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jueves, 30 de mayo de 2024

Martín de Azpilcueta - Comentario resolutorio de la necesidad de defender la muerte espiritual y corporal

 







COMENTARIO RESOLUTORIO DE LA NECESIDAD DE DEFENDER LA MUERTE ESPIRITUAL


PRIMERA PARTE

Este capítulo está originalmente en el libro de Oficios de San Ambrosio, por cuyo original emendado por Erasmo corregimos tres errores que tiene en muchas impresiones, incluso en la que se hizo en León con letras algunas en color rojo. El primero al comienzo, donde en lugar de "pionin inferenda" dice "Non inferenda". El segundo, donde en lugar de "Bellico" tiene "inbeallis". El tercero, después de "erfluor".

Es una conclusión dignísima de memoria y para cualquier Príncipe y varón esforzado, pues flaqueza es, y no esfuerzo, hacer injuria. Pues ya que flaqueza y fortaleza son contrarias, dice aquí San Ambrosio que ley es de fortaleza apartarla y evitarla, y será de flaqueza hacerla y acercarla. Y que San Ambrosio entienda fortaleza por aquella palabra, así por ser el excelente latín y por ser ella su propia significación. Porque tratando de la virtud de la fortaleza dice ello: aunque por poner algún esfuerzo en adquirir y conservar los buenos hábitos del alma, todos ellos se llaman virtudes, como todos los malos hábitos se llaman flaquezas, enfermedades e ignorancias. 

De donde se sigue cuán flaca opinión es la que algunos reyes y señores, y otros señalados varones tienen, de que no les parece que pueden nada en la tierra donde reinan y señorean, ya que no pueden salir con lo que es justicia y razón, sino pueden salir con lo que es contra ellas. Por lo cual, por muchas vías procuran ser tenidos por tan poderosos que valen con todo lo que quieren, ya sea justo o injusto: y quieren ser obedecidos, temidos o complacidos en todo lo que ellos quieren; y no miran que el valor y esfuerzo (como dice aquí San Ambrosio) no consiste en hacer injusticia, sino en guardar que no se haga. No miran aquello de Julio César: "Cuanto uno es mayor, tanto menor licencia tiene de obrar mal." 

No miran que poder pecar y hacer injusticia no es poder, sino falta de él, como dice San Agustín. Por lo cual Dios, que todo lo puede, no puede esto. No miran el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, que nunca hizo injusticia y sufrió muchas penurias. No ven lo que nadie deja de respetar. Por lo cual, que se determinen de nunca más querer ser obedecidos, temidos o complacidos en cosas mortalmente injuriosas o injustas. Y de aquellos que dicen: "Dios me guarde de hacer mal, pero para la que se me hiciere, me valdré de buena paciencia," se entiende como muchos de la venganza privada, que es pecado mortal.

Defender al próximo

La siguiente conclusión que se extrae de este texto es que peca quien no detiene la injuria al prójimo. Lo cual aquel excelente, y uno de los cuatro principales doctores de la iglesia, San Ambrosio, no solamente con su gran autoridad lo quiere persuadir aquí, pero aún con razones filosóficas y con el ejemplo de Moisés y la autoridad de Salomón. La razón es digna de memoria y como queda dicho para todos los que se consideran esforzados: que ley de fortaleza y esfuerzo es apartar la injuria, y al que no defiende contra la injuria, peca.

San Ambrosio también argumenta que quien puede detener la injuria y no lo hace, consiente en ella, y este consentimiento y favor también es pecado. El Papa Eleuterio y otros dijeron que no solamente consiente, pero incluso favorece, quien no detiene la injuria. Santo Tomás también dice que consentir en el mal cuando se puede impedir es pecado.

