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martes, 13 de julio de 2021

Nicolás Maquiavelo - El arte de la guerra (Libro Sexto) (1520)

Nos vamos acercando al final de esta magna obra de Nicolás Maquiavelo, la cual nos ha aportado grandes conocimientos en la guerra y en su organización. Ya que hemos hablado ampliamente de los aspectos estructurales de la guerra, falta hablar de aquellos aspectos específicos o más bien, los detalles que se suscitaran en una guerra. Parece ser que conforme vamos estudiando más a los antiguos, más nos quedamos con su sabiduría y éxito. Maquiavelo sigue pensando que la actualidad le debe mucho a la antigua Roma. 

EL ARTE DE LA GUERRA

Libro Sexto

¿Cómo deben ser los campamentos? Griegos y romanos

Para iniciar este diálogo, ya nos Zanobi quien nos servirá de entrevistador, sino que más bien Bautista. 

Siguiendo con nuestro interlocutor que es Fabrizio, este nos dice que el campamento debe ser fuerte y estar bien dispuesto: fuerte lo hace el sitio y el arte; bien organizado, el talento del general. Los griegos buscaban posiciones naturalmente fortísimas, y no lo establecían sin estar apoyado en un despeñadero o cauce de río, o bosque, o cualquier otro reparo que lo defendiera. Los romanos confiaban más en el arte que en la naturaleza, y jamás acampaban en sitio donde no pudieran desplegar, con arreglo a su ordenanza, todas sus fuerzas.

De aquí que tuvieran siempre la misma forma de acampar, porque nunca la supeditaban al terreno, sino éste a aquélla; cosa imposible a los griegos, quienes, ajustándose al sitio y variando éste de condiciones por necesidad, alteraban la manera de acampar y la forma de los campamentos. Los romanos suplían con el arte la falta de fuerza natural de la posición ocupada, y como en estas explicaciones me he propuesto imitar a los romanos, lo haré también en la manera de acampar, no copiando todas sus disposiciones, sino las que juzgo apropiadas a estos tiempos.

En todas las batallas ponían las legiones romanas en el centro, y las tropas auxiliares, en los flancos. Lo mismo hacían al acampar, como habréis leído en los escritores que se ocupan de estos asuntos. Por esto no explicaré sus campamentos, sino que diré cómo acamparía ahora mi ejército, y así advertiréis lo que adopto del método romano.

Para acampar un ejército completo de veinticuatro mil infantes y dos mil caballos útiles, dividido en cuatro brigadas, dos de mis propios súbditos y otras dos de tropas auxiliares, se debe hacer lo siguiente: 

  1. Encontrado el sitio donde quiera establecer el campamento
  2. Enarbolar la bandera capitana y, tomándola por centro, será trazado un cuadro, cuyos lados estarán alejados entre sí cincuenta brazos, mirando a las cuatro partes del cielo, es decir, a Levante, Poniente, Mediodía y Norte. 
En este espacio estará la tienda del general. Por considerarlo prudente y porque lo hacían los romanos, separaré los hombres armados de los desarmados, y los aptos para el combate de los impedidos. Todos, o casi todos los armados acamparán en la parte de Levante, y los desarmados e impedidos, en la de Poniente. El frente del campamento estará a Levante, y la espalda a Poniente; los flancos, al Norte y al Mediodía.

Para distinguir el campamento de los armados, trazaré una línea desde la bandera capitana hacia Levante en una extensión de seiscientos ochenta brazos. A los lados y tan largas como éstas, haré otras dos líneas, distantes cada una de la del centro quince brazos. A la extremidad de estas tres líneas estará la puerta de Levante, y en el espacio que media entre las dos líneas de los lados haré una calle que vaya desde dicha puerta a la tienda del general, teniendo treinta brazos de ancho por seiscientos treinta de largo, porque la tienda ha de ocupar cincuenta brazos. Esta calle se llamará vía Capitana.

Haré después otra desde la puerta del Mediodía a la puerta del Norte o Tramontana, pasando por la cabeza de la vía capitana y rasante con la tienda del general por Levante. Ésta tendrá de largo mil doscientos cincuenta brazos, por ocupar toda la extensión del campamento, y de ancho, treinta brazos, llamándose vía de la Cruz.

