martes, 11 de noviembre de 2025

Plutarco - Si la virtud puede enseñarse

Es una de las obras más pequeñas de Plutarco. No sabemos si es tal como nos llega a nuestros días, o si está mutilada o si está inacabada. Sin embargo, es uno de los texto más interesantes porque retoma un tema muy importante que es la virtud, ya visto en el Menón, aunque, en este último, como un don divino. Aquí se verá desde la perspectiva plutarquiana, un ensayo sobre la virtud y la posibilidad de su enseñanza o su imposibilidad de poder ser transmitida. Lo más curioso es que no está hecho sobre la base de un diálogo, sino que es el propio Plutarco quien habla. 

SI LA VIRTUD PUEDE ENSEÑARSE

Plutarco inicia reconociendo que existe una discusión permanente acerca de si la virtud —entendida aquí especialmente como prudencia, justicia y vida honesta— es enseñable o no. La cuestión no es menor, porque remite directamente al problema de si la ética depende de la educación o de la naturaleza. Esta duda ya había sido planteada por Sócrates en diálogos como el Protágoras, y también por Aristóteles en la Ética a Nicómaco. Plutarco recoge esa tradición.

Luego señala un contraste sorprendente: en las artes y oficios —oratoria, navegación, música, arquitectura, agricultura— abundan ejemplos de obras concretas y habilidades perfeccionadas. Los nombres de quienes se destacan en esos campos son varios. En cambio, cuando se trata de hombres realmente virtuosos, la lista es escasa, casi legendaria. Su mención parece tan excepcional como la de criaturas mitológicas: centauros, gigantes y cíclopes. Con esto, Plutarco subraya lo raro y excepcional que es encontrar una vida moralmente impecable.

A continuación plantea un punto fundamental: aun cuando la naturaleza pueda producir algo bueno de manera espontánea —al igual que un grano puro— ese bien suele mezclarse con elementos extraños o impuros, como cuando una planta silvestre invade el cultivo y lo contamina.

Los seres humanos aprenden a realizar actividades muy diversas y complejas —tocar instrumentos, bailar, leer, trabajar la tierra, montar a caballo, vestirse, cocinar, servir vino— y nadie duda de que requieren enseñanza. Son aprendizajes técnicos, prácticos, y todos aceptan que la instrucción es necesaria para ejecutarlas correctamente.

¿Cómo es posible que aquello que causa el bien en todas esas acciones —vivir honestamente— se considere carente de enseñanza? ¿Por qué suponer que la virtud moral, que debería ser la raíz de todas las acciones correctas, es algo espontáneo, irracional o sin método, mientras que cualquier arte inferior requiere aprendizaje?

Afirmar que la virtud no puede enseñarse equivale a declarar que no existe. La razón es clara dentro de su lógica: si el aprendizaje es la causa o el origen de la virtud, entonces todo obstáculo al aprendizaje destruye la virtud misma. Es decir, si negamos que se pueda aprender, negamos simultáneamente que pueda existir como efecto práctico en la vida humana. La virtud, sin un método de adquisición, se vacía de contenido real y se convierte en una abstracción vacía, sin operatividad.

A continuación cita a Platón para reforzar la tesis. Plutarco recuerda que los conflictos humanos más graves no nacen de cuestiones técnicas o artísticas: nadie se enoja con su hermano porque un verso no encaja con la lira, ni las ciudades se arruinan mutuamente por errores métricos o por desarmonías musicales. Los oficios no generan guerras civiles. Tampoco se han desencadenado revoluciones por diferencias en la prosodia —si se acentúa “télquines” de un modo o de otro—, ni matrimonios han estallado por disputas sobre la urdimbre o la trama de un tejido. Estos ejemplos ilustran lo ridículo que sería pensar que errores técnicos, métricos o artesanales provocan los males que realmente destruyen familias, hogares y ciudades.

Sin embargo, lo paradojal —y aquí se agudiza el argumento— es que las mismas personas que no tolerarían ser vistas ignorantes en cosas menores, como leer un libro, manejar una lira o utilizar un telar, sí se permiten actuar sin preparación en los asuntos más importantes de la vida. Aun cuando la ignorancia en esos oficios técnicos no traiga un daño grave, la gente evita hacer el ridículo, porque «es mejor ocultar la ignorancia», según Heráclito.

Las mismas personas que se avergüenzan de sonar mal con un instrumento no sienten rubor al asumir sin aprendizaje tareas que afectan gravemente la vida propia y la de los demás. Quieren gobernar un hogar, dirigir un matrimonio, administrar una ciudad o ejercer una magistratura, sin haber aprendido jamás a tratar correctamente a una esposa, a un esclavo, a un ciudadano, a un gobernante o a un subordinado.

Diógenes al ver que un niño se comportaba de manera glotona —un gulusmero— no golpeó al niño, sino al pedagogo. La enseñanza es clara: si alguien no ha sido educado, la responsabilidad recae sobre quien debía educarlo. No se culpa al ignorante por ignorar, sino al maestro por no enseñar. Esta escena funciona como metáfora moral: la degeneración del carácter no proviene solo de la naturaleza del niño, sino de la negligencia de aquellos encargados de su formación.

Plutarco se sirve de este ejemplo para reforzar la crítica a quienes creen que en los asuntos más importantes de la vida no es necesaria la educación. Con ironía pregunta: ¿cómo se puede sostener que es necesario educar a un niño para usar correctamente platos o copas —como dice Aristófanes en Nubes, donde se burla de las costumbres refinadas—, pero al mismo tiempo suponer que alguien puede participar sin reproche en tareas mucho más complejas, como gobernar una casa, una ciudad, un matrimonio o una magistratura, sin jamás haber aprendido a comportarse correctamente?

Es una inversión absurda: se educa meticulosamente para las nimiedades, mientras lo que realmente determina la justicia, la convivencia y la vida política se deja librado a la improvisación.

Luego inserta el comentario atribuido a Aristipo. Al preguntársele «¿Estás en todos los sitios?», él responde con humor: «Desperdicio mi pasaje si estoy en todos los sitios». Plutarco utiliza esta respuesta para formular una analogía: así como sería inútil pagar un pasaje si estuvieras ya en el lugar de destino, sería inútil pagar un sueldo a los pedagogos si la educación no hiciera mejores a los hombres. La comparación es mordaz: si negamos la educabilidad de la virtud, no solo negamos la enseñanza, sino que desacreditamos el rol mismo de quienes enseñan.

Los pedagogos reciben al niño desde la lactancia, moldeándolo —como las nodrizas moldean el cuerpo— mediante costumbres, hábitos y ejemplos. Son los primeros en trazarlos dentro del camino de la virtud. Sin ese moldeado inicial, el carácter queda expuesto a desorden, corrupción y vicios tempranos.

Nos da el ejemplo del maestro laconio (espartano), famoso por su educación moral estricta. Cuando le preguntaron qué proporcionaba a sus alumnos, respondió: «Hago lo honesto agradable a los muchachos». Esta frase es decisiva: no basta enseñar la virtud como un deber; hay que hacerla atractiva, formar el deseo moral, el gusto por lo noble. La virtud no se adquiere solo por obligación, sino por afinidad interior.

Los pedagogos enseñan a los niños trivialidades: a caminar con la cabeza baja, a tocar los alimentos de cierto modo, a sentarse adecuadamente, a colocarse el manto en una forma prescrita. Estas lecciones son minuciosas pero vacías. Son reglas formales que buscan evitar el ridículo social, pero no forman el carácter ni instruyen en la virtud. La educación se reduce a un código de urbanidad externa, mientras la ética profunda —la relación con uno mismo, con la esposa, con los ciudadanos, con el poder— queda desatendida.

Si alguien afirmara que la medicina se ocupa de curar enfermedades menores —como la lepra o un panadizo— pero no de dolencias graves como la pleuresía, la fiebre o una inflamación cerebral, ¿no sería absurdo? Esta comparación sirve para denunciar la postura de aquellos que conceden que la educación, los libros y los consejos son útiles en temas triviales, pero no en los asuntos más grandes e importantes de la vida. Esta idea de que "lo más importante depende del azar" es precisamente lo que Plutarco quiere destruir.

Continúa con un ejemplo muy ilustrativo: sería ridículo aceptar que hay que aprender a remar pero sostener que se puede pilotar una nave sin aprendizaje previo. Remar es un ejercicio mecánico; pilotar requiere juicio, cálculo, prudencia, visión, experiencia. La contradicción es evidente. Sin embargo —y este es el punto de Plutarco— muchos piensan que todas las artes necesitan enseñanza, menos la virtud.

El filósofo critica aquí un prejuicio cultural similar a una práctica bárbara de los escitas relatada por Heródoto: los escitas cegaban a sus esclavos para evitar que les robaran la nata de la leche. El que niega la enseñabilidad de la virtud hace lo mismo, pero al revés: otorga "vista" (razón) a las artes serviles, pero la quita a la virtud. Es decir, da importancia racional a los oficios menores y relega la vida moral al terreno de lo irracional y lo espontáneo. Es una inversión de valores.