Otra conclusión es que no debemos considerarnos obligados a intervenir de tal manera que ninguna ley nos obliga. Sin embargo, San Ambrosio argumenta que estamos obligados a refrenar las audacias excesivas y los temores desmesurados para no emprender acciones contra la razón. Aunque alguien podría dejar de defender al prójimo por negligencia, pereza, vergüenza u otras causas, que no son pecados morales, la ley de la caridad nos obliga a amar al prójimo como a nosotros mismos.

Estamos obligados a defender al prójimo, especialmente en situaciones de extrema necesidad, como cuando alguien está en peligro de muerte. Este deber es mayor que el de defender la propiedad o el honor, pues el daño a la persona es mayor que el daño a la propiedad.

La siguiente declaración establece que para que alguien, al no defenderse, peque cuando puede defenderse, es necesario que sea obligado a hacerlo. Santo Tomás lo expresó muy bien y Cayetano lo aclaró; porque no defenderse es pecado solo cuando uno está obligado a actuar. Añadimos que, según algunos, no está obligado a defenderse aquel que, al hacerlo, no sufre daño a su honor, estimación, vergüenza, o haciendo lo que puede hacer. Según Felino, nadie lo contradice y nosotros nunca lo contradecimos en cátedra:

Es razonable que ahora lo contradigamos. Primero, porque estamos obligados a socorrer a quien se encuentra en extrema necesidad, aun con daño de toda nuestra hacienda, que no es necesaria para la conservación de nuestras vidas, si fuera menester. Así lo dijo San Ambrosio en otra parte y lo repetimos después de Santo Tomás: y el que no puede escapar en extrema necesidad de esta.

También consideramos que no nos excusa la vergüenza, o alguna disminución de nuestra reputación, como dice Felino, pero ni siquiera el peligro de perder el honor: porque también es bien perder una pequeña parte del honor para salvar la vida, y es menor bien sin igual que ella, como lo probamos extensamente. Además, porque con gran pena se puede defender, lo que dice Felino es tan aceptado, aun en otros bienes: como prueban aquellas dos autoridades que mencionamos del que encuentra el buey de su prójimo perdido, y el asno caído en tierra con su carga, obligados a poner algo de nuestra hacienda para restituir el daño del prójimo: pues que esas cosas no se pueden hacer sin algún daño de hacienda, tiempo o esfuerzo, si lo que hace, puede pedir lo que merece su trabajo, tiempo, o esfuerzo.

Como también el que socorre al que está en extrema necesidad puede hacerlo, pues la ley obliga a socorrer y liberar al prójimo de aquel daño: pero no lo obliga a hacerlo gratuitamente y sin costo. Mas una vez ha de ponerse: por la cual consideración, se puede responder a algunos que quieren probar que nadie está obligado a otro si por ello puede llevar premio, el cual nadie puede llevar por lo que está obligado a hacer: porque se puede responder, que esto se ha de entender del que está obligado a hacerlo.

Sobre esto: capítulo Nomine y texto: Tiene extrema necesidad de ello, pero no gratuitamente, al menos si es rico. Como también el abogado, el procurador, el notario, el escribano, y aun el doctor muchas veces están obligados a usar sus oficios, y aun pueden ser compelidos a ello, por lo que alega, pero no están obligados a hacerlo gratuitamente, y por eso pueden tomar dinero por su uso. Además, porque no tiene razón Felino en que todos los que por justicia están obligados a defender a otros: tales como los jueces, y otros que están obligados a ello con incomodidad de su hacienda y aun persona, aunque no temerariamente, como lo dijimos en el Manual.

