaltación del "ungido" de Dios, refiriéndose a Cristo. De igual forma, David y su linaje fueron una prefiguración del reino eterno de Cristo. A pesar de las divisiones y la caída del reino de David, Dios mantuvo su promesa de perpetuar este linaje por amor a David, promesa que se cumplió plenamente en Jesucristo.

Cristo, fundamento del pacto, consuelo prometido a los afligidos

La salvación de la Iglesia siempre ha dependido de Cristo. Los fieles del Antiguo Testamento confiaban en que Dios cumpliría su promesa de enviar un Redentor, y esta esperanza se reflejaba en las palabras de los profetas. A pesar de las tribulaciones que sufría el pueblo de Dios, como la dispersión y la cautividad, los profetas reiteraban la promesa del establecimiento del reino de David, que hallaría su plenitud en Cristo. Jeremías, por ejemplo, al hablar de la restauración de Israel, se refiere a un "Renuevo justo" de la casa de David, mientras que Ezequiel menciona la instauración de un pastor único sobre el pueblo, una clara referencia a Cristo. Estos pasajes muestran cómo la esperanza del pueblo de Dios siempre estuvo centrada en Cristo.

Los profetas dirigían continuamente a los judíos hacia la esperanza en Cristo, recordándoles que su liberación dependería de la llegada del Mesías. Incluso después de haber caído en profundas tribulaciones, los judíos no podían olvidar que Dios, según su promesa a David, enviaría un Redentor que los salvaría. Esta expectativa estaba tan arraigada en el pueblo que cuando Cristo entró en Jerusalén antes de su crucifixión, los niños cantaban "Hosanna al hijo de David", lo que reflejaba la fe común en que la liberación vendría a través de Cristo.

Dios enseña a los judíos desde siempre a esperar en Cristo

Dios no puede ser conocido plenamente sin Cristo. Por eso, Cristo enseñó a sus discípulos que creyeran en Él para poder creer perfectamente en Dios. La majestad de Dios está demasiado alta para que los hombres mortales, limitados por su naturaleza, puedan alcanzarla por sí mismos. Cristo es llamado “la imagen del Dios invisible” porque solo a través de Él podemos conocer verdaderamente a Dios. Aunque los escribas de los judíos distorsionaron las enseñanzas de los profetas, Cristo siempre fue presentado como el único camino para la salvación, tanto en la Ley como en los Profetas. Por eso San Pablo afirma que "el fin de la Ley es Cristo".

El primer grado de la piedad consiste en conocer que Dios es nuestro Padre, y esto solo es posible mediante Cristo. Es imposible llegar al conocimiento verdadero de Dios sin Él. Desde el principio del mundo, Cristo fue presentado a los elegidos para que pusieran su confianza en Él. Sin Cristo, cualquier intento de conocer a Dios está destinado al fracaso, como se ve en ejemplos de pueblos que, aunque afirmaban adorar al Creador, cayeron en supersticiones debido a su rechazo de Cristo.

Capítulo VII

La ley fue dada, no para retener en sí misma al pueblo antiguo, sino para alimentar la esperanza de la salvación que debía tener en jesucristo, hasta que viniera

 

La religión mosaica, fundada sobre el pacto de la gracia, apuntaba hacia Jesucristo

La Ley, dada siglos después de la muerte de Abraham, no fue entregada para apartar a los elegidos de Cristo, sino para mantenerlos en esperanza hasta su venida. El propósito de la Ley incluía no solo los diez mandamientos, sino todo el sistema ceremonial de la religión. Aunque Moisés no anuló el pacto hecho con Abraham, constantemente les recordaba la promesa gratuita hecha a sus antepasados, preparando a los judíos para el cumplimiento en Cristo. Las ceremonias, aparentemente vanas si se consideraran solo como actos rituales, tenían un significado espiritual profundo que señalaba a Cristo. Las profecías de Esteban y las cartas a los Hebreos destacan que todo el sistema ceremonial debía seguir el modelo espiritual dado por Dios.

Los sacrificios, las aspersiones y el tabernáculo no eran en sí mismos el fin de la adoración, sino medios para dirigir a los creyentes hacia realidades espirituales más elevadas. Este sistema no estaba vacío de Cristo, pues apuntaba a la reconciliación que solo Él podía realizar. Por tanto, aunque los sacrificios y ritos parecieran simples actos externos, su significado profundo revelaba la gracia y la futura obra redentora de Cristo.

La Ley moral y ritual era un pedagogo que conducía a Cristo

El reino de David y el sacerdocio levítico, ambos establecidos por la Ley, también apuntaban a Cristo. Los judíos, al estar sometidos a la Ley, estaban bajo la disciplina de un maestro que los guiaba hacia el futuro cumplimiento de las promesas en Cristo. Aunque los sacrificios diarios continuaban, los profetas como Isaías y Daniel anunciaban que el verdadero sacrificio vendría con el Mesías.

San Pablo explica que la Ley era un maestro que guiaba al pueblo hacia la llegada de Cristo, la "semilla" prometida. Aunque los judíos no podían cumplir perfectamente la Ley, esta tenía un propósito redentor al exponer sus pecados y su necesidad de un Salvador. La Ley, con sus mandamientos y ceremonias, fue establecida para guiar a los creyentes hacia Cristo, quien es el cumplimiento perfecto de la Ley.

La Ley moral hace surgir la maldición

La Ley moral, por sí sola, es incapaz de justificar a los hombres, ya que nadie puede cumplirla perfectamente. Moisés proclamó que la obediencia perfecta a la Ley traería vida eterna, pero también que la desobediencia llevaría a la maldición. Sin embargo, como la naturaleza humana es incapaz de cumplir la Ley en su totalidad, los hombres quedan condenados por la misma Ley que promete la vida.