Plutarco entonces introduce la anécdota del general Ifícrates, utilizada como analogía política y moral. Cuando Calías le pregunta si es arquero, peltasta, jinete o hoplita, Ifícrates responde: «Ninguno de ésos, sino quien les da órdenes». Es decir, él no es un operador técnico, sino un estratega, un jefe que coordina, ordena y da unidad a todos los oficios militares. La enseñanza es clara: así como sería absurdo que se enseñen las técnicas militares menores —usar el arco, manejar la honda, cargar lanza— y al mismo tiempo se afirme que la estrategia, aquello que integra y dirige a todas las demás, surge por azar, sería aún más absurdo sostener que la prudencia (phronesis), guía de todas las virtudes, no es enseñable.

Plutarco profundiza este razonamiento: la prudencia es el timón de todas las capacidades humanas. Si no puede enseñarse aquello que da valor a todas las demás artes, entonces las artes se vuelven inútiles. Igual que un ejército sin general es un cuerpo sin cabeza, la vida humana sin prudencia es un conjunto de destrezas sin orientación, dispersas y potencialmente destructivas.

Puede haber esclavos bien adiestrados en tareas minuciosas: trinchar, asar, escanciar el vino. Pero si no existe disposición, orden y guía en quienes administran el banquete —es decir, si falta la prudencia que organiza—, no hay alegría ni provecho. Plutarco eleva este ejemplo doméstico a un plano moral: la virtud no es un adorno, sino la condición de posibilidad de toda armonía, eficiencia y bienestar en la vida humana.

Conclusión

En Si la virtud puede enseñarse, Plutarco concluye que la virtud no es un don espontáneo ni un fruto del azar, sino el resultado de una formación deliberada que integra disciplina, educación moral, guía prudencial y el cultivo del carácter desde la infancia. Así como todas las artes requieren enseñanza, la virtud —que dirige y ordena a todas ellas— necesita aún más instrucción, práctica y modelo; sin prudencia, justicia y autogobierno, las demás habilidades humanas permanecen ciegas y pueden volverse destructivas. Por ello, Plutarco sostiene que la verdadera excelencia ética es posible solo cuando se reconoce que la virtud se aprende, se cultiva y se perfecciona mediante la razón y el hábito.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Plutarco - Sobre el retraso de la justicia divina

Sobre la demora de la justicia divina” es uno de los tratados más profundos y conmovedores de Plutarco, donde el filósofo de Queronea reflexiona sobre un problema eterno: por qué los culpables parecen, a menudo, escapar impunes del castigo. Plutarco sostiene que la justicia divina nunca falla, aunque su ejecución pueda parecer tardía, pues el castigo comienza desde el mismo instante en que se comete la falta. La demora, dice, no es olvido, sino parte de un designio más amplio en el que la divinidad actúa con paciencia y misericordia, concediendo al hombre la posibilidad del arrepentimiento y de su redención moral. En esta obra se revela un profundo sentido ético y una fe racional en la inmortalidad del alma, que anticipa el espíritu de la doctrina cristiana sin pertenecer a ella, afirmando que la justicia divina, aunque invisible a los ojos del mundo, se cumple siempre con perfecta sabiduría.

SOBRE EL RETRASO DE LA JUSTICIA DIVINA

Lugar:

  • Delfos


Personajes:

  • Plutarco
  • Patrócleas
  • Timón
  • Olímpico

La divinidad tarda

El diálogo comienza con unas palabras que habría dicho un tal epicúreo del cual no se sabe nada, excepto el nombre: Quieto, quien luego de decir sus cosas se marchó. Patrócleas les dice a los demás si deberían discutir lo que había dicho el epicúreo y Timón dice que no es necesario hacerlo. Pero Plutarco les pregunta qué le pareció más perturbador de entre todas las cosas que dijo el epicúreo. Patrocleas confiesa que lo más perturbador fue aquello que dijo relativo a la tardanza de la justicia divina en los dioses. De hecho, esto ya se decía en Orestes de Eurípides:

''Demora, pero así es por naturaleza la divinidad''

El mismo Patrócleas dice que los dioses no deberían tener demora alguna porque los malvados deben recibir su castigo en el momento. En efecto, la prontitud hará que el malhechor no produzca más daño a la sociedad, pues esto solo incrementa el atrevimiento y la osadía del culpable. Los castigos que se ejecutan rapidamente da consuelo a las víctimas y detienen las injusticias futuras. 

Critica entonces la célebre frase atribuida a Bías, quien decía que no temía que el malvado escapara al castigo, sino el no vivir él para presenciarlo. Con ironía, Patrocleas pregunta qué utilidad tuvo para los mesenios —ya muertos— que el traidor Aristócrates fuera castigado solo décadas después, o qué alivio pudieron sentir los habitantes de Orcómeno cuando Licisco sufrió enfermedad y pudrición corporal mucho tiempo después de su crimen. Para Patrocleas, estos casos muestran la insatisfacción humana ante la justicia tardía, pues cuando llega, quienes más la necesitaban ya no están para contemplarla.

Olímpico nos dice que hay otro absurdo que se produce de todas esas situaciones nombradas por Patrócleas y eso es la falta de fe con respecto a la divinidad. Los malvados, al no ver un vínculo inmediato entre sus faltas y el sufrimiento posterior, interpretan sus desgracias como mero azar y no como retribución moral. De este modo —dice— la lentitud divina no corrige, no causa arrepentimiento ni reforma al culpable: lo irrita, pero no lo instruye. Olímpico recurre entonces a una comparación equina: el castigo eficaz es el inmediato, como el látigo y la espuela que corrigen al caballo en el instante de la falta; golpear al animal mucho después resulta cruel e inútil, pues no enseña, solo daña. Así, una justicia que llega tarde, como la descrita por Eurípides —“con paso lento y a su tiempo”— se asemeja más al capricho y al azar que a una providencia ordenada. De ahí la ironía final: los famosos “molinos de los dioses”, que muelen despacio, harían la justicia invisible e inservible para frenar el vicio, pues nadie teme lo que no ve actuar.

El tiempo de Dios

Tras escuchar a Olímpico, Timón propone añadir aún otra dificultad, pero Plutarco lo detiene: no vale la pena “lanzar la tercera ola” —la objeción más difícil— mientras no se hayan resuelto las primeras. Con tono humilde y académico, Plutarco recuerda una regla de prudencia: así como un profano no debe opinar sobre medicina o guerra, nadie debería hablar con ligereza sobre asuntos divinos, pues juzgar la Providencia desde la perspectiva humana es como criticar al médico por operar “tarde” sin conocer las razones clínicas. Dios, dice, conoce el kairos, el momento oportuno para curar el alma mediante el castigo; y esa disciplina —la justicia divina— es la más alta de las artes, testimoniada por Píndaro y estudiada incluso por Minos según Platón. 

Si las leyes humanas, limitadas y opacas, contienen preceptos que parecen absurdos porque ignoramos su fundamento, ¿cómo pretender juzgar el orden de los dioses, cuyas razones nos superan infinitamente? Por ello, no es sorprendente que nos resulte difícil comprender por qué algunos son castigados antes y otros después: la Providencia no es arbitraria, sino ciencia perfecta cuyo propósito y ritmo escapan a la mirada mortal.

Plutarco aclara que no está eludiendo el problema, sino pidiendo indulgencia para abordar una cuestión tan alta con prudencia. Retoma entonces a Platón para fundamentar su tesis: Dios es el paradigma de todo bien y otorga virtud a quienes pueden “seguirle”, es decir, imitarle. El cosmos mismo —según la filosofía platónica— surgió del caos al imitar el orden divino; y la vista fue dada al ser humano para contemplar el movimiento armonioso de los cielos y habituarse así a amar la armonía y lo noble, rechazando el desorden y la irracionalidad. 

Si la virtud humana consiste precisamente en imitar la calma y el orden de Dios, también el castigo divino se ejecuta “a su tiempo” y con serenidad, no por miedo a equivocarse, sino como modelo pedagógico: al demorar el castigo, Dios enseña a los hombres a no reaccionar movidos por la pasión y la ira, sino a cultivar la paciencia y evitar la violencia inmediata. La justicia divina, lenta y medida, es así una escuela de moderación: el ser humano debe aprender a no abalanzarse sobre el culpable para saciar un apetito emocional, sino a obrar conforme a la razón, siguiendo la mansedumbre y templanza del orden superior.