Resolvemos, por ende, mejor que aquí se ha resuelto, diciendo: Lo primero, que por dos vías podemos estar obligados a defender al prójimo: por la de los preceptos de la caridad, y por la de la justicia. Lo segundo, que por los de la caridad, estamos obligados a defender la vida del prójimo si injustamente se la quieren quitar, y no hay quien se la pueda o quiera defender, si no nosotros: y así tiene extrema necesidad de nuestra defensa, aunque por ello perdamos la hacienda y aun la honra: con tanto que no aventuremos la vida. Lo tercero, que lo mismo se ha de decir de sus bienes, sin los cuales no puede conservar su vida. Lo cuarto, que aun para evitar otros daños de su hacienda, estamos obligados a poner de nuestro trabajo y hacienda, lo que fuera menester, y podemos poner sin escándalo, cuando probablemente no hay otro que lo pueda o quiera librar de ellos. Lo quinto, que podemos, sin embargo, después recobrar lo que por ello pusiere. Lo sexto, que lo dicho por Felino procede solamente, cuando el daño del prójimo es tan pequeño, que a juicio de buen varón no es justo que nos pongamos lo que cumple para librarlo de ello. Lo séptimo, que no sin causa dijimos (de nuestro trabajo y hacienda) porque no estamos obligados a poner nuestra honra por su hacienda, sino cuando la grandeza de la hacienda, y la pertenencia de la honra, las contraponen: pues (como lo probamos) la honra es de mayor precio que la hacienda.

Lo octavo, que tampoco dijimos sin causa (la vida que injustamente se la quieren quitar) porque no estamos obligados a rescatar con hacienda la vida del que justamente está condenado a perderla, aunque el Rey, la ley, el estatuto, o la sentencia le diera facultad de poderla rescatar con dinero. Y así se debe nuevamente limitar el dicho capítulo de San Ambrosio.

Puesto que sabemos, que se puede replicar, que el tal condenado está en extrema necesidad, y que el haber caído por su culpa en ella, no le quita los privilegios de ella y que estamos obligados a socorrer a los que en ella están puestos, por los juicios de Dios justísimos. Porque no es mucho, que aquella justa condenación nos quite a nosotros la necesidad de rescatarlo, pues le quita a él mismo la facultad de defenderse: y aun la necesidad de rescatarse, si bien se pesa una doctrina de Escoto, referida por nosotros en otra parte.

Lo contrario, que quien lo quisiera rescatar, le podría vender el tal condenado, si quisiese, por lo que en el Manual dijimos. Concluimos, por ende, mejor resolviendo que:

  1. Primero, por los preceptos de la caridad, estamos obligados a defender al prójimo si injustamente se la quieren quitar, y no hay quien se la pueda o quiera defender, si no nosotros: y así tiene extrema necesidad de nuestra defensa, aunque por ello perdamos la hacienda y aun la honra, con tanto que no aventuremos la vida.
  2. Segundo, que lo mismo se ha de decir de sus bienes, sin los cuales no puede conservar su vida.
  3. Tercero, que aun para evitar otros daños de su hacienda, estamos obligados a poner de nuestro trabajo y hacienda, lo que fuera menester, y podemos poner sin escándalo, cuando probablemente no hay otro que lo pueda o quiera librar de ellos.
  4. Cuarto, que podemos, sin embargo, después recobrar lo que por ello pusiere.
  5. Quinto, que lo dicho por Felino procede solamente, cuando el daño del prójimo es tan pequeño, que a juicio de buen varón no es justo que nos pongamos lo que cumple para librarlo de ello.
  6. Sexto, que no sin causa dijimos (de nuestro trabajo y hacienda) porque no estamos obligados a poner nuestra honra por su hacienda, sino cuando la grandeza de la hacienda, y la pertenencia de la honra, las contraponen: pues (como lo probamos) la honra es de mayor precio que la hacienda.
  7. Séptimo, que tampoco dijimos sin causa (la vida que injustamente se la quieren quitar) porque no estamos obligados a rescatar con hacienda la vida del que justamente está condenado a perderla, aunque el Rey, la ley, el estatuto, o la sentencia le diera facultad de poderla rescatar con dinero. Y así se debe nuevamente limitar el dicho capítulo de San Ambrosio.
  8. Octavo, que no es mucho, que aquella justa condenación nos quite a nosotros la necesidad de rescatarlo, pues le quita a él mismo la facultad de defenderse: y aun la necesidad de rescatarse, si bien se pesa una doctrina de Escoto, referida por nosotros en otra parte.
  9. Noveno, que quien lo quisiera rescatar, le podría vender el tal condenado, si quisiese, por lo que en el Manual dijimos.