Esta debilidad de la Ley resalta la necesidad de la gracia y la fe en Cristo. Aunque la Ley expone la justicia de Dios, también revela la incapacidad humana de alcanzarla sin la ayuda de Cristo, quien nos libera de la maldición de la Ley y nos concede la salvación.

Sin embargo, las promesas de la Ley no son inútiles.

Las promesas de la Ley, aunque condicionales, no son inútiles. Ellas señalan la necesidad de la gracia divina y llevan a los hombres a buscar el perdón y la redención en Cristo. Aunque los hombres no pueden cumplir perfectamente los mandamientos, Dios, en su bondad, acepta la obediencia imperfecta de los fieles por medio de la fe.

Así, las promesas de la Ley siguen siendo eficaces, ya que apuntan a la misericordia de Dios en Cristo, quien cumple por nosotros lo que no podemos cumplir por nuestras propias fuerzas.

Nadie puede cumplir la Ley

Es imposible para los hombres cumplir completamente la Ley, ya que el amor perfecto a Dios, que requiere toda la Ley, no se puede alcanzar en esta vida. La concupiscencia humana impide que los hombres logren la perfección moral que la Ley demanda. Esto lo confirma la experiencia, la Escritura y la enseñanza de la Iglesia. Salomón, David, Job, y San Pablo testifican que nadie puede vivir sin pecado y que la Ley revela nuestra incapacidad para alcanzarla.

La Ley, entonces, sirve para mostrar a los hombres su pecado y la necesidad de un Salvador. Cristo, al asumir nuestra naturaleza y cumplir la Ley, nos libera de la maldición de la misma, y nos otorga la salvación.

Los tres usos de la Ley moral

La Ley moral tiene tres funciones principales:

Primero, revela la justicia de Dios y nuestra injusticia, haciéndonos conscientes de nuestra propia miseria y necesidad de la gracia. Segundo, actúa como un freno para los malvados, limitando el pecado y promoviendo el orden en la sociedad. Tercero, instruye a los creyentes en la voluntad de Dios, ayudándoles a conformarse a su ley.

Este triple uso de la Ley es esencial para la vida cristiana, ya que nos guía, corrige y fortalece en nuestro camino hacia Dios.


La Ley hace abundar para todos el pecado, la condenación y la muerte

La Ley, como un espejo, refleja nuestras debilidades y pecados, mostrándonos que no podemos cumplirla por nuestras propias fuerzas. A través de la Ley, conocemos nuestra condenación, ya que todos estamos bajo su maldición. San Pablo enseña que la Ley es un ministerio de muerte, ya que muestra nuestra iniquidad sin ofrecer el remedio final, que solo se encuentra en Cristo.

La Ley nos lleva de esa manera a recurrir a la gracia

La Ley nos empuja hacia la gracia, ya que revela nuestra incapacidad para salvarnos a nosotros mismos. Al ser conscientes de nuestra condenación bajo la Ley, nos vemos obligados a recurrir a la misericordia de Dios en Cristo. Este es el verdadero propósito de la Ley: llevarnos a la gracia que se nos ofrece en el Evangelio.

La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas

Para aquellos que no han sido regenerados por el Espíritu, la Ley actúa como un freno, limitando el pecado a través del temor a las consecuencias. Aunque este temor no transforma el corazón, sirve para mantener el orden y evitar el caos. Sin embargo, para los hijos de Dios, la Ley actúa como una guía hacia la verdadera piedad, preparando sus corazones para la obediencia.

La Ley moral revela la voluntad de Dios a los creyentes

Para los creyentes, la Ley es una guía continua hacia el conocimiento de la voluntad de Dios. Aunque el Espíritu Santo les guía, la Ley escrita sigue siendo útil para que crezcan en la obediencia y el conocimiento de Dios. La Ley también les exhorta a la santidad, recordándoles constantemente su deber de vivir conforme a la voluntad de Dios.

Error de los antinomistas

Algunos rechazan la Ley por completo, alegando que es innecesaria para los cristianos. Sin embargo, esto es un error, ya que la Ley sigue siendo una guía para la vida piadosa, incluso después de la venida de Cristo. La Ley no ha sido abolida en cuanto a su función de instruirnos en la justicia, sino que sigue siendo válida para todos los tiempos y épocas.

 

En Cristo queda abolida la maldición de la Ley, pero la obediencia permanece

Cristo ha abolido la maldición de la Ley, pero no su exigencia de obediencia. Los creyentes están liberados de la condenación de la Ley, pero siguen llamados a obedecerla, no para ganar su salvación, sino como respuesta a la gracia de Dios. La Ley, entonces, sigue siendo útil para exhortar a los fieles a la santidad y a conformarse a la voluntad de Dios.


Capítulo VIII: Exposición de la Ley Moral o los Mandamientos

El Capítulo VIII presenta una exposición detallada de los Diez Mandamientos, fundamentada en la importancia de la Ley Moral y su continuidad a lo largo del tiempo, incluso después de la venida de Cristo. Este texto resalta que la Ley no solo fue entregada a los judíos, sino que continúa siendo relevante para los creyentes de todas las épocas, pues refleja la justicia perfecta de Dios y su voluntad para la humanidad.

En la primera parte del capítulo, se expone la razón de la Ley: Dios la entregó para que los hombres puedan comprender la magnitud de su justicia y la incapacidad humana de cumplirla plenamente por sus propios medios. Este reconocimiento lleva a los hombres a buscar un Mediador que los libere de la condena, al tiempo que la Ley revela la necesidad de una mayor reverencia hacia Dios y humildad ante su santidad. Aquí, el autor subraya la imposibilidad de que el ser humano viva conforme a la justicia de Dios sin su intervención y gracia, lo que genera un sentimiento de dependencia de la misericordia divina.