El tiempo es consejero indispensable para que el castigo se administre con orden y sin remordimiento: mejor un pequeño desarreglo (beber “agua turbia”, dice Sócrates) que la acción vengativa e irracional contra un familiar tomada en cólera. Cita la máxima opuesta atribuida a Tucídides —“vengar la ofensa lo más cerca posible”— para invertirla: la verdadera justicia recibe lo debido cuando se aplica con distancia, no con furor inmediato. La cólera, como en la imagen de Melancio, expulsa la prudencia y pervierte el juicio; la reflexión, en cambio, purifica la decisión y permite una sanción mesurada que no sea fruto de ira sino de justicia. En suma: la demora deliberada no es cobardía ni indiferencia divina, sino un método ético que protege la rectitud del castigo y la comunidad misma frente a la violencia impulsiva.

Plutarco agrega ejemplos humanos para ilustrar la virtud de contener la ira antes de castigar. Recuerda el caso de Platón, quien afirmaba haber mantenido el bastón levantado largo rato sobre un esclavo, no para prolongar el castigo, sino para dominar su propia cólera antes de aplicarlo. Menciona también a Arquitas, que al percatarse de haber reaccionado con excesiva dureza hacia sus siervos, se limitó a decirles que tenían suerte de que estuviera airado, pues precisamente por estarlo prefirió no castigarlos. Si tales ejemplos humanos —argumenta Plutarco— sirven para suavizar la inclinación natural hacia la violencia y la venganza, con mayor razón debe hacerlo el ejemplo de Dios, quien sin temor a errar ni posibilidad de arrepentimiento, aun así retrasa el castigo para obrar con paciencia y mansedumbre.

Las penas humanas —limitadas y proporcionales— se detienen en la simple retribución: buscan que el culpable sufra por lo que hizo y actúan de inmediato, “ladrando” y siguiendo al delincuente como perros que vigilan cada paso. La justicia divina, en cambio, mira al alma y a su disposición interior: observa si sus pasiones ceden, si el arrepentimiento la doblega y si su inclinación original al bien —que Dios conoce desde su nacimiento— puede ser restaurada. No todos pecan por la misma raíz moral: algunos tienen maldad incurable y son apartados prontamente para no dañarse más a sí mismos ni a los demás; otros, en cambio, cayeron por ignorancia y malas influencias, sin malicia absoluta, y reciben tiempo para corregirse. Si finalmente persisten en el mal, entonces sobreviene el castigo, pues nada puede escapar a la Providencia. Así, la tardanza divina no es negligencia, sino misericordia discriminante que da oportunidad de transformación al alma capaz de volver al bien, mientras elimina a quienes son incorregibles.

Plutarco subraya que el carácter (êthos) no es fijo, sino moldeable (tropos, “inclinación”), y que el hábito puede transformar radicalmente a una persona. De ahí que no deba apresurarse la justicia divina: la demora puede permitir la conversión del carácter y la recuperación de la virtud. Para sostenerlo, ofrece ejemplos históricos. Cita a Cécrope, presentado como “de doble naturaleza” no por corrupción, sino por reforma positiva: de duro y serpentino en sus comienzos, se volvió un gobernante humano y moderado. Lo mismo con tiranos célebres como Gelón, Hierón y Pisístrato, quienes, aunque ascendieron al poder con medios injustos, lo ejercieron luego con sabiduría, fomentando la agricultura, la disciplina cívica y el bien común. Gelón incluso impuso a Cartago dejar los sacrificios humanos, dando prueba de nobleza moral superior. Menciona también a Liciadas de Megalópolis, que abandonó la tiranía y devolvió las leyes a su pueblo, muriendo heroicamente en defensa de la patria. Si Milcíades, Cimón o Temístocles hubieran sido castigados prematuramente por sus faltas iniciales —o por sospechas y errores juveniles— Atenas no habría conocido Maratón, Eurimedonte ni Artemisio. El argumento es claro: la Providencia tarda porque ve posibilidades de bien donde el juicio humano solo vería culpa, y matar el vicio de raíz puede, en algunos casos, destruir también la semilla del futuro héroe.

Pasando a otro tema, los dialogantes discuten la ley de los helenso por la cual una mujer embarazada sentenciada a muerte debe permanecer en prisión hasta que de a luz. Plutarco aprovecha este ejemplo para decir que ciertos hombres, condenados por un delito, pueden ''dar a luz'' cierta información que serviría para esclarecer los hechos que ocurrieron. En ocasiones, un condenado puede aportar beneficios esenciales antes de sufrir su pena, como revelar complots, aconsejar decisiones prudentes o actuar en momentos críticos. Por ello, sostiene que quien retrasó el castigo para permitir ese bien actuó mejor que quien se apresuró a ejecutar la pena.

Para reforzar su argumento, ofrece ejemplos históricos. Señala que si Dionisio, el tirano de Siracusa, hubiera sido castigado al inicio de su reinado, los cartagineses habrían dominado Sicilia y los griegos no habrían logrado defenderla. Del mismo modo, si Periandro, tirano de Corinto, hubiera sido eliminado de inmediato, varias colonias griegas (Apolonia, Anactorio, Léucade) no habrían sido fundadas o sostenidas. Y menciona a Casandro, cuya tardía caída habría permitido la reconstrucción de Tebas.

Recuerda que muchos de los mercenarios que ocuparen ese mismo templo terminaron muriendo miserablemente después de servir en Sicilia con Timoleón, quien expulsó a tiranos y derrotó a los cartagineses. 

Dios —dice Plutarco— puede servirse de un tirano como si fuera un verdugo, y solo después, cuando ese tirano ha cumplido su función, lo abandona.

Compara esta idea con la medicina: hay sustancias desagradables y procedentes de animales impuros —como la hiel de la hiena o el cuajo de la foca— que, aun siendo repulsivas, tienen propiedades curativas. Así también, algunos pueblos que han actuado mal son “medicados” por la divinidad mediante gobernantes duros y crueles que los corrigen y purgan su corrupción.

Plutarco menciona ejemplos históricos:

  • Fálaris fue una medicina amarga para los habitantes de Acragante.

  • Cayo Mario lo fue para los romanos.

  • Los sicionios, tras su crimen contra Teletias, recibieron tiranos como Ortágoras, Mirón y Clístenes, quienes —aunque despóticos— restablecieron el orden.

Otros pueblos, en cambio, no recibieron ese remedio y por eso no prosperaron.

Luego introduce otro argumento: de familias impías o despreciables pueden nacer grandes hombres. Como un agricultor no corta las espinas hasta obtener los espárragos, y los libios no talan el monte aromático hasta recoger la goma preciosa, Dios no destruye una estirpe malvada mientras de ella pueda brotar un hombre valioso.

Da ejemplos:

  • De familias manchadas surgieron los reyes de la estirpe de Sísifo, Autólico y Flegias, hombres de gran fama y poder.

  • Pericles nació de un linaje acusado de sacrilegio.

  • Pompeyo provenía de un padre tan odiado que su cadáver fue pisoteado por el pueblo.

Así, concluye Plutarco, es preferible tolerar la existencia de una línea malvada si de ella nacerán grandes benefactores para la humanidad. Mejor perder riquezas —como los focidios con el botín de Ifíto y el saqueo de Delfos— que impedir el nacimiento de hombres virtuosos y útiles como Ulises o Asclepio, aunque provinieran de padres viles.

No se trata de que el castigo tarde porque los dioses sean indiferentes; se trata de que la sanción llega en el momento más adecuado y simbólico, revelando la moralidad profunda del universo.

Para ilustrarlo, cita ejemplos:

  • Calipo, asesino de Dión, fingió amistad y lo mató con un puñal.
    Ironicamente, él mismo fue asesinado más tarde por sus amigos, con el mismo puñal. La justicia lo alcanzó mediante su propio método, mostrando una especie de simetría moral divina.

  • Mitis de Argos murió en una revuelta.
    Pero su asesino no escapó: una estatua de Mitis cayó sobre él en el ágora durante un espectáculo público. El castigo fue extraordinario y público, señalando que los dioses administran justicia a su manera, sin prisa, pero sin falta.

Luego Plutarco añade dos historias más, esta vez narradas por Lamprías:

  • Aristón, mercenario, robó joyas consagradas a Enfile y se las llevó a su esposa.
    El castigo no vino de tribunales, sino de la tragedia doméstica:
    su propio hijo incendió su casa en una disputa y la familia murió.
    Aquí aparece la idea griega de la mancha sacrílega hereditaria.

  • Beso el Peonio asesinó a su padre sin ser descubierto.
    El crimen parecía olvidado… hasta que él mismo se delató, hablando de que las golondrinas “lo acusaban” cuando destruyó su nido.
    Su comentario, producto de culpa o delirio moral, permitió que se descubriera su crimen y fuese castigado.

En todos estos casos, Plutarco remarca que: El castigo llega, pero llega cuando más revela la verdad moral del acto cometido.