Detrás de estas dos líneas de alojamientos dejaré un espacio de treinta brazos formando dos calles, a las cuales llamaré primera calle a la derecha y primera calle a la izquierda. A cada lado colocaré otra línea de treinta y dos alojamientos dobles, contiguos  detrás unos a otros, con igual capacidad a los ya citados y divididos de igual modo, después del dieciséis, para formar la calle transversal, alojando a cada lado cuatro batallones de infantería con sus condestables a la cabeza y a la cola. Dejando, después, otros dos espacios de treinta brazos, uno por lado, que llamaré segunda calle a la derecha y segunda calle a la izquierda, pondré otras dos líneas de treinta y dos alojamientos dobles, con iguales distancias y divisiones, y en ellos otros cuatro batallones por lado, con sus condestables. De esta suerte quedan acampados en tres líneas de alojamientos, a los costados de la vía Capitana, la caballería y los batallones de las dos brigadas ordinarias.

Compuestas de igual número de soldados las dos brigadas auxiliares, las acampare a ambos lados de las dos brigadas ordinarias y en igual forma que éstas, poniendo primero una línea de alojamientos dobles, ocupada la mitad por caballería y la otra mitad por infantería, apartadas una de otra treinta brazos, formando dos calles que se llamarán tercera calle de la derecha y tercera calle de la izquierda.

Por detrás del alojamiento de éste abriré una calle del Mediodía al Norte de treinta brazos de ancha, que llamaré calle de la Cabeza y pasará a lo largo de los ochenta alojamientos referidos, de modo que entre esta vía y la de la Cruz quedarán el alojamiento del capitán y los ochenta citados. Desde esta calle de la Cabeza y frente al alojamiento del general abriré otra hasta la puerta de Poniente de treinta brazos de ancho, correspondiendo por el sitio y extensión a la vía Capitana, y la llamaré calle de la Plaza. Trazadas ambas calles, estableceré la plaza, donde estará el mercado, situándola a la cabeza de la calle de la Plaza, frente al alojamiento del capitán y unida a la callc de la Cabeza, procurando que sea cuadrada, de ciento sesenta brazos por lado.

Espacios y alojamientos

Confesando que hay cosas que no ha entendido, Bautista pregunta porqué deja espacios en los caminos de los campamentos y cómo se entienden los alojamientos de los soldados para estos efectos. 

Fabrizio dice que se hacen las calles de treinta brazos de anchura para que pueda pasar por ellas un batallón de infantería en orden de batalla, y recordaréis que esta formación ocupa un espacio de veinticinco a treinta brazos de ancho. Se necesita que sea de cien brazos el que separa los alojamientos del foso, para el manejo de los batallones y de la artillería, conducir el botín por él y, en caso necesario, retirarse tras nuevos fosos y nuevas trincheras. Es además conveniente apartar de los fosos los alojamientos para que estén menos expuestos al fuego y a las armas arrojadizas del enemigo.

Los que tracen los alojamientos deben ser hombres prácticos y hábiles ingenieros, de modo que tan pronto como el general haya elegido el sitio, sepan darle forma y distribuirlo, trazando las calles, señalando los alojamientos con cuerdas y estacas de un modo práctico, procurando que inmediatamente quede hecha la obra. Para que no resulte confusión, conviene orientar el campo siempre de igual modo, a fin de que cada cual sepa en qué sitio ha de encontrar su alojamiento. Esto debe observarse en todo tiempo y en todo lugar, de modo que parezca una ciudad móvil que por donde va lleva las mismas calles, las mismas casas y tiene el mismo aspecto, cosa imposible para los que, buscando posiciones fuertes, necesitan variar la forma del campamento, según las condiciones del sitio.

Los romanos, al contrario, fortificaban el lugar del campamento con fosos, vallados y trincheras y hacían una estacada a su alrededor y delante de ella, un foso ordinariamente de seis brazos de ancho y tres de hondo, que ensanchaban y profundizaban según el tiempo que querían permanecer en aquel punto o el temor que les inspiraba el enemigo. Yo haría en la actualidad estacadas si no quería invernar en el campamento. Sí haría, fosos y trincheras, no sólo iguales a los romanos, sino mayores, según las circunstancias.

Acampar cerca del enemigo

Bautista le pregunta con justa razón qué precauciones se debe tomar cuando se acampa cerca del enemigo. 

Ningún general acampa cerca del enemigo si no está dispuesto a dar la batalla cuando éste quiera, y con tal resolución, no corre ningún peligro extraordinario, porque tiene ordenadas siempre para pelear dos terceras partes de su ejército y la restante, encargada del campamento. En tales casos, los romanos destinaban los triarios a fortificar los alojamientos, y los príncipes y los astarios estaban sobre las armas. Hacían esto porque, siendo los triarios los últimos en combatir, siempre tenían tiempo, si atacaba el enemigo, para dejar el trabajo, empuñar las armas y ocupar su sitio en el campo de batalla. Siguiendo el ejemplo de los romanos, dedicar a la construcción de los alojamientos a los batallones que se hayan de poner a retaguardia del ejercito, en el lugar que ocupaban los triarios. 