La estructura de la Ley se divide en dos tablas: la primera trata de los mandamientos que rigen nuestra relación con Dios, y la segunda los que regulan las relaciones entre los hombres. En este sentido, se enfatiza que la justicia y la religión están íntimamente relacionadas, ya que no es posible ser justo sin tener una relación correcta con Dios. La Ley, por tanto, no es solo un conjunto de reglas morales, sino una expresión de la justicia divina que abarca tanto lo exterior (las acciones) como lo interior (los pensamientos y deseos). Aquí, el autor señala que los pensamientos también son actos ante Dios, ya que su Ley es espiritual y demanda pureza tanto externa como interna.

El análisis de los Diez Mandamientos profundiza en cada uno de ellos, mostrando no solo lo que prohíben, sino también lo que exigen positivamente. En el primer mandamiento, la exclusividad de Dios como objeto de adoración se presenta como fundamental para una relación correcta con Él. En el segundo mandamiento, se condena toda forma de idolatría y se establece que Dios no debe ser representado materialmente, ya que esto disminuye su gloria. El tercer mandamiento trata sobre el respeto que debe tenerse al nombre de Dios, prohibiendo su uso vano, como el perjurio o cualquier juramento innecesario.

El cuarto mandamiento subraya la importancia del descanso sabático como un momento para la adoración y el descanso espiritual. Aunque el sábado ceremonial ha sido cumplido en Cristo, el principio de un día de reposo sigue siendo relevante, ya que los seres humanos necesitan un tiempo dedicado a Dios. El quinto mandamiento, por su parte, refuerza la importancia de la obediencia y el respeto hacia los padres, extendiendo este respeto a todas las autoridades legítimas, mientras que el sexto mandamiento va más allá de prohibir el asesinato físico, incluyendo cualquier forma de odio o daño contra el prójimo.

El sexto mandamiento, "No matarás", según la interpretación del autor, tiene como fin la preservación de la vida humana y la promoción del bienestar de los demás. Dios, al haber creado a la humanidad como una unidad, demanda que cada persona se preocupe por la vida y la integridad de su prójimo. Este mandamiento no solo prohíbe la violencia física, sino también todo acto que pueda causar daño al cuerpo del prójimo. El principio detrás del mandamiento es el de ayudar y proteger al prójimo en todas las formas posibles, tanto en su vida física como espiritual.

En cuanto al sentido espiritual del mandamiento, se aclara que no basta con evitar el homicidio físico, sino que también se prohíbe el odio y la ira, pues estos son homicidios de corazón. El corazón es el lugar donde se concibe el mal, y por tanto, es necesario erradicar el odio y cualquier deseo de dañar al prójimo, ya que el odio es visto como un equivalente al homicidio. El autor cita a Jesús en el Evangelio de Mateo, señalando que incluso insultar o menospreciar a alguien es visto como una forma de homicidio moral, exponiendo al culpable a la condena.

Además, el autor introduce una reflexión sobre la dignidad del ser humano al sostener que el hombre es creado a imagen de Dios y que, por lo tanto, atacar o dañar al prójimo es una ofensa contra la imagen divina. Además, el prójimo es parte de la "carne" común de la humanidad, lo que implica que cuidarlo es una obligación que nos concierne a todos. El autor también sugiere que la falta de acción en la protección del prójimo, tanto física como espiritualmente, es una forma de violar este mandamiento.

Por último, se resalta la importancia de la rectitud interna, ya que el mandamiento no solo aborda el acto físico del homicidio, sino también el deseo de dañar. La caridad y el amor hacia el prójimo deben prevalecer, no solo para asegurar su bienestar físico, sino también para promover su bien espiritual, algo que es de gran valor ante los ojos de Dios.

Este pasaje sobre el Séptimo Mandamiento aborda varios aspectos sobre la conducta humana y las relaciones. En primer lugar, se destaca la importancia de mantener una vida moralmente pura, libre de deseos desordenados o comportamientos que denigren el cuerpo. Se señala que no solo las acciones externas como el adulterio son condenadas, sino también los pensamientos y deseos lujuriosos. La pureza no es solo una cuestión física, sino también interna, lo que exige un control sobre las inclinaciones del corazón y la mente.

Octavo Mandamiento: "No hurtarás"

El análisis del Octavo Mandamiento enfatiza que este mandamiento busca garantizar que cada persona reciba lo que le corresponde. No se trata solo de abstenerse de robar físicamente, sino también de evitar cualquier tipo de fraude, engaño o comportamiento que pueda perjudicar a otro en sus bienes. El mandamiento también llama a la justicia en las transacciones económicas, señalando que tanto la violencia como la astucia y el engaño son formas de hurto. Se insta a actuar con rectitud y caridad cristiana, y a no utilizar medios fraudulentos para obtener lo que pertenece a otros.

Además, se menciona que este mandamiento no se limita solo a los bienes materiales, sino también a las responsabilidades que tenemos hacia los demás. Por ejemplo, un trabajador que no cumple con sus obligaciones está, en cierto modo, "robando" a su empleador. La verdadera observancia de este mandamiento implica estar satisfechos con lo que se tiene y no buscar enriquecerse a expensas de otros.

Nono Mandamiento: "No hablarás contra tu prójimo falso testimonio"

Este mandamiento tiene como propósito proteger la verdad y la justicia en las relaciones humanas. Se condena la mentira y el engaño, y se insta a no difamar ni calumniar a los demás. El mandamiento no solo prohíbe el falso testimonio en un tribunal, sino también cualquier tipo de conversación que pueda dañar la reputación de alguien.

El texto señala que la maledicencia y la calumnia son vicios muy comunes en la vida cotidiana, y que el simple hecho de escuchar o propagar rumores o mentiras sobre alguien ya es una forma de transgresión. Se destaca la importancia de actuar siempre con caridad, tanto en lo que se dice como en lo que se escucha, y de no participar en la propagación de chismes o difamaciones.