Por lo demás, hay un castigo que el malhechor recibirá después de la muerte. Esto porque todos tenemos un alma por la cual, una vez muerto el ciuerpo, esta sobrevive y recibirá, según sea, o el castigo o la recompensa según como se haya comportado. Si no existiera dicho castigo, entonces los dioses tratarían a los malhechores con blandura y sin ningún propósito. 

Además, el mal que llevan dentro los malhechores no tiene ningún beneficio en ellos. Con el tiempo ellos mismos se resigarán y lo revelarán, en situaciones que, a lo mejor, nadie sabe.

El malvado lleva su pena consigo: su alma, ennegrecida por el vicio, se convierte en su propia cárcel. La conciencia culpa, el recuerdo punza, el temor acompaña. Quien actúa con injusticia no logra estabilidad interior; se agita entre remordimientos y deseos contradictorios, deseando escapar de sí mismo pero sin poder hacerlo. Así, el vicio se convierte en un tormento permanente, y la culpa opera como verdugo silencioso.

La naturaleza del alma corrompida está marcada por la inquietud. Donde hay ambición desmedida, placer desenfrenado y envidia, allí también nacen la superstición, el miedo a la muerte, la debilidad para el esfuerzo y la ansiedad constante por el juicio ajeno. El malvado no confía ni siquiera en quienes lo elogian, pues percibe en la admiración ajena una condena implícita. Su carácter es frágil y quebradizo, como hierro mal templado. La vida disoluta acaba por volverse insoportable para quien la lleva, y la conciencia pesa como un grillete invisible.

Incluso cuando el criminal realiza obras aparentemente buenas —devuelve un depósito, ayuda a un amigo o contribuye a la ciudad— no alcanza la paz. Pronto se arrepiente de aquello que hizo por vergüenza o impulso momentáneo, porque su voluntad está dividida y su ánimo dominado por pasiones inferiores. Su bondad momentánea no nace de virtud, sino de inestabilidad emocional y temor al reproche. Así como un actor en escena es aplaudido antes de ser castigado en la tragedia, el malvado puede parecer próspero hasta que la verdad moral lo alcanza.

Timón queda satisfecho con la explicación, pero levanta aún un último tema que es la responsabilidad de los descendientes por sus padres. En efecto, achacar el mismo crimen a quienes no tienen nada que ver es algo absolutamente injusto. Relata que Esopo llegó a Delfos enviado por Creso, rey de Lidia, para ofrecer sacrificios suntuosos y distribuir dinero entre los delfios. Sin embargo, tras una disputa con ellos, Esopo realizó los sacrificios pero decidió devolver el oro a Sardes, juzgando indignos a los destinatarios. Los delfios, ofendidos, lo acusaron falsamente de sacrilegio y lo asesinaron arrojándolo desde la roca Hiampia. Indignado por esta injusticia, el dios —Apolo— castigó la ciudad con esterilidad y enfermedades, hasta el punto de que los delfios vagaban por Grecia, suplicando que alguien vengara la muerte del fabulista para poner fin a su castigo.

Tras el asesinato de Esopo por los delfios, la expiación no ocurrió de inmediato: solo con la llegada de Idmón de Samos, descendiente no de Esopo, sino de quienes lo habían comprado —es decir, indirectamente vinculado al caso— y tras ofrecer los ritos adecuados, la comunidad quedó liberada de los males enviados por el dios. Este ejemplo subraya que la culpa colectiva puede “heredarse” hasta que una reparación ritual y moral se realiza. Plutarco añade luego contraejemplos de injusticia humana para mostrar lo delicado del tema: ni siquiera los admiradores de Alejandro pueden aprobar la aniquilación de Bránquidas, castigada por la traición de sus antepasados; del mismo modo, la respuesta irónica de Agatocles a los corcirenses (“vuestros padres recibieron a Ulises”) y a los itacenses (“vuestro rey cegó a un pastor”) revela lo absurdo y cruel que puede ser castigar a los descendientes por hechos antiguos. Con esto, Plutarco distingue la providencia divina —que actúa para purificar y restaurar el orden moral— de la venganza humana, que cuando imita ciegamente esa transmisión de culpa cae en injusticia y barbarie.

Cita el caso de los feneatas, castigados —según un relato mítico— mil años después por la disputa de Heracles con Apolo por el trípode délfico; menciona también a los sibaritas, a quienes un oráculo prometió liberación solo cuando su ciudad fuese destruida tres veces para expiar una antigua ofensa; y alude finalmente al antiguo ritual de los locros, que enviaban doncellas a Troya para servir humildemente en el templo de Atenea como reparación por la profanación cometida por Áyax Oileo. 

Cuando hubo terminado, Plutarco le pregunta a Timón si considera verdaderas todas esas historias, a lo que Timón responde que solo algunas, pero si esto es así, los relatos de Plutarco contendría los mismos absurdos. 

Plutarco, con ironía moderada, responde que aun cuando ambos discursos puedan parecer semejantes, despojar la discusión de excesos narrativos alivia el calor de la disputa, como un enfermo que se quita cobijas aunque siga con fiebre. Decide, así, dejar de lado aquellas fábulas y mitos dudosos, y dirige la atención a un hecho reciente y concreto: las Fiestas Teoxenias, donde Timón consideró noble dedicar públicamente parte del sacrificio a los descendientes de Píndaro. 

Timón admite haber celebrado, como algo noble y profundamente griego, la proclamación pública que distinguía a los descendientes de Píndaro; Plutarco, entonces, recuerda prácticas semejantes en Esparta, donde se honraba a los sucesores de Terpandro, y menciona además el orgullo genealógico de los mismos interlocutores por su supuesta descendencia de figuras heroicas como Ofeltias y Deifanto. También alude a una acción reciente en la que colaboraron con él para restituir a los Licormas y Satileos el derecho hereditario de portar corona por su linaje de Heracles, subrayando que los griegos consideraban justo perpetuar el reconocimiento a los descendientes de un benefactor histórico que no recibió en vida plena gratitud ni recompensa.

Si aceptamos que los hijos de los buenos pueden beneficiarse del prestigio y el honor de sus ancestros, entonces no podemos exigir que los descendientes de los malos queden siempre libres de las consecuencias de sus antepasados.

Plutarco pone ejemplos concretos: en Atenas se honraba a los descendientes de Cimón, pero se expulsaba a los descendientes de Lácares y Aristión, tiranos odiados. Quien se alegra por lo primero y se enfurece por lo segundo —dice Plutarco— es incoherente y “quisquilloso” con los dioses: quiere gratitud heredada, pero no responsabilidades heredadas.

Por tanto, su punto es: si el honor puede transmitirse en la comunidad, también ciertas consecuencias pueden transmitirse. No porque los dioses sean injustos, sino porque la vida humana y social funciona mediante continuidad moral entre generaciones. Además, Plutarco sugiere que muchas veces esta herencia moral no es castigo ciego, sino el resultado natural del carácter, la educación y el hábito transmitido en la familia o ciudad.

Posteiormente, Plutarco trata de acercarse a una explicación razonable —aunque no absolutamente cierta— sobre por qué a veces los castigos parecen alcanzar a los descendientes de los culpables. Subraya primero un punto metodológico: cuando tratamos asuntos divinos, debemos ser prudentes, porque ni siquiera en nuestras propias acciones humanas poseemos certeza absoluta. Luego introduce ejemplos de la vida común para mostrar que en la naturaleza existen procesos de transmisión y contagio que no comprendemos del todo.

Menciona costumbres y observaciones:

  • Los hijos de enfermos de tisis o hidropesía se sientan con los pies en el agua durante la cremación para evitar “contagio”.

  • El rebaño se inmoviliza si una cabra muerde un cardo peligroso, hasta que el pastor interviene.

Con estos ejemplos sugiere que existen fuerzas invisibles de transmisión, ya sean físicas, emocionales o morales, que actúan sin que entendamos completamente su mecanismo. Luego recuerda la peste que se originó en Etiopía y llegó hasta Atenas (causando la muerte de Pericles y afectando a Tucídides), y pregunta: si aceptamos fenómenos naturales que viajan enormes distancias y provocan efectos devastadores después de un tiempo, ¿por qué nos sorprende tanto que una culpa antigua tenga consecuencias posteriores en los descendientes?

Para Plutarco, entonces, los castigos que se extienden en el tiempo funcionan como una especie de contagio moral o causal, con conexiones invisibles entre pasado y presente. Las causas existen, aunque no podamos verlas, y la justicia divina actúa de modo silencioso, casi natural, manteniendo el vínculo entre el crimen y su consecuencia a lo largo del tiempo.

Lo mismo ocurre con las ciudades. Las ciudades son como un órgano vivo por el cual el paso del tiempo no ocurre en vano. Se pueden reconocer las grandes cosas que se han hecho a ellas, pero también las injusticias y estas son visibles para todos. Sin embargo, las ciudades parecieran persistir en su aspecto como si estuvieran siempre del mismo modo, en cambio, en los hombres esto no pasa. Es difícil reconocer a una persona sin haberla visto por 30 años, pero la ciudad puede ser reconocible si no se ha visto por 30 años. Con todo, ambas, las personas y las ciudades, llevan consigo las justicias y las injusticias que les han propinado. 