También es importante hablar de los guardias que cuidarán el campamento. En cuanto a la antigüedad, toda la fuerza de sus guardias estaba, pues, en el interior de los atrincheramientos, haciéndolas con un orden y un cuidado tremendo y castigando con pena de muerte a los que faltaban a su deber. 

Hay que tener armada cada noche la tercera parte del ejército, y siempre en pie la cuarta parte de ésta, distribuyéndola por todas las trincheras y por todos los sitios del campamento con guardias dobles en cada ángulo, unas fijas y otras patrullando constantemente de una a otra parte de aquél. La misma vigilancia establecería de día cuando el enemigo estuviese próximo.

Los romanos castigaban con pena capital al que faltaba a la guardia, al que abandonaba el sitio donde se le ponía para combatir, al que sacaba del campamento alguna cosa a escondidas, al que se vanagloriaba de haber hecho alguna hazaña en la batalla sin ser verdad, al que combatía sin orden del general, al que, por miedo, arrojaba las armas. Y si ocurría que una cohorte o una legión entera cometiera alguna de estas faltas, para no matar a todos los que la formaban, los diezmaban, sacando sus nombres a la suerte y matando uno de cada diez soldados; pena de muerte que, si no la sufrían todos los delincuentes, a todos inspiraba temor.

('orno donde los castigos son grandes, deben serlo también las recompensas para que los hombres tengan igual motivo de temor y de esperanza, establecieron los romanos premios para cada acción heroica, corno la de salvar la vida a un compañero durante la batalla, ser el primero en asaltar el muro de una plaza sitiada, herir o matar al enemigo en combate o derribarlo del caballo. Cualquier valerosa acción de esta índole la agradecían y premiaban los cónsules, y la elogiaban públicamente los ciudadanos. Los que por tales hechos obtenían recompensas, además de la gloria y fama adquiridas entre los soldados, al volver a la patria las presentaban con noble orgullo y grandes demostraciones de consideración de sus parientes y amigos. No es maravilla que aquel pueblo conquistara tanto imperio siendo tan inflexible en castigar y premiar los actos que por malos o buenos merecían censura o alabanza; ejemplos dignos en su mayoría de ser imitados.

Y como para refrenar a los soldados no basta el temor de las leyes ni el de los hombres, añadíanles en la Antigüedad el prestigio de los dioses: por ello, con solemnes ceremonias hacían jurar a sus soldados la observancia de la disciplina militar, para que, faltando al juramento, no sólo temieran las leyes y a los hombres, sino también a las divinidades. Procuraban además por todos los medios fortalecer en ellos los sentimientos religiosos.

Las mujeres y levantamiento del campamento

Bautista preguntaba si el acceso de las mujeres se permitía dentro de los campamentos, además de los juegos ajenos a los ejercicios corporales en tiempos de los romanos. 

Prohibían ambas cosas, y no era difícil de cumplir la prohibición, por ser tantas las ocupaciones de cada soldado, generales y particulares, que no les quedaba tiempo para pensar en Venus ni en el juego, ni en nada de lo que hace a los soldados sediciosos e inútiles.

En cuanto al levantamiento del campamento se tocaba la trompeta capitana tres veces. Al primer toque se levantaban las tiendas y se liaba el bagaje; al segundo, cargábanse las bestias, y al tercero, empezaba la marcha en el orden que hemos dicho: los bagajes a retaguardia de cada cuerpo de ejército, poniendo en medio las legiones. Se debe partir una brigada auxiliar, a continuación sus bagajes, y con ellos, la cuarta parte de la impedimenta común a todos los cuerpos, es decir, la que haya alojada en uno de los cuatro espacios de que hablarnos hace poco. Para esto conviene que cada uno de ellos esté asignado a una brigada, a fin de que los alojados en él sepan cuál es su puesto en marcha. Cada brigada, con sus bagajes propios y la cuarta parte de los comunes, seguirá la marcha, como hemos dicho que caminaba el ejército romano.

F.n cuanto a que no pueda ser cercado por el enemigo el campamento, conviene tener en cuenta la naturaleza del terreno, dónde están vuestros amigos y vuestros enemigos, y conjeturar de este modo si es o no posible el asedio. El general debe ser, pues, primerísimo en el conocimiento del país donde opera, y llevar consigo personas de igual pericia.