Décimo Mandamiento: "No codiciarás"

Este mandamiento prohíbe no solo los actos externos de codicia, sino también los deseos internos de apropiarse de lo que pertenece a otros. Se trata de un mandato que busca regular los pensamientos y deseos del corazón, para que no se vean influenciados por la envidia o la ambición desmedida. Dios pide que todas nuestras facultades y pensamientos estén orientados al amor y la caridad hacia los demás, y que no se permita que los malos deseos tomen control del corazón.

Se hace una distinción entre el "intento" y la "concupiscencia": el intento se refiere a un propósito deliberado de cometer un mal, mientras que la concupiscencia es el deseo de hacer algo indebido, incluso si no se llega a materializar. Ambos son condenados, ya que el deseo por sí solo ya es una violación del mandamiento. El texto concluye que el mandamiento llama a una integridad interna, donde incluso los pensamientos deben estar alineados con el amor hacia los demás y alejados de cualquier tipo de codicia.

Por otro lado, el texto resalta la institución del matrimonio como un remedio para las necesidades humanas, tanto físicas como emocionales. Se ve el matrimonio como una solución legítima para quienes no pueden mantener la continencia, es decir, la abstinencia de deseos sexuales. Así, el matrimonio es presentado como un estado bendecido por Dios, pero también como una obligación para aquellos que no pueden controlar sus impulsos.


Capítulo IX

Aunque cristo fue conocido por los judíos bajo la ley, no ha sido plenamente revelado más que en el evangelio

Los patriarcas del antiguo testamento contemplaron y esperaron a cristo, pero más confusamente que nosotros.
Los patriarcas y profetas del antiguo testamento tuvieron fe en cristo, pero lo vieron de manera oscura y entre sombras, mientras que nosotros lo contemplamos con mayor claridad gracias al evangelio. Aunque no carecían de esperanza, la revelación que ellos recibieron era menos completa que la que tenemos ahora en cristo. Jesús destacó que sus discípulos eran bendecidos por ver lo que los antiguos patriarcas solo pudieron anhelar, y aunque abraham vio el día de cristo, lo hizo desde una visión distante.

Definición del término "evangelio".
El evangelio es una revelación clara del misterio de jesucristo, y aunque en el antiguo testamento dios ya había dado promesas de salvación, fue en cristo donde estas promesas se cumplieron de manera plena. Aunque las promesas de dios siempre fueron fieles, la encarnación de cristo trajo una nueva y completa manifestación de estas, asegurando nuestra salvación en él. Por ello, el evangelio revela de forma más visible la vida y la inmortalidad que habían sido anticipadas.

Un error de miguel servet.
Miguel servet comete un error al afirmar que las promesas de dios se acabaron con la ley. Aunque es cierto que en cristo se cumple todo, servet sugiere erróneamente que ya hemos recibido todo lo prometido sin necesidad de la esperanza futura. En cambio, san pablo enseña que, aunque somos salvos por la fe en cristo, aún esperamos la completa manifestación de nuestra filiación divina y la glorificación futura.

Diferencia, pero no oposición entre la ley y el evangelio.
Aunque el evangelio revela con mayor claridad las promesas que la ley anticipaba, no se debe ver como una oposición absoluta. San pablo contrasta la justicia de la ley con la del evangelio, pero también afirma que la ley y los profetas testifican acerca del evangelio. La diferencia entre ambos radica en la mayor claridad y manifestación de la gracia en cristo, quien cumple y perfecciona las promesas contenidas en la ley.

El ministerio de juan bautista.
Juan bautista se sitúa entre la ley y el evangelio, siendo un intermediario que anunció la venida de cristo, pero sin presenciar su gloria completa. Aunque proclamó el evangelio al señalar a cristo como el cordero de dios, su ministerio se cumplió plenamente con la obra de los apóstoles tras la resurrección de cristo.

Capítulo X: Semejanza entre el antiguo y el nuevo testamento

 

Razón e interés de este capítulo.

El capítulo aborda la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, mostrando que los patriarcas y los cristianos están unidos en la misma fe y esperanza de salvación a través de un único Mediador, Cristo. Aunque los tiempos y las formas en que Dios reveló su pacto han variado, la esencia de la promesa de salvación no ha cambiado. Se pretende aclarar cualquier duda sobre las diferencias entre los Testamentos y refutar a quienes, como Miguel Servet y algunos anabaptistas, creen erróneamente que el pacto con los israelitas solo incluía promesas terrenales, negándoles la esperanza de la inmortalidad celestial.

 

Los pactos encierran una misma sustancia y verdad, pero difieren en su dispensación.

El pacto de Dios con los patriarcas del Antiguo Testamento es el mismo pacto que tenemos en el Nuevo Testamento, pero dispensado de manera distinta. Aunque los israelitas no vieron de manera tan clara como nosotros el cumplimiento de la salvación en Cristo, participaban en la misma promesa de vida eterna. El Antiguo Testamento contenía las mismas verdades fundamentales, pero en sombras y figuras, mientras que el Nuevo las revela de manera plena.

 

Testimonio de la Escritura.

Pablo confirma que el Evangelio, la justicia de la fe, fue anunciado previamente en la Ley y los Profetas (Romanos 1:2, 3:21). Los mismos principios de salvación estaban presentes en ambos Testamentos, apuntando a la misma esperanza de vida eterna. Esto desmiente la idea de que las promesas del Antiguo Testamento eran meramente temporales y terrenales. El Evangelio, incluso en su forma velada en la Ley, elevaba las mentes de los fieles hacia la inmortalidad, como lo hace hoy.

Salvación gratuita.

El Antiguo Testamento, al igual que el Nuevo, predica la salvación por la gracia de Dios y no por méritos humanos. Los patriarcas no fueron salvados por su obediencia a la Ley, sino por la misericordia divina. El pacto que Dios hizo con ellos fue fundamentado en su gracia y confirmado por la intercesión de Cristo, el único Mediador. La justicia que viene por la fe en Cristo ya estaba presente en las promesas del Antiguo Testamento.