La superviviencia del alma

En ese momento, Olímpico le interrumpe diciendo que por el discurso que pronunció, se puede deducir que Plutarco cree en la superviviencia del alma. Plutarco le responde que sí, pues de no ser así, no se habrían avanzado tanto en la conversación. Sin embargo, Olímpico entonces le pregunta si cree que el alma es absolutamente inmortal, o que sobrevive por un tiempo y luego muere.

Plutarco le dice que no, que cree absolutamente en la inmortalidad del alma, pues entonces todas las libaciones que se hacen a los dioses, los sacrificios y los honores a los muertos no tendrían ningún sentido. 

Plutarco menciona una profecía relativa a “Córax” (que suena igual que kórax, “cuervo” en griego). Patrócleas, desconcertado, pregunta quién es este “Cuervo” del que habla Plutarco. Entonces Plutarco aclara que no se refería al ave ni a un símbolo, sino al sobrenombre de Calondas, el hombre que mató al poeta Arquíloco.

Según la tradición, Arquíloco era poeta “consagrado a las Musas”, por lo cual su asesinato era una ofensa religiosa. Calondas/Córax fue expulsado por la Pitia (la sacerdotisa de Delfos) y más tarde recibió la orden oracular de realizar un ritual de expiación en el Ténaro, lugar mítico asociado al “pasaje de las almas” —una especie de puerta o umbral hacia el más allá.

Plutarco añade un segundo ejemplo: el caso de los espartanos y el alma de Pausanias, un general acusado de traición que murió refugiado en un templo. El oráculo ordenó que se realizara un rito de apaciguamiento de su espíritu, para que este dejara de vagar y perturbar el santuario. Se llamaron especialistas “evocadores de almas” desde Italia para realizar los sacrificios necesarios.

No se puede creer en la providencia divina sin creer también en la inmortalidad del alma. Ambos conceptos —dice— están tan estrechamente unidos que aceptar uno y negar el otro destruye el razonamiento. Si el alma sigue existiendo después de la muerte, es lógico que reciba recompensas o castigos por lo hecho durante la vida, porque la vida es como una contienda en la que el alma lucha y solo al final recibe lo que merece.

Sin embargo, Plutarco reconoce un problema: los castigos y premios del alma en el más allá no son visibles para los vivos. Por eso, a los hombres no les sirven como advertencia, porque “nos pasan inadvertidos”. Para impedir el mal, la justicia divina —según Plutarco— actúa de un modo que sí puede ser visto por los humanos: proyecta algunas consecuencias visibles sobre los descendientes y la familia del culpable. Este tipo de castigo tiene un valor pedagógico: disuade a los malvados, porque nada resulta tan doloroso y vergonzoso como ver a los propios hijos sufrir por nuestra culpa.

Plutarco plantea una imagen dramática: si un impío, después de morir, pudiera observar a su familia deshonrada, arruinada y en desgracia por causa de sus actos, jamás osaría recaer en la injusticia. La idea no es que Dios castigue arbitrariamente a los inocentes, sino que el castigo visible sobre los descendientes se convierte en un espejo moral para los vivos, una advertencia que mantiene el orden social y moral.

La crítica de Bion

Plutarco nos relata una crítica de Bión, un filósofo cínico, quien se burla de la idea de que los dioses castiguen a los hijos por las culpas de los padres. Bión compara esa supuesta injusticia con un médico que intenta curar a un paciente tratando al nieto del enfermo: algo ridículo, porque ningún tratamiento aplicado a otra persona puede curar al enfermo original. Plutarco reconoce que la comparación puede parecer razonable, pero inmediatamente muestra que es inadecuada para entender la justicia divina.

Primero, diferencia claramente entre la medicina física y la justicia moral. En medicina, tratar a uno no cura al otro; el cuerpo enfermo no mejora porque otro reciba ungüentos o emplastos. Pero en el ámbito moral y social, el castigo visible sí puede tener efectos preventivos y correctivos sobre quienes lo presencian. Plutarco subraya que la justicia tiene una misión: contener a unos mediante el castigo de otros. Es decir, el castigo ejemplar sirve para frenar la repetición del mal.

Luego introduce un ejemplo mucho más preciso que el de Bión:
supón que un padre murió por una enfermedad grave pero no congénita; en él la enfermedad se desarrolló por descuido y falta de disciplina. El hijo no tiene la enfermedad propiamente tal, pero sí una predisposición, una tendencia heredada que puede activarse si no se cuida. En este caso, un buen médico o un maestro sabio impone restricciones: dieta, disciplina, ejercicios, medicinas, abstinencia. El castigo o privación no es un castigo arbitrario: es una intervención preventiva que impide que la “semilla” de la enfermedad florezca.

No es absurdo que los hijos de los malvados reciban “tratamientos” o restricciones, incluso si no han cometido personalmente el crimen. Parte de una observación evidente y cotidiana: cuando alguien proviene de una familia con enfermedades hereditarias (epilepsia, gota, bilis, etc.), los médicos y familiares no esperan a que el joven enferme para actuar. Se recomienda vigilancia, disciplina, dieta, ejercicio y medicación preventiva. No porque el hijo esté enfermo, sino porque tiene predisposición a enfermar.

De la misma forma —dice Plutarco— no se considera castigo ni crueldad aconsejar a un joven precaución y esfuerzo físico para impedir que la enfermedad genética se active. Quien confunde este cuidado con castigo es “cobarde y blando”, porque no entiende que el propósito no es dañar, sino proteger.

A partir de aquí, Plutarco traslada el argumento al plano moral:
si es justo y natural prevenir que un cuerpo predispuesto se enferme, ¿por qué no actuar igual respecto al alma? Si un joven hereda desde su familia una inclinación, un carácter o un temperamento peligroso —una “semilla” de vicio—, ¿deberíamos dejar que esa tendencia crezca libremente hasta volverse destructiva? ¿No sería más razonable que la providencia intervenga antes de que el mal se manifieste plenamente?

Por eso Plutarco concluye citando a Píndaro: el vicio puede brotar como un fruto maligno del alma, si se permite que la inclinación hereditaria crezca sin control. Mejor corregir, prevenir y educar que permitir que el joven caiga en el mismo desastre moral que su progenitor.

Prevención y diagnóstico

La justicia divina actúa de manera preventiva y diagnóstica, no simplemente reactiva. Comienza citando a Hesíodo, quien aconseja no engendrar “tras un triste funeral”, sino hacerlo en un momento de alegría y armonía, porque el estado emocional de los padres influye en la disposición espiritual de la descendencia. Con este ejemplo, Plutarco muestra que incluso la sabiduría humana reconoce que en el nacimiento se transmiten no solo rasgos físicos, sino también disposiciones emocionales, temperamentos y pasiones.

Sin embargo, afirma que discernir las tendencias ocultas del alma no es tarea humana, sino divina. En las crías de animales salvajes —osos, lobos, monos— la naturaleza muestra su carácter desde el comienzo, sin máscara. Pero en el ser humano ocurre lo contrario: nuestra capacidad de imitar, aprender costumbres y ocultar tendencias hace que el mal pueda permanecer invisible durante largo tiempo. La cultura, las leyes y los hábitos pueden disimular o adormecer la inclinación congénita al vicio, o incluso borrarla por completo; pero a menudo también la ocultan bajo una capa de hipocresía, de modo que la semilla del mal sólo se revela cuando se presenta la ocasión propicia.

Plutarco señala que los humanos juzgamos ingenuamente: creemos que alguien es ladrón solo cuando roba, tirano cuando abusa del poder, adúltero cuando actúa, cobarde cuando huye. Pero esta visión es superficial. Para él, la maldad —como la toxicidad de un escorpión o el veneno de la víbora— existe antes de manifestarse en la acción; la oportunidad solo revela lo que ya estaba en el carácter. Dios, en cambio, no se deja engañar por las apariencias ni por la tardanza de los actos; conoce la disposición, la inclinación y la naturaleza íntima del alma desde su origen. Por eso no espera a que la violencia estalle, o que el crimen se consuma, para actuar. No castiga como respuesta a una ofensa —pues no puede ser afectado por el daño—, sino que castiga muchas veces antes, como un médico que detiene una crisis epiléptica antes de que aparezca, suprimiendo la semilla del vicio antes de que brote en actos destructivos.