En una tercera parte de la disertación, se expone que, aunque uno pueda estar obligado a prevenir un daño, no siempre se puede suponer que quien no lo hace actúa con mala intención. En primer lugar, porque alguien podría omitirlo por placer o para evitar ese daño, sin que esto implique necesariamente una falta de defensa debida. Además, aunque quien contraviene una ley sin causa justificada pueda ser sospechado de hacerlo por malicia, no se puede asegurar esto si existe alguna otra razón. Esto se ilustra con la opinión de Dominicoc después del Arzobispo.

En segundo lugar, la experiencia muestra que muchos, especialmente aquellos cercanos a personas poderosas, dejan de hacer muchas cosas a pesar de estar obligados a ello, incluso a costa de perder bienes, para no perder la gracia y los favores que esperan. Por tanto, aunque se sufra daño en el honor y la hacienda, no se presume que la omisión se deba a la aceptación de la injusticia. Se sigue que no se peca necesariamente por no defender, ni se presume consentimiento de la ofensa.

La cuarta declaración establece una gran diferencia entre no defender y consentir por un lado, y consentir y favorecer por otro. No defender y consentir sin favorecer es pecado contra la caridad y la misericordia, y contra el precepto de amar al prójimo. Esto se prueba, ya que es una obra de odio, envidia, discordia, contienda, todas contrarias a la caridad. Consentir y favorecer al que causa una injusticia es contra la virtud de la justicia, porque se actúa contra el mandamiento que el injuriador viola, y todos los preceptos del decálogo, que son de justicia, según Santo Tomás.

Para aquellos que dicen que el precepto de amar al prójimo se reduce al cuarto mandamiento del decálogo, y por lo tanto es precepto de justicia, respondemos que negamos esta reducción. Todos los otros preceptos de caridad y otras virtudes también se reducen a los del decálogo.

La quinta declaración indica que hay gran diferencia entre consentir y favorecer. Consentir sin favorecer no obliga a restituir el daño causado por no defender, pero sí obliga cuando se favorece. Esto es según la doctrina del Manual y otros textos, que indican que quien peca contra los preceptos de caridad y misericordia no está obligado a restituir el daño, a diferencia de quien peca contra la justicia.

Finalmente, no se presume que quien consiente en la ofensa necesariamente favorece al ofensor. Es raro inducir dos presunciones en un mismo caso, y el derecho civil no considera delito el simple no defender, aunque el derecho canónico pueda considerarlo. Pero en ambos derechos, solo los favorecedores del delito deben ser castigados. Quien sabe que se va a cometer un homicidio y no lo impide no es irregular si no se presume que consintió y favoreció. Se debe tener en cuenta que, en el foro exterior, solo se castiga a quien manifiestamente colabora en el delito.

Defensa y pecado

Segunda conclusión notable y propia: Arriba, en la primera respuesta, decimos que la razón por la cual uno no debe defender a su prójimo no es porque consienta y deje ofenderlo, pues si defiende o no defiende, puede o no puede defender, consiente y peca, como se ha dicho anteriormente. La razón es que, no defendiendo, estando obligado a ello, actuará solo por caridad y a veces por caridad y justicia y a veces con daño a su hacienda y honor, y otras veces no, como queda apuntado. Aunque más peca quien la infringe y guarda, si consiente en ello. Y que los textos que dicen que quien no defiende consiente no quieren decir que si uno consiente no pecará, sino que por no defender, peca. Y aun cuando lo pueda hacer y no lo haga, se presume, en cuanto al acto externo, que consiente y deja la ofensa, como se apuntó en el cuarto dicho. En la segunda decimos que confesamos como seguro que no estamos obligados a lo que ninguna ley nos obliga. Negamos que no haya ley que nos obligue a defender al prójimo, porque la hay, a veces solo por caridad y a veces por caridad y justicia, como luego lo diremos. 