 

Cristo Mediador.

Los patriarcas del Antiguo Testamento conocían a Cristo como el Mediador de su reconciliación con Dios. Aunque Cristo no había sido revelado completamente, las promesas del pacto estaban centradas en Él. Jesús mismo afirmó que Abraham se regocijó al ver su día (Juan 8:56), lo que muestra que los patriarcas ya anticipaban la redención a través de Cristo. De igual manera, las promesas hechas a Abraham y su descendencia se cumplieron plenamente en Cristo, quien fue el cumplimiento de la esperanza de los patriarcas.

 

El significado de los signos y sacramentos es el mismo en ambos Testamentos.

Los sacramentos del Antiguo Testamento, como la circuncisión y los sacrificios, apuntaban a las mismas realidades espirituales que los sacramentos cristianos. Pablo enseña que los israelitas también participaron en signos espirituales similares a nuestro bautismo y la Cena del Señor (1 Corintios 10:1-4), al describir cómo fueron bautizados en la nube y en el mar, y cómo comieron del maná y bebieron del agua espiritual, que era Cristo. Esto indica que los sacramentos, aunque distintos en forma, compartían el mismo significado espiritual en ambos Testamentos.

 

La Palabra de Dios basta para vivificar las almas de cuantos participan de ella.

La Palabra de Dios tiene poder vivificante, y esto era tan cierto para los patriarcas del Antiguo Testamento como lo es para nosotros. La Palabra era para ellos una semilla incorruptible que daba vida eterna, como afirma Pedro (1 Pedro 1:23). Esta Palabra no solo les guiaba en la vida presente, sino que también les aseguraba la vida eterna, mostrando que estaban unidos a Dios a través de la misma fe que hoy nos salva a nosotros.

 

El pacto de la gracia es espiritual.

El pacto que Dios estableció con los israelitas no se limitaba a bendiciones terrenales; también incluía promesas espirituales y eternas. La expresión "Yo seré vuestro Dios" (Levítico 26:12) refleja una relación espiritual que va más allá de lo temporal, asegurando la comunión eterna con Dios. Esta promesa no solo se refería a la prosperidad material, sino que incluía la vida espiritual y la salvación eterna, que solo Dios puede otorgar.

 

Las promesas del pacto son espirituales.

Las promesas que Dios hizo a su pueblo a través de los patriarcas incluían la bendición de la vida eterna. Dios les prometió ser su Dios para siempre, lo que implicaba que la bendición no se limitaba a esta vida, sino que se extendía más allá de la muerte. Al llamarse a sí mismo el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, incluso después de su muerte (Éxodo 3:6), Dios mostró que la relación de pacto con ellos era eterna y que no estaban perdidos tras la muerte.

 

La vida de los patriarcas demuestra que aspiraban por la fe a la patria del cielo.

Los patriarcas, como Abraham, Isaac y Jacob, vivieron como extranjeros en la tierra, sabiendo que su verdadera patria estaba en el cielo. El autor de Hebreos explica que, aunque los patriarcas vivieron en la tierra prometida, sabían que ésta no era su verdadera herencia, sino que esperaban "una ciudad con fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios" (Hebreos 11:10). Esta esperanza de una patria celestial muestra que su fe estaba dirigida a la vida eterna y no a las bendiciones temporales.

 

Abraham, Isaac y Jacob.

Los sufrimientos que enfrentaron los patriarcas refuerzan esta idea. Abraham fue llamado a sacrificar a su hijo Isaac, lo que habría sido un dolor insoportable si no hubiera confiado en las promesas de Dios más allá de esta vida. Jacob, que pasó gran parte de su vida sufriendo, también mantuvo su esperanza en las promesas eternas de Dios, a pesar de las dificultades y el sufrimiento terrenal.

 

Job sabe que su Redentor vive.

Job también expresó su esperanza en la resurrección y la vida eterna. A pesar de sus sufrimientos, Job afirmó que sabía que su Redentor vivía y que al final vería a Dios en su carne (Job 19:25-26). Esto demuestra que la fe en la resurrección y en la vida futura no era exclusiva del Nuevo Testamento, sino que estaba presente también en el Antiguo Testamento.

 

Todos los profetas meditan en la felicidad de la vida espiritual.

Los profetas del Antiguo Testamento no solo hablaban de las bendiciones temporales, sino que también proclamaban la vida eterna. A medida que la revelación de Dios progresaba, los profetas hablaban con más claridad sobre la inmortalidad y el reino venidero de Dios. Isaías y Ezequiel, por ejemplo, profetizaron sobre la resurrección de los muertos y la vida eterna, anticipando la redención final que Cristo traería.

 

La esperanza de la resurrección. La visión de Ezequiel.

En la visión de los huesos secos de Ezequiel (Ezequiel 37), Dios mostró su poder para dar vida incluso a los muertos. Esto no solo apuntaba a la restauración de Israel después del exilio, sino que también señalaba la esperanza de la resurrección final. De manera similar, Isaías habla de cómo los muertos resucitarán y la tierra dará a sus muertos (Isaías 26:19-21), proclamando la esperanza de la vida después de la muerte.

 

Conclusiones.

En conclusión, los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento compartían la misma fe y esperanza que nosotros en la vida eterna y en la salvación a través de Cristo. El pacto que Dios estableció con ellos no se limitaba a bendiciones terrenales, sino que incluía la promesa de una vida eterna y espiritual. Rechazar esta verdad es negar la continuidad del plan de Dios para su pueblo a lo largo de toda la historia de la salvación. Así como nosotros somos herederos de las promesas de vida eterna, los patriarcas también las recibieron, esperando con fe su cumplimiento en Cristo.