Plutarco señala que los interlocutores actúan con inconsistencia: primero se quejan de que Dios castiga demasiado tarde; ahora lo acusan de intervenir demasiado pronto, incluso antes de que el mal llegue a manifestarse. Con esto pone en evidencia la limitación de la perspectiva humana: no vemos las causas, no entendemos los riesgos ocultos, y no conocemos el futuro, por lo que juzgamos erróneamente las acciones divinas. Lo que para nosotros parece injusto puede, desde la perspectiva divina, ser un acto de protección o prevención.

Luego introduce una comparación médica: hay personas enfermas que no soportan ciertos remedios, mientras que otros, que aún no están enfermos pero tienen un riesgo mayor, se benefician de esos mismos tratamientos. La medicina no aplica igual para todos. Con esto Plutarco explica que la justicia divina tampoco actúa uniformemente, porque no todas las almas son iguales ni presentan los mismos peligros morales.

A partir de aquí desarrolla una idea central: no todos los pecados de los padres recaen sobre los hijos. Si un descendiente es moralmente sano —así como ocurre cuando un hijo nace sano de un padre enfermo—, el ciclo de castigo familiar se rompe. Plutarco da ejemplos: Antígono no pagó por las faltas de Demetrio, ni Fileo por Augías, ni Néstor por Neleo. Esto muestra que la justicia divina no castiga mecánicamente por linaje, sino solo cuando existe continuidad de carácter, cuando el vicio se repite.

Para reforzar su tesis, Plutarco usa la analogía biológica: rasgos físicos que no aparecen en los hijos pueden reaparecer en los nietos o bisnietos. Así como manchas, verrugas o señas reemergen tras saltar generaciones, también los rasgos morales —pasiones, inclinaciones, disposiciones— pueden estar latentes y manifestarse más adelante. Da ejemplos concretos:

  • Una mujer sospechosa de adulterio demuestra ser descendiente de etíopes en cuarta generación.

  • El hijo de Pitón de Tisbe muestra una marca corporal hereditaria tras varias generaciones.

Con esta analogía concluye que la naturaleza humana puede ocultar durante un tiempo la inclinación heredada al mal, pero cuando la disposición reaparece, la justicia divina actúa, porque ve lo que nosotros no vemos: las tendencias ocultas, los rasgos profundos que tienden a regenerarse con el tiempo.

En este punto del diálogo, Olímpico responde con humor y cautela: no quiere felicitar a Plutarco demasiado pronto, porque todavía quieren escuchar el mito, o al menos la historia ejemplar que Plutarco ha anunciado. Plutarco entonces empieza a relatar el caso de un hombre de Solos, pariente del filósofo Protógenes, cuyo ejemplo pretende ilustrar de forma viva la idea de que el alma puede cambiar radicalmente y que la justicia divina, incluso cuando parece dura, puede tener fines medicinales y purificadores.

Este hombre, en su juventud, vivió entregado al desenfreno y al vicio. Su mala conducta lo llevó rápidamente a la ruina económica, y por un tiempo se convirtió en un miserable, víctima de sus propios excesos. Sin embargo, en cuanto intentó corregir el rumbo de su vida, cayó en un fenómeno que Plutarco compara con el comportamiento de los libertinos: esos que no valoran lo que tienen mientras lo poseen, pero lo persiguen con desesperación cuando lo han perdido. El hombre intentó recuperar sus bienes recurriendo a todo tipo de prácticas ilícitas o deshonestas, buscando provecho rápido, y consiguió así no riqueza, pero sí fama de ser uno de los más viles y tramposos de su región.

Su reputación se volvió aún peor tras consultar el oráculo de Anfíloco. Preguntó si le iría mejor en lo que restaba de su vida, y el dios le respondió que sería más feliz “cuando muriera”. La frase parecía un presagio siniestro, y los demás lo tomaron como una condena moral. Tiempo después, el hombre sufrió un accidente: cayó desde cierta altura, golpeándose el cuello y permaneciendo inconsciente durante tres días. Fue dado por muerto y llevado a sus propios funerales.

Pero ocurrió algo extraordinario: “resucitó” antes de ser enterrado, recuperó el aliento y volvió a la vida. Plutarco dice que el golpe no había causado heridas mortales, sino una suspensión vital que rozaba el límite entre la vida y la muerte. Y lo decisivo es que tras volver en sí experimentó una transformación espiritual radical. La gente de Cilicia comenzó a conocerlo como un hombre justo, piadoso, generoso con los amigos y firme frente a los enemigos. Su carácter cambió por completo, al punto de que todos se preguntaban qué había ocurrido en ese intervalo misterioso entre la “muerte” y el regreso a la vida.

Al desprenderse de lo corporal, entra en un estado perceptivo completamente distinto. Primero, el hombre siente un shock, un vértigo: se compara a sí mismo con un timonel arrojado del barco al océano, una imagen que expresa la pérdida abrupta de control y orientación. Luego, tras ese primer momento, comienza a ascender y experimenta una expansión interior: su alma se abre como un único ojo, es decir, adquiere visión total, un modo de percepción unificado y panorámico, muy distinto a la visión fragmentada del cuerpo.

Lo que percibe no es el mundo humano sino una inmensidad cósmica: estrellas enormes, separadas por vastos intervalos, irradiando luz. Y él mismo se mueve por ese espacio como si navegara con facilidad sobre un mar tranquilo, sin peso, sin resistencia, desplazándose suavemente en todas las direcciones. Esta imagen simboliza el desprendimiento del alma de las limitaciones corporales: la libertad, la ligereza y la claridad de movimiento.

Luego describe la visión de las almas que ascienden desde el fondo (la región inferior, asociada a la vida terrenal y a los restos de la materia). Su ascenso produce una especie de burbuja de fuego, una metáfora que indica el desprendimiento del alma de lo corporal, como si el aire se rompiera y liberara la forma espiritual. Cuando la burbuja estalla, cada alma adopta figura humana, pero hecha de luz y con movimientos diferentes.

Estas almas no poseen aún equilibrio moral o intelectual:

  • Algunas ascienden rectamente, con ligereza y armonía: representan almas ordenadas, purificadas, con dirección clara.

  • Otras rotan como husos, moviéndose en espiral, subiendo y bajando sin control: son almas confusas, turbadas, llenas de pasiones no purificadas.

El hombre reconoce a varias almas conocidas y trata de acercarse a ellas, pero ellas no lo escuchan ni lo ven: están fuera de sí, agitadas, atrapadas por el miedo y la confusión. Estas almas se agrupan en masas tumultuosas, repitiendo movimientos caóticos y gritos incoherentes, signos de angustia y sufrimiento interno. Plutarco sugiere que estas almas llevan consigo las pasiones que no corrigieron en vida, y que esas pasiones se vuelven tormentos después de la muerte.

En contraste, otras almas se encuentran más arriba, en una región “pura” de la atmósfera, brillantes y en armonía. Se acercan entre ellas con serenidad, se reconocen con gestos de amistad y rehúyen el caos de las almas tumultuosas. Plutarco describe incluso un lenguaje no verbal: la concentración indica desagrado; la expansión, alegría; la dispersión, tolerancia. Esto sugiere que las almas purificadas se relacionan mediante estados del ser, no mediante palabra o sonido.

Tespesio (antes llamado Arideo) reconoce a un alma que cree familiar, aunque no está totalmente seguro porque el pariente murió cuando él era niño. Esa alma se le acerca y lo saluda por un nombre nuevo: “Tespesio”. Este cambio de nombre es crucial, porque simboliza una transformación espiritual. Ya no es el Arideo corrupto y desenfrenado de su vida pasada; ahora es alguien que ha cruzado una frontera y ha sido “renombrado” por una instancia superior. El alma explica que este nuevo nombre se debe a que no ha muerto realmente, sino que ha llegado allí “por decisión divina”, con solo la parte inteligente del alma separada del cuerpo, mientras el resto —las partes irracionales y pasionales— han quedado en su cuerpo como un ancla. Esto significa que Tespesio no está muerto, sino en un estado intermedio entre vida y muerte, una especie de iniciación espiritual.

El alma le da un criterio para distinguir a los muertos de los vivos: las almas verdaderamente muertas no proyectan sombra ni pestañean; esto simboliza la ausencia de corporeidad. En contraste, Tespesio ve que él sí tiene sombra, lo que demuestra que aún pertenece parcialmente al mundo físico.

Luego describe la visión de las otras almas. La apariencia luminosa o manchada de cada alma refleja su estado ético y espiritual. Algunas brillan con un resplandor uniforme, como una luna llena: estas son almas puras, sin mácula. Otras, en cambio, están surcadas por manchas oscuras, llagas y cicatrices, cada una representando vicios, pasiones no corregidas, injusticias cometidas o enfermedades internas del carácter. Las que aparecen abigarradas o con manchas como víboras son las más corrompidas, deformadas moralmente.