Evítanse las enfermedades y el hambre procurando que no se desordene el ejercito, pues, para mantenerlo sano, es preciso que el soldado duerma bajo la tienda, que se aloje donde haya árboles que den sombra y leña para cocer la comida, y que no camine durante las horas de más calor. En el verano saldrá de los alojamientos antes de amanecer, y en el invierno se procurará que no camine sobre nieve o hielo sin haber facilidad de encender fuego.

No debe faltarle el vestido necesario ni beber agua malsana. Con el ejército irán médicos para curar a los enfermos, porque el general no tiene medios de defensa cuando ha de combatir a la vez con las enfermedades y con el enemigo. Pero lo mejor para mantener el ejército sano es el ejercicio, y por ello, en la Antigüedad se hacía diariamente. Puede juzgarse lo que importa el ejercicio sabiendo que en el campamento da la salud y en el campo de batalla, la victoria.

Para prevenir el hambre, no sólo se procurará que el enemigo no impida la llegada de víveres, sino saber de dónde han de sacarse y cuidar que no se desperdicien los acopiados. Conviene estar siempre aprovisionado para un mes y obligar después a los aliados próximos a llevarlos todos los días. Conviene también almacenar gran cantidad en alguna plaza fuerte y consumirlos con economía, de modo que cada soldado sólo tenga a diario la ración necesaria. El orden en el acopio y el consumo de las provisiones debe cuidarse mucho, pues con el tiempo triunfaréis de todo en la guerra menos del hambre, que, cuanto más dure, más os vence.

Número de soldados en un campamento

Si el ejército tiene unos seis mil hombres más o menos que el acampado, se alargan o acortan las líneas de alojamiento hasta que sean suficientes, y con este método se puede llegar, en más o menos, hasta el infinito. Sin embargo, cuando los romanos reunían dos ejércitos consulares, hacían dos campamentos unidos por la parte que ocupan los desarmados. Respecto a la segunda pregunta, diré que el ejército ordinario romano era de unos veinticuatro mil hombres, y cuando mayor fuerza ponían en campaña no pasaba de cincuenta mil. Con este número contrarrestaron el ataque de doscientos mil galos, después de la primera guerra púnica, y con el mismo hicieron la campaña contra Aníbal. Notese que tanto los romanos como los griegos han hecho la guerra con pocas tropas, procurando la ventaja con el arte y la disciplina; en cambio, los pueblos de Occidente y de Oriente la hacían en multitud; los primeros con su natural impetuosidad, y los orientales, llevados por la grande obediencia que profesan al monarca.

Plazas fuertes, sospechosas o enemigas

Si se sospecha de la fidelidad de algún pueblo y se quiere asegurar de él atacándolo de improviso, el mejor modo de encubrir este designio será pedirle auxilio para cualquier otra empresa, pareciendo que no se tiene intento alguno de perjudicarle; de esta suerte, no creyendo que se desea ofenderlo, no pensará en defenderse y se podrá realizar fácilmente el proyecto.

Cuando se sospecha que hay en tu ejército alguno que da a conocer vuestros proyectos al enemigo, lo mejor que podéis hacer es valeros de su perfidia, comunicándole lo que no se piensa hacer y ocultándole lo que se va a realizar, fingiendo temores que no en verdad no hay y callando los que se experimenta. Esto alentará al enemigo para realizar alguna operación creyendo saber los propios proyectos, y será fácil engañarle y vencerle.

Para saber los secretos del enemigo y conocer sus disposiciones, algunos generales han empleado el recurso de enviarle embajadores acompañados de jefes en la guerra con disfraz de criados, los cuales podían así ver el ejército enemigo, y apreciando su fuerza o flaqueza, procurar los medios para vencerle. Otros han fingido desterrar a uno de sus confidentes, quien, yéndose al campo enemigo, ha averiguado y transmitido sus proyectos. También se conocen los secretos del adversario por medio de los prisioneros.

Algunos generales, en vez de ir en busca del enemigo invasor, han penetrado en sus tierras, obligándolo a retroceder para acudir a defenderlas. Este recurso ha tenido repetidas veces buen éxito, porque vuestros soldados empiezan venciendo y adquiriendo confianza y botín, mientras el enemigo, creyéndose de vencedor vencido, se desalienta; pero sólo puede emplearlo quien tenga su país más fortificado que el del enemigo, pues, de lo contrario, sería perjudicial.

Un buen general debe procurar sobre todo dividir las fuerzas del enemigo, haciendo sospechosos al jefe que los manda los hombres de quienes se fía, o dándole motivo para separar sus tropas y debilitar con ello su ejército. Lo primero se procura atendiendo a los intereses de algunos de los que el general enemigo tiene a su lado, respetando durante la guerra sus posesiones y sus dependientes, y devolviéndoles sus hijos y demás personas de su familia sin rescate.