Capítulo XI: Diferencia entre los dos testamentos

Calvino analiza las diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Aunque afirma que ambos pactos contienen la misma esencia y sustancia de la promesa de salvación en Cristo, Calvino destaca cinco diferencias principales en la forma en que Dios reveló y administró estos pactos.

  1. La Meditación de la Vida Futura: La primera diferencia radica en que, en el Antiguo Testamento, Dios revelaba la herencia celestial a través de promesas terrenas, como la posesión de la tierra de Canaán. En cambio, el Nuevo Testamento lleva directamente a la meditación de la vida futura y celestial, sin el velo de los beneficios temporales. Calvino refuta la interpretación de aquellos que afirman que las bendiciones del Antiguo Testamento eran meramente terrenales, argumentando que los israelitas entendieron estas promesas como figuras de una herencia celestial.

  2. La Dispensación y las Figuras: En el Antiguo Testamento, las promesas divinas estaban "veladas" en figuras y sombras, como los sacrificios y ceremonias, que representaban la verdad futura. En el Nuevo Testamento, esa verdad se revela claramente en Cristo. Así, mientras que el Antiguo Testamento ofrecía un conocimiento parcial, el Nuevo Testamento presenta la plena revelación de la salvación. San Pablo en la Epístola a los Hebreos explica esta diferencia al señalar que la Ley tenía una sombra de los bienes futuros, no la realidad misma.

  3. La Letra y el Espíritu: Calvino establece que el Antiguo Testamento se caracterizaba por ser una doctrina "literal", sin la eficacia del Espíritu Santo. Esta ley escrita en tablas de piedra no podía transformar los corazones. En contraste, el Nuevo Testamento es una doctrina "espiritual", porque el Espíritu Santo escribe la ley en los corazones de los creyentes. De este modo, mientras que el Antiguo Testamento condenaba y no podía otorgar justicia, el Nuevo Testamento trae vida y justicia a través del Espíritu.

  4. Servidumbre y Libertad: El Antiguo Testamento generaba temor y esclavitud en las conciencias, ya que la Ley exigía un cumplimiento riguroso, pero no ofrecía libertad. En el Nuevo Testamento, los creyentes experimentan la libertad y la confianza en Dios como hijos adoptivos, no como siervos. San Pablo, al comparar el Antiguo Testamento con la esclavitud y el Nuevo con la libertad, señala que los cristianos ya no están sujetos a las mismas restricciones que los israelitas bajo la Ley.

  5. Pertenencia a Todos los Pueblos: La quinta diferencia, que Calvino considera adicional, es que el Antiguo Testamento estaba dirigido exclusivamente al pueblo de Israel, mientras que el Nuevo Testamento se extiende a todas las naciones. La vocación de los gentiles, predicha por los profetas, se cumplió con la venida de Cristo, quien derribó las barreras que separaban a Israel de las otras naciones, y permitió que todos fueran reconciliados con Dios.

En respuesta a posibles objeciones, Calvino defiende la justicia y sabiduría de Dios al adaptar la revelación según las circunstancias de la humanidad. Comparando la relación de Dios con su pueblo con la de un padre que educa a sus hijos según su edad, Calvino sostiene que las diferencias en los Testamentos no indican inconstancia en Dios, sino que son parte de su plan progresivo de revelación. Además, Calvino rechaza la idea de que las ceremonias del Antiguo Testamento fueran placenteras para Dios por sí mismas; más bien, sirvieron como medios temporales para guiar a su pueblo hacia la redención final en Cristo.


Capítulo XII: Jesucristo, para ser mediador, tuvo que ser hombre

Juan Calvino expone la importancia de la encarnación de Jesucristo como Mediador entre Dios y los hombres, y defiende su necesidad en el plan de redención. El capítulo se centra en varios puntos clave sobre por qué Cristo debía ser verdadero Dios y verdadero hombre para cumplir su papel redentor.

  1. La necesidad de que el Mediador fuese Dios y hombre: Para reconciliar a la humanidad con Dios, era indispensable que el Mediador fuese Dios y hombre al mismo tiempo. La separación causada por el pecado entre Dios y los hombres requería un intermediario que estuviera relacionado con ambos. Ningún ser humano, siendo pecador, ni los ángeles, que también necesitaban una Cabeza, podían mediar. Solo Dios mismo, al tomar la naturaleza humana, podía acercarse lo suficiente para restablecer la paz. Por esto, el Hijo de Dios se hizo "Emmanuel" (Dios con nosotros), uniendo la divinidad con la humanidad.

  2. La encarnación y la adopción como hijos de Dios: La encarnación de Cristo no solo fue necesaria para reconciliarnos con Dios, sino también para que pudiéramos ser adoptados como hijos de Dios. Al asumir la naturaleza humana, Jesucristo impartió a la humanidad lo que era suyo por naturaleza: la filiación divina. Esta unión entre Cristo y los creyentes garantiza nuestra herencia en el reino de los cielos, ya que somos hechos hermanos de Cristo y, por lo tanto, coherederos con Él.

  3. La obediencia de Cristo como hombre: La redención también requería que un hombre ofreciera la obediencia que Adán falló en dar. Cristo, como verdadero hombre, tomó el lugar de Adán para obedecer a Dios y presentar la satisfacción necesaria ante el justo juicio divino. Así, su humanidad permitió que pudiera sufrir la muerte, mientras que su divinidad le permitió vencerla. Esta unión entre lo humano y lo divino es esencial para que Cristo pudiera pagar el precio por el pecado y triunfar sobre la muerte.

  4. Refutación de especulaciones sobre la encarnación: Calvino refuta la idea de que Cristo se hubiera encarnado incluso si no hubiera sido necesario para la redención del hombre. Aunque Cristo es la Cabeza de toda la creación, la Escritura señala claramente que su encarnación tuvo como propósito principal la redención de los pecadores. Calvino rechaza las especulaciones de que Cristo podría haberse encarnado por otras razones o en otras formas, y se enfoca en el plan divino revelado, que muestra que Cristo vino para salvar a la humanidad perdida.