El alma pariente de Tespesio describe la estructura cósmica de la justicia según Plutarco, articulada bajo la figura de Adrastea, hija de Ananke (la Necesidad) y de Zeus. Adrastea encarna la justicia divina que nadie puede evadir, y su función es universal: ningún malvado escapa, sea grande o pequeño, poderoso o anónimo. Esta idea reafirma el argumento central del diálogo: la justicia divina puede demorarse, pero jamás falla.

Plutarco introduce un sistema tripartito de ejecutoras de justicia: Poine, Dike y Erinis. Cada una corresponde a un tipo distinto de castigo, acorde con el estado del alma y con el grado de su corrupción moral. Esta descripción responde directamente a las objeciones planteadas al principio del diálogo, mostrando que la aparente demora en el castigo se explica por una estructura compleja y jerárquica.

  • Poine se encarga de los castigos que ocurren en vida y a través del cuerpo. Estos castigos son “suaves” en comparación con los otros, y pueden incluso dejar pasar algunas faltas que requieren purificación más profunda. Poine actúa sobre quienes ya sufren indirectamente la consecuencia de su vicio: enfermedades, pérdidas, quiebras, desgracias. Pero sus castigos, al obrar sobre el cuerpo y las posesiones, no tocan la esencia del alma. Por eso Plutarco los compara con castigos “bárbaros”, como las prácticas persas que azotaban mantos o tiaras: castigos superficiales, que golpean la vestidura sin tocar a la persona. La idea es que estas penas exteriores son perceptibles, pero no penetran hasta la raíz del mal moral.

  • Dike, en cambio, interviene después de la muerte, cuando la purificación o curación del alma exige una labor más profunda. Ella recibe, de manos del daimon individual, las almas que requieren un tratamiento más duro, porque su vicio está arraigado. Estos castigos son más medicinales que vindicativos: buscan corregir, purificar, restaurar el orden interior del alma.

  • Erinis, finalmente, se ocupa de las almas totalmente incurables, aquellas que Dike rechaza como irredimibles. Son almas dominadas por pasiones extremas, violencia, injusticia absoluta. Erinis las persigue porque estas almas intentan huir, se desvían, tratan de evitar el orden. Los castigos de Erinis son los más terribles: en un lugar “indecible e invisible”, sin lenguaje humano, la experiencia del alma es de aprisionamiento y ocultamiento, símbolos de su deformidad interior.

Plutarco diferencia tres niveles de castigo según la profundidad del mal moral y la posibilidad de curación. Los castigos corporales son los más superficiales, apenas rascan la superficie del vicio; los castigos post mortem son más profundos, dirigidos a la esencia del alma; y los castigos para los irrecuperables son un confinamiento final, donde no hay retorno posible.

El alma guía conduce a Tespesio a través de un espacio inmenso, moviéndolo sin esfuerzo, como si fuese sostenido por alas hechas de luz. Esta imagen expresa la ligereza y la velocidad del alma cuando no está condicionada por el cuerpo. Pero el viaje se detiene abruptamente cuando llegan a una gran sima, profunda y misteriosa. Ese punto representa un límite entre regiones del alma: un territorio donde se juega la dimensión más peligrosa del viaje espiritual.

Las demás almas tampoco pueden entrar en esa sima: vuelan alrededor como pájaros, en círculos, incapaces de penetrar en ella. Esta imagen simboliza la incapacidad de muchas almas para resistir o comprender este espacio. Hay una atracción, pero también temor, porque el lugar ejerce un poder seductor que puede desviarlas de su progreso.

Plutarco describe la sima como un espacio que recuerda los antros báquicos: está lleno de vegetación exuberante, flores de colores vivos, perfumes intensos, y una brisa suave cargada de embriaguez. La atmósfera es atractiva, sensual, placentera. Las almas, al inhalar esos olores, se dispersan y se relacionan con jovialidad, envueltas en risa, juegos, celebraciones y placeres. Aquí aparece una alegoría poderosa: el peligro del placer sensorial que disuelve la parte racional del alma. El lugar está lleno de transportes báquicos, es decir, éxtasis irracional, frenesí, descontrol. Así como el vino excesivo embriaga el cuerpo, esta región embriaga el alma.

El guía explica que este es el Lugar del Olvido (Léthē). Por este camino ascendió Dioniso cuando volvió al Olimpo y cuando elevó a su madre Sémele. La referencia a Dioniso no para glorificar el frenesí, sino para subrayar su carácter ambivalente: Dioniso es a la vez elevador del alma y dios del olvido que “humedece” lo racional. Su camino no es para todos; solo quienes han sido purificados pueden atravesarlo sin perderse.

El alma guía impide que Tespesio se quede allí. Aunque él, tentado, desea permanecer, el guía lo arrastra a la fuerza. La explicación es profunda: la parte inteligente del alma —el nous— se disuelve al entrar en contacto con el placer embriagador; la parte irracional, corporal, se reanima y recuerda el cuerpo. Ese recuerdo despierta deseo, y el deseo, nostalgia del mundo terrenal. La nostalgia se convierte en peso, y el peso inclina el alma hacia abajo, hacia la reencarnación, que Plutarco describe como "la inclinación de un alma humedecida hacia la tierra".

Tespesio ve una gran crátera hacia la cual confluyen corrientes de colores diversos. La imagen recuerda la crátera del Timeo de Platón —donde el Demiurgo mezcla los elementos del alma del mundo—, pero aquí toma un tono más órfico y místico. Cada corriente tiene un color distinto: blanco puro, púrpura irisada, tonos variados que emiten luz propia. Esas corrientes representan influencias espirituales o “sustancias” psíquicas que se mezclan para formar las experiencias visionarias y la materia de los sueños.

Sin embargo, cuando Tespesio se acerca, el efecto cambia. Los colores desaparecen, el brillo se disipa y solo queda la blancura. Esto sugiere que lo que desde lejos parece diverso y atractivo, al aproximarse muestra su verdadera naturaleza: los colores eran ilusiones, efectos ópticos del alma confundida por la distancia. La blancura simboliza lo puro y lo simple, lo no adulterado. Los colores —como en los sueños— son mezclas, deformaciones, efectos de refracción psicológica.

Entonces aparecen tres démones sentados formando un triángulo, mezclando las corrientes de acuerdo con proporciones precisas. Esto indica que los sueños no son caóticos por naturaleza: hay principios, medidas e inteligencias intermedias que regulan el modo en que las imágenes llegan al alma humana. Los démones actúan como mediadores entre lo inteligible y lo sensible, entre lo verdadero y lo aparente. Su tarea es mezclar elementos de realidad con elementos imaginarios, en proporciones que crean símbolos y visiones.

El guía de Tespesio explica que hasta aquí llegó Orfeo buscando el alma de Eurídice, pero cometió un error de memoria —es decir, interpretó mal lo que vio— y difundió entre los humanos el mito equivocado de que el oráculo de Delfos era compartido por Apolo y la Noche. Plutarco desmiente esa idea: Apolo (símbolo de orden, claridad, razón) y la Noche (símbolo de lo confuso, lo onírico) no comparten espacio. Lo que Orfeo vio no era Delfos, sino este oráculo errante, dominio de la Noche y la Luna.

Este “oráculo de la Noche y la Luna” no está fijado en un santuario como Delfos; es móvil, fluido, inestable, y llega a los hombres en sueños y visiones. Por eso los sueños contienen una mezcla de verdad y error: toman algo simple y verdadero, pero lo dispersan y deforman al combinarlo con elementos engañosos. Los démones son los responsables de esa mezcla proporcional, que convierte la verdad en imágenes simbólicas, a veces confusas, a veces distorsionadas.

El alma guía le advierte que quizá ya no pueda contemplar el oráculo de Apolo, el más elevado, luminoso y puro. La razón es profunda: su alma todavía está “atada” al cuerpo —esa amarra que Plutarco describe como algo que tira hacia abajo, impidiendo el ascenso completo. No se trata de una atadura física, sino moral y ontológica: Tespesio aún no está completamente purificado; conserva vínculos con pasiones, hábitos e inclinaciones corporales. Por eso, aunque puede elevarse mucho, no puede llegar hasta el nivel más alto de visión.

Aun así, el guía intenta mostrarle la luz que emana del trípode de Apolo, situado simbólicamente sobre el Parnaso y cuya irradiación atraviesa el golfo de Temis. Pero la luz es tan intensa que Tespesio no puede verla: su resplandor lo ciega. Esta imposibilidad señala que el alma humana, mientras esté unida parcialmente a lo corporal, no puede soportar la revelación directa del intelecto divino —la luz apolínea es demasiado pura para un alma todavía mezclada con lo irracional.

Aunque no puede ver, sí puede oír. Escucha la voz de una mujer que profiere versos proféticos, una voz aguda que anuncia eventos futuros. Entre esos vaticinios, Tespesio percibe incluso la fecha aproximada de su propia muerte. El guía le explica que la voz pertenece a la Sibila, que canta el porvenir mientras se mueve delante de la luna. La luna funciona aquí como un portal intermedio entre lo divino y lo terrenal; la Sibila profetiza desde ese punto liminal, conectando mundos.