 Ya sabéis que cuando Aníbal quemó alrededor de Roma todos los campos, mandó respetar únicamente los bienes de Fabio Máximo, y que, viniendo Coriolano con su ejército contra Roma, ordenó no tocar las posesiones de los nobles y saquear y quemar las de la plebe. Metelo, en la guerra contra Yugurta, inducía a todos los emisarios enviados por éste a que le entregaran dicho príncipe, y en las cartas que les escribía le hablaba con preferencia de este proyecto, logrando que al poco tiempo sospechara Yugurta de rodos sus consejeros y los hiciese morir de diversos modos.

El primer cuidado del general debe ser la seguridad de castigar y pagar a sus soldados, pues cuando faltan las pagas falta la justificación del castigo. No se puede castigar al soldado a quien no se paga porque robe, ni se le da otro medio de mantenerse. Si al ejército se le paga y no se castigan en él las faltas de disciplina, el soldado llega a ser insolente, pierde el respeto a sus jefes, el general no puede hacerse obedecer, y entonces, por necesidad, nacen los tumultos y las discordias, que son la ruina de un ejército.

Antes o después de una victoria importa mucho asegurarse de una plaza cuya fidelidad sea sospechosa, y así lo demuestran algunos ejemplos de la Antigüedad. Desconfiando Pompeyo de la fidelidad de los habitantes de Catania, les rogó que acogiesen algunos enfermos que llevaba en su ejército, y enviando, como enfermos, hombres robustísimos, ocupó la ciudad. Sospechó Publio Valerio de los habitantes de Epidauro y los convocó a una especie de jubileo en un templo que había fuera de la población. Cuando todo el pueblo había ido a obtener la indulgencia, cerró las puertas de la ciudad y no permitió entrar en ella más que a aquellos en quienes confiaba.

¿Batalla en invierno o en verano?

La última pregunta de Bautista no está demás. ¿La guerra se hace en invierno o en verano? 

Lo más imprudente y peligroso para un general es hacer la guerra en invierno, siendo aún mayor el peligro para el agresor que para el agredido. La causa de ello consiste en lo siguiente: todo el cuidado que se pone en la disciplina militar tiene por objeto organizar un ejército y dar una batalla al enemigo, siendo éste el propósito del general, pues del resultado tic la batalla depende el éxito de la guerra. El que sabe prepararla mejor y tiene más disciplinado su ejército, aventaja al adversario y es mayor su esperanza de vencerlo. Por otra parte, lo más opuesto a aprovechar la buena organización son los terrenos muy accidentados y los temporales de lluvia o hielo, porque las desigualdades del terreno no permiten desplegar las fuerzas conforme a las reglas del arte militar, y la lluvia y el frío impiden reunir las tropas y presentarlas en masa al enemigo, siendo, al contrario, preciso alojarlas sin orden y distantes unas de otras conforme a los castillos, aldeas o ciudades que haya en la comarca y donde puedan guarecerse, de manera que el trabajo empleado en disciplinar el ejército resulta inútil. 

No sorprende que ahora se haga la guerra en invierno, porque, no teniendo disciplina, los ejércitos desconocen el peligro de no alojar unidos los diferentes cuerpos, y prescinden de cuanto puede contribuir a una buena organización. Debieran pensar, sin embargo, ei daño que produce estar en campaña durante el invierno y recordar que los franceses fueron destrozados en 1503 a orillas del Garellano, más por la inclemencia del invierno que por los españoles.

El que quiera no valerse de la fuerza, la organización, la disciplina y el valor de un ejército, emprenda una campaña en el invierno. Io>s romanos, tan cuidadosos de conservar todas estas ventajas, para no perderlas, evitaban la guerra en invierno, como la guerra en las montañas y cualquiera otra que les impidiera demostrar su valor y disciplina y su excelente organización.

Conclusión

Resulta increíble que el mismo Maquiavelo aconseje no atacar en invierno al enemigo, aunque sí puede ser de mucho sentido común, en los tiempos de Maquiavelo no importaba la temporada en que se atacaran. Sin embargo, los romanos tuvieron la prudencia de cuidar estos detalles, detalles que incluso en el siglo XX se descuidaron de manera fatal. Ahí tenemos el ejemplo de Napoleón y de Hitler tratando de atacar Rusia en invierno. Ahora, es esperable que pensaran que estas recomendaciones (porque tanto Napoleón como Hitler leyeron a Maquiavelo) dada su antigüedad fueran obsoletas. Ya sabemos que no. 

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