  5. Cristo como "segundo Adán": Calvino destaca que Cristo es llamado "segundo Adán" porque vino para restaurar lo que se había perdido con la caída del primer Adán. La redención de Cristo no habría sido necesaria si el hombre no hubiera pecado, y por lo tanto, su encarnación está íntimamente ligada al plan de redención. La venida de Cristo como hombre responde a la necesidad de devolvernos al estado original antes de la caída.

  6. Refutación de Osiander: Calvino también refuta las ideas de Osiander, quien argumentaba que Cristo habría tomado la naturaleza humana independientemente del pecado de Adán. Osiander sostenía que el hombre fue creado a imagen de Dios con la idea de que Cristo se encarnaría de todas formas. Calvino considera esta especulación como infundada y contraria a las enseñanzas de la Escritura. Para Calvino, Cristo tomó la forma humana específicamente para redimir a los hombres, no como un patrón anterior a la caída.

En conclusión, Calvino insiste en que la encarnación de Cristo es esencial para la obra de redención y está destinada exclusivamente a rescatar a la humanidad del pecado y la muerte. La unión de lo divino y lo humano en Cristo es lo que permite nuestra reconciliación con Dios, nuestra adopción como hijos y nuestra esperanza de vida eterna.


Capítulo XIII: Cristo ha asumido la sustancia verdadera de carne humana

En este capítulo, Juan Calvino defiende la realidad de la encarnación de Cristo, argumentando que Cristo no asumió una naturaleza fantasmal o celestial, como lo afirmaban herejías antiguas como el marcionismo y el maniqueísmo. Estas doctrinas negaban que Cristo tuviera un cuerpo humano verdadero, lo cual, según Calvino, va en contra de numerosos pasajes bíblicos que subrayan su humanidad auténtica. La Escritura deja claro que Cristo fue descendiente de Abraham y David "según la carne", lo que demuestra que compartía la misma naturaleza humana que los demás seres humanos. Este vínculo con la humanidad es esencial para que Cristo pueda cumplir su rol de Mediador, pues sólo tomando nuestra naturaleza podía llevar a cabo la expiación de los pecados y cumplir con la justicia divina en favor de los hombres.

Calvino cita textos clave para sustentar su argumento, como la afirmación de Pablo de que Cristo "nació de mujer" y "fue hecho semejante a sus hermanos en todo" (Gál. 4:4; Heb. 2:17). También señala que su sufrimiento y muerte física refutan cualquier idea de que Cristo fuera una mera apariencia o figura celestial. La verdadera humanidad de Cristo, según Calvino, asegura que su sacrificio es válido para expiar el pecado humano, pues sólo un hombre verdadero podía asumir las consecuencias del pecado y satisfacer las demandas de la justicia divina.

Además, Calvino refuta interpretaciones erróneas de pasajes como el que se refiere a Cristo como "el segundo Adán" o "celestial" (1 Cor. 15:47), señalando que estas descripciones no implican una naturaleza no humana, sino que destacan su papel como fuente de vida espiritual y su victoria sobre la muerte. Argumenta que Cristo asumió plenamente la naturaleza humana, y por ello pudo ser "el primogénito entre muchos hermanos" y redentor de la humanidad.

Capítulo XIV: Cómo las dos naturalezas forman una sola persona en el Mediador

Calvino explica cómo las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, coexisten sin mezclarse, pero en perfecta unidad en la única persona del Mediador. Cristo, siendo el Verbo eterno de Dios, asumió una naturaleza humana sin perder su divinidad. Estas dos naturalezas permanecen distintas, cada una con sus propias propiedades, pero se unen en una sola persona. Calvino ilustra esta unión comparándola con la composición del ser humano, que posee tanto un cuerpo como un alma, cada uno con sus características propias, pero formando una sola persona. La doctrina de la "comunicación de propiedades" permite que los atributos de ambas naturalezas se atribuyan a la persona única de Cristo; es decir, lo que es propio de su humanidad o divinidad puede referirse a Él en su totalidad. Así, las Escrituras atribuyen a Cristo hechos y características tanto humanas (como sentir hambre o dolor) como divinas (como la eternidad o la omnisciencia), subrayando la unidad de la persona del Mediador. Calvino rechaza las herejías de Nestorio, que dividía las dos naturalezas en dos personas separadas, y de Eutiques, que las confundía en una sola. También refuta las doctrinas erróneas de Miguel Servet, quien negaba la distinción de las dos naturalezas en Cristo. Para Calvino, es esencial mantener esta distinción para entender correctamente la obra redentora de Cristo, quien, como verdadero Dios y verdadero hombre, es capaz de reconciliarnos con Dios.

Capítulo XV: Para saber con qué fin ha sido enviado Jesucristo por el Padre y los beneficios que su venida nos aporta, debemos considerar en él principalmente tres cosas: su oficio de Profeta, el Reino y el Sacerdocio

Calvino señala que para entender la misión de Cristo y los beneficios que su venida nos trae, es crucial considerar tres oficios principales que encarna: Profeta, Rey y Sacerdote. Como Profeta, Cristo trae la revelación completa de Dios, siendo el cumplimiento de todas las profecías. La doctrina evangélica en Cristo es perfecta y suficiente para la salvación, y no debe añadirse nada. Como Rey, su reino es espiritual y eterno, protegiendo a la Iglesia y a los fieles, brindándoles esperanza de inmortalidad y vida eterna. Cristo reina más allá de este mundo, asegurando que los fieles, aunque sufran en esta vida, gozarán de su protección y ayuda en el camino hacia la gloria celestial. Finalmente, como Sacerdote, Cristo reconcilia a la humanidad con Dios a través de su sacrificio expiatorio. Siendo él mismo la víctima y el sacerdote, elimina la culpa del pecado y media continuamente por nosotros ante el Padre. Este triple oficio destaca la completa suficiencia de Cristo en su obra redentora y la necesidad de mantener esta comprensión para una fe verdadera y firme.