Negamos también que la ley de la fortaleza no nos obligue a ello al menos mediáticamente, como lo dice nuestro texto, porque confesamos lo que en duda se propone: que el objetivo principal de la virtud de la fortaleza es refrenar las audacias y temores para que no nos hagan emprender o dejar de emprender lo que la razón manda, y que algunas veces algunos dejan de defender por malicia, y no por temor. Así, nos han de confesar que a veces se deja la defensa por temor a la muerte o a algún daño personal, de honor o hacienda, y aun a veces por vergüenza y por no perder la gracia de los hombres, contra la ley de la fortaleza que manda que por ningún temor se deje de hacer lo que la razón manda.

A la tercera respondemos que la ley de la justicia conmutativa obliga a muchos, muchas veces, a defender al prójimo: como hemos dicho, a los reyes, prelados, jueces y otros así expresados, da honra, poder, autoridad, renta, estipendio o jornal para sus cargos, de los cuales es defender a sus súbditos y encargados en paz, salud, justicia y tranquilidad. 

Da la ley un poder, autoridad y derecho al padre, al señor, al tutor, curador, al cura y otras guardas, ciertos derechos y poderes sobre los hijos, esclavos, pupilos, menores, parroquianos y otros encargados, y así los obliga a su defensa, como queda dicho. A la cuarta duda respondemos, lo primero, que como ya queda dicho en las dos respuestas precedentes, la ley de la caridad, que nos manda amar al prójimo, nos obliga a defenderlo tanto, como y cuanto queda dicho. Lo segundo, que aunque seamos obligados a amar al prójimo con ese soberano amor de caridad, lo haremos con el natural amor para hacer la defensa mencionada, o al menos para evitar el pecado de omisión. Lo tercero, que confesamos ser más obligados a defendernos a nosotros mismos que a los prójimos, y que no estamos obligados a defendernos matando a quien nos quiere matar, pero esto no significa que no estemos obligados a defender al prójimo diligentemente, porque lo que podemos consentir en nuestro perjuicio no podemos en el ajeno, sin su consentimiento.

De lo cual se podría inferir que el que dijese que no quiere que lo defendamos con la muerte de quien lo quiere matar, y suponemos que esto lo dice con buena intención para que el otro no muera en pecado, estaríamos obligados a ello. Lo cuarto, que no decimos simplemente, comisionados o no, que comúnmente estamos obligados a defendernos matando a quien nos quiere matar, porque alguna vez, alguno lo puede hacer, y aun escribimos, mucho ha, siendo catedrático del decreto en esta célebre universidad de Salamanca, oyéndonos el Emperador nuestro señor Carlos Quinto, el día que fue servido de oír a los catedráticos, donde dijimos que su Majestad, siendo tan valeroso nuestro Rey, que fuese útil su reino, ni otras personas públicas singularmente útiles a ella, se podrían dejar matar sin pecado, por no matar a otros soldados que juran pelear por su Rey, se podría dejar matar a sus enemigos, por no matarlos, como más largo lo probamos allí. También disputamos si un simple hombre podría justamente matar a un Rey que sin razón y causa, y sin conocimiento del caso, quisiese matarlo, y lo mataría, sin cometer homicidio.