Capítulo XVI: cómo Jesucristo ha desempeñado su oficio de mediador para conseguirnos la salvación. Sobre su muerte, resurrección y ascensión

Cristo es la única fuente de perdón, vida y salvación: Cristo es el único mediador y redentor que puede salvarnos. Su nombre mismo, que significa "salvador", fue dado por una orden divina y no por casualidad. Además, Cristo es el único que puede llevarnos continuamente hacia la salvación completa.

La reconciliación entre la justicia y la misericordia de Dios: Aunque Dios muestra misericordia, su justicia exige la expiación de nuestros pecados. Jesucristo satisface ambas demandas mediante su sacrificio, reconciliándonos con Dios y pagando el castigo que merecemos.

El amor de Dios antes y después de Cristo: Aunque Cristo nos reconcilia con Dios, Calvino afirma que Dios ya nos amaba antes de la creación del mundo. Cristo no vino para cambiar el amor de Dios hacia nosotros, sino para que, por medio de su sacrificio, podamos recibir esa gracia que ya estaba destinada a nosotros.

La obediencia de Cristo: Cristo, a través de su obediencia, tanto en vida como en su muerte, logró la reconciliación. Su sacrificio en la cruz no fue solo una muestra de obediencia a la ley de Dios, sino un acto voluntario para redimirnos.

La importancia de la muerte y crucifixión de Cristo: Calvino insiste en que la muerte de Cristo no fue una muerte cualquiera. Fue una muerte judicial, en la que Cristo fue condenado en nuestro lugar. Al ser crucificado, cargó con nuestra maldición y eliminó la condena que merecíamos.

El descenso a los infiernos: Este artículo del Credo es interpretado por Calvino como la expresión de que Cristo experimentó el castigo espiritual y el horror de la muerte eterna que merecíamos. No es que literalmente descendiera a un lugar físico, sino que enfrentó el rigor de la ira divina en su sacrificio.

Resurrección y ascensión: La resurrección de Cristo es fundamental porque confirma nuestra justificación. Su ascensión, además, implica que Cristo ahora gobierna desde el cielo y está presente en nosotros de una manera espiritual, derramando sus dones sobre la Iglesia.

El retorno de Cristo en el juicio final: Cristo vendrá nuevamente, visiblemente, para juzgar a vivos y muertos. Esto es un motivo de consuelo para los fieles, pues quien juzgará es el mismo que ya nos ha redimido.

Conclusión: Toda la salvación y los bienes espirituales se encuentran en Cristo. No hay otra fuente de salvación, fortaleza, purificación o reconciliación fuera de Él. Cristo es nuestro único tesoro, y todo lo que necesitamos para nuestra salvación se encuentra en Él.


Capítulo XVII: Jesucristo nos ha merecido la gracia de Dios y la salvación

Calvino explica cómo Jesucristo nos ha merecido la gracia de Dios y la salvación, detallando los méritos de Cristo en relación con la gracia divina. Según Calvino, los méritos de Cristo no son independientes, sino que provienen de la gracia de Dios. Esto significa que, aunque Cristo ha ganado nuestra salvación, lo ha hecho en virtud de la voluntad divina que lo designó como Mediador. Por lo tanto, los méritos de Cristo no contradicen la gracia de Dios, sino que la confirman, mostrando que la salvación es un don inmerecido otorgado por Dios a través de Jesucristo.

Cristo no es solo un instrumento pasivo de nuestra salvación, sino también su causa. Aunque Dios es la fuente principal de la salvación, Cristo es el medio a través del cual se realiza la reconciliación entre Dios y la humanidad. La fe en Cristo es el medio por el cual accedemos a la salvación, y Cristo mismo es la sustancia de esa salvación. Su obediencia, que culminó en su muerte, fue crucial para satisfacer la justicia de Dios y reconciliarnos con Él.

Calvino también subraya que la expiación de nuestros pecados fue lograda mediante la sangre de Cristo. La muerte de Cristo fue el sacrificio necesario para satisfacer el juicio de Dios, y por medio de su sangre, nuestros pecados fueron perdonados. Cristo pagó el precio de nuestro rescate, liberándonos de la condena y de la muerte. Este acto de redención no solo implica el perdón de los pecados, sino también la restauración de nuestra justicia ante Dios.

Es importante destacar que Cristo no buscaba ningún beneficio propio. Todo lo que hizo fue para nuestra salvación. Calvino señala que Jesucristo no mereció nada para sí mismo; su misión fue completamente altruista, enfocada en cumplir el propósito de Dios de salvar a la humanidad. Los méritos de Cristo no tenían como objetivo su propio engrandecimiento, sino la reconciliación de la humanidad con Dios.

Finalmente, Calvino aclara que la exaltación de Cristo tras su humillación, como menciona Pablo, no fue una recompensa por méritos, sino parte del plan de Dios. La humillación de Cristo fue necesaria para su glorificación, y este proceso se presenta como un ejemplo para nosotros. Cristo fue glorificado después de cumplir su misión de sacrificio, y este es un modelo de cómo la obediencia y el servicio a Dios llevan a la verdadera exaltación.


Conclusión

Este Segundo Libro es una exposición profunda y sistemática de la naturaleza caída del ser humano, la necesidad absoluta de un Salvador, y la supremacía de Cristo en el plan divino de redención. Calvino insiste en que toda la gloria de la salvación pertenece a Dios, y cualquier intento de atribuir méritos al esfuerzo humano es un error teológico. El libro invita a los creyentes a encontrar toda su esperanza y seguridad en la obra perfecta de Cristo, el Mediador que nos ha merecido la gracia y la salvación de Dios.

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