A la quinta duda respondemos concediendo que regularmente ninguno está obligado, bajo pena de pecado mortal, a hacer obra de misericordia al que no está en extrema necesidad, como en ella se prueba, pero si alguna vez, como lo prueban aquellas dos autoridades del Éxodo y del Deuteronomio, que hablan del que roba con el buey de su vecino amamantado y el asno cargado, de las cuales se podría colegir una regla singular que nunca habíamos tratado, que todas las veces que un prójimo está en peligro de recibir algún daño notable, del cual no puede librarse, o se cree que no se librará por sí ni por otro, sino por mí, estoy obligado a librarlo bajo pena de pecado, y lo puedo hacer sin recibir daño, de lo que luego diremos: y por consiguiente, si al menos quieren abofetear a un viejo enfermo desamparado, que no se puede librar del daño sin mi ayuda, que me hallo presente, y yo lo puedo librar sin arriesgar mucho, estoy obligada a hacerlo; lo cual todo es cosa cotidiana y mal tratada.

A la sexta respondo concediendo que nadie está obligado a defender a otro (aun cuando no hay otro que lo defienda), con peligro de perder tanto en ello cuanto ha de perder el otro si no fue defendido; ni aun arriesgando menos, pero tanto cuanto es razón que arriesgue, a juicio de buen varón, pero si tanto, cuanto un buen y prudente varón dijere ser razón, quedándole derecho para cobrar del defendido lo que en ello pudiere, como queda dicho.

La primera ilación trata sobre tres opiniones famosas acerca de los pecados de omisión en defensa del prójimo. La primera, ninguna de las tres opiniones está completamente en lo cierto sobre la materia. Acerca de la interpretación de los textos mencionados, parece que ninguna de las opiniones está completamente correcta.

La segunda ilación señala que cada una de las tres opiniones famosas tiene algo de verdad. Por ejemplo, Juan acertó en cuanto al pecado contra la caridad, Bernardo en cuanto al pecado contra la justicia, e Inocencio en cuanto a la gravedad o levedad del pecado. Esta diversidad de opiniones, a nuestro parecer, surgió de no entender o no advertir la diferencia entre las censuras, restituciones y otras penas entre los pecados que son solo contra la caridad y los que son contra la justicia, como se mencionó anteriormente.

La tercera ilación contiene lo que algunos decidieron en cierta parte del Manual de Confesores, es decir, el verdadero significado de una Decretal de Inocencio III que aún no ha sido bien comprendido o explicado. Bernardo dice que su interpretación es que solo aquellos descomulgados por no defender al clérigo, a pesar de tener la obligación de hacerlo, deben ser considerados como descomulgados.

La cuarta ilación afirma que todo aquel que deja de defender al clérigo pudiendo y debiendo hacerlo, contra la justicia, es verdaderamente y presumiblemente descomulgado, lo cual debe ser considerado por Dios, no solo aquellos con autoridad judicial pueden hacerlo, sino también aquellos que pueden hacerlo por sí mismos.

La quinta ilación explica la respuesta a una pregunta que algunos han tenido en el Manual: si por algunas palabras que ponemos, ningún crimen o delito (por grave que sea) induce irregularidad. Respondemos que no, excepto en los casos expresados por el derecho.

La sexta ilación concluye que ninguna de estas opiniones induce realmente irregularidad, excepto en los casos específicamente mencionados por el derecho, de los cuales esta opinión no es uno.

La séptima ilación sostiene que Bernardo tiene razón al decir que no es descomulgado quien solo deja de defender al clérigo, si no está obligado por la justicia a hacerlo. Y si lo es, no se debe presumir que lo es, a menos que haya una mala intención, lo que significa que él lo es, concordando con las condiciones requeridas.

Conclusión

El texto nos sumerge en un discurso moral profundo, que aborda la responsabilidad moral hacia los demás y la necesidad de actuar con compasión y altruismo. Se destaca la obligación de evitar el pecado mortal del prójimo y ofrecer ayuda tanto espiritual como corporal cuando sea necesario. A través de estas reflexiones, se nos invita a considerar cómo nuestras acciones impactan en la vida y el bienestar de los demás, subrayando la importancia de promover el cuidado mutuo y la justicia moral en nuestras interacciones diarias. En última instancia, nos desafía a reflexionar sobre cómo podemos contribuir al florecimiento humano y al bien común en nuestra comunidad.

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