Tespesio quisiera escuchar más, pero no puede. La luna, con su propio movimiento —como un remolino— lo empuja hacia afuera del alcance auditivo.

El alma guía le advierte que quizá ya no pueda contemplar el oráculo de Apolo, el más elevado, luminoso y puro. La razón es profunda: su alma todavía está “atada” al cuerpo —esa amarra que Plutarco describe como algo que tira hacia abajo, impidiendo el ascenso completo. No se trata de una atadura física, sino moral y ontológica: Tespesio aún no está completamente purificado; conserva vínculos con pasiones, hábitos e inclinaciones corporales. Por eso, aunque puede elevarse mucho, no puede llegar hasta el nivel más alto de visión.

Aun así, el guía intenta mostrarle la luz que emana del trípode de Apolo, situado simbólicamente sobre el Parnaso y cuya irradiación atraviesa el golfo de Temis. Pero la luz es tan intensa que Tespesio no puede verla: su resplandor lo ciega. Esta imposibilidad señala que el alma humana, mientras esté unida parcialmente a lo corporal, no puede soportar la revelación directa del intelecto divino —la luz apolínea es demasiado pura para un alma todavía mezclada con lo irracional.

Aunque no puede ver, sí puede oír. Escucha la voz de una mujer que profiere versos proféticos, una voz aguda que anuncia eventos futuros. Entre esos vaticinios, Tespesio percibe incluso la fecha aproximada de su propia muerte. El guía le explica que la voz pertenece a la Sibila, que canta el porvenir mientras se mueve delante de la luna. La luna funciona aquí como un portal intermedio entre lo divino y lo terrenal; la Sibila profetiza desde ese punto liminal, conectando mundos.

Tespesio quisiera escuchar más, pero no puede. La luna, con su propio movimiento —como un remolino— lo empuja hacia afuera del alcance auditivo.

Tespesio vuelve a la contemplación de los castigos, y la visión ya no es simbólica ni abstracta, sino profundamente personal y devastadora. Al principio ve escenas de sufrimiento general, pero pronto la experiencia se vuelve íntima: reconoce entre los castigados a amigos, familiares y conocidos. Esto subraya la tesis central de Plutarco: el castigo del alma no es algo lejano o ajeno, sino una revelación dolorosa de lo que se creía oculto.

Lo más impactante ocurre cuando aparece el alma de su propio padre, completamente marcada por llagas, estigmas y deformidades morales que evidencian su culpa. El padre emerge desde un foso y extiende los brazos hacia él en gesto desesperado. Los verdugos obligan a su alma a confesar un crimen oculto: había envenenado a huéspedes ricos y había pasado desapercibido en el mundo terrenal. En la tierra fue considerado inocente; aquí, en la esfera de la verdad, queda al descubierto. Esta confesión forzada indica que nada permanece oculto en el más allá: la justicia divina revela lo que la justicia humana ignoró.

Tespesio queda paralizado, aterrado, incapaz de interceder o hablar. En su miedo, busca retroceder y huir; pero descubre que su guía benevolente ha desaparecido. Es empujado por entidades más terribles, que lo obligan a pasar por la región de los tormentos. Aquí Plutarco introduce otra distinción moral fina: los que fueron castigados en vida —aunque culpables— sufren menos después de la muerte, porque parte de su purificación ya ocurrió en la dimensión corporal. En cambio, “los que disimularon su maldad bajo apariencia de virtud” sufren castigos mucho más violentos: su alma debía ser “invertida” y expuesta, como cuando un animal marino se voltea al ser atrapado. Esta imagen brutal simboliza la revelación de la falsedad interior: quienes vivieron fingiendo virtud tienen el interior corrupto, y este interior debe ser expuesto con violencia.

El castigo continúa con escenas de almas que se devoran entre sí por rencor mutuo. Estas figuras son los que arrastran resentimiento, odio o envidia desde la vida terrenal; sus pasiones se han vuelto contra ellos. La idea aquí es psicológica: el mal compartido genera vínculos destructivos que continúan después de la muerte.

Luego Tespesio ve tres lagunas, cada una de un material distinto: oro, plomo y hierro. En ellas, démones semejantes a herreros castigan a los avaros y codiciosos. La simbología es exacta:

  • La laguna de oro hirviendo representa el ardor de la avaricia; el alma se “incandesce” por su pasión.

  • La laguna de plomo helado simboliza el endurecimiento y frialdad del alma codiciosa cuando la riqueza no la satisface.

  • La laguna de hierro representa la dureza extrema del corazón que la avaricia produce.

El proceso es cíclico y doloroso: las almas son fundidas, enfriadas, endurecidas, quebradas y vueltas a fundir, como metal defectuoso que jamás se purifica del todo. El sufrimiento no es físico, sino espiritual: es la manifestación del tormento interno que el alma codiciosa vivió en la tierra de forma oculta. Ahora el vicio se transforma en castigo tangible.

El daño moral más allá de la muerte

El tormento de las almas que creían haber terminado su castigo, pero son arrastradas de nuevo a él cuando llegan al más allá los descendientes que fueron víctimas indirectas de sus crímenes. Este aspecto es clave para comprender la doctrina plutarquiana de la solidaridad moral entre generaciones: el daño que los padres causan puede afectar a los hijos, y esa consecuencia reaparece como un elemento de juicio también en el mundo espiritual.

Las almas que perjudicaron a sus hijos o descendientes sufren más que cualquier otro tipo de alma. Cuando un descendiente injustamente afectado por sus actos llega al más allá, reconoce a la alma culpable y se lanza sobre ella con furia, echándole en cara el dolor sufrido. Se muestran mutuamente las “marcas” de sus sufrimientos: no son cicatrices físicas, sino señales espirituales que representan las consecuencias psicológicas, sociales, materiales o morales de los actos cometidos en vida.

El alma culpable trata de huir, de esconderse, pero no puede. Plutarco enfatiza que en el mundo espiritual no existe escapatoria a la verdad moral. Los verdugos —los ejecutores de la justicia divina— persiguen a esa alma y la obligan a volver a un nuevo ciclo de castigos. Aquí aparece un elemento muy psicológico: la angustia de aquellas almas que “ya sabían lo que les esperaba”. El castigo no es solo doloroso por su intensidad, sino también por la anticipación del sufrimiento, la memoria de lo que ya padecieron y lo que volverán a padecer.

La imagen de los descendientes aferrándose al alma culpable como abejas o murciélagos, chillando y acusándola, es profundamente simbólica. 

Reencarnación

Tespesio contempla el momento más terrible y decisivo: la reencarnación de las almas en nuevos cuerpos. No es un proceso natural, suave o voluntario; Plutarco lo presenta como un acto violento, técnico y doloroso, ejecutado por “artesanos” que moldean las almas como si fueran metal o arcilla. Esta imagen corresponde a la tradición pitagórico-platónica, pero Plutarco la presenta con un realismo inquietante: las almas son forzadas, soldadas, fragmentadas, ensambladas o borradas según el carácter y vida que tendrán en su próxima existencia.

Los artesanos —démones especializados— adaptan cada alma a la forma de animal según la vida moral que esa alma ha llevado y el estado interior que conserva. Esto enlaza con todo lo anterior: las manchas, los colores, el vicio o la virtud determinan el molde y destino.

En medio de este proceso aparece una de las almas más negras: la de Nerón. Su alma aparece "fea" y además “claveteada con remaches ardientes”, detalle que recuerda el castigo de las almas incurables mencionado por Platón en Fedón. Los artesanos ya la habían configurado como una víbora nicándrica, un reptil cargado de veneno y malignidad, destinado a vivir devorando a su propia madre —una referencia directa al matricidio cometido por Nerón en vida.

Pero ocurre algo inesperado: una luz enorme brilla, acompañada de una voz que ordena detener su transformación. Los dioses —dice la voz— han decidido premiarlo, transformando su alma en un ser más pacífico, un animal cantor de pantanos. Este premio no exime su crimen, pero presenta un matiz importante: Plutarco afirma que Nerón había liberado al pueblo “mejor y más amado por la divinidad entre sus súbditos”, referencia a la liberación de Grecia al eximir a los griegos de ciertos tributos y cargas. Nerón fue un monstruo moral, pero tuvo un gesto cuyo valor religioso era inmenso. La justicia divina, en consecuencia, incorpora también la recompensa, incluso para un criminal: su destino se suaviza por un acto aislado de bondad.

Plutarco subraya así que la justicia divina no es ciega; tiene memoria tanto de los crímenes como de las acciones virtuosas, incluso cuando provienen de un alma extremadamente corrupta.

Tespesio se encuentra en el umbral final de su visión. Justo cuando va a marcharse, aparece una figura femenina majestuosa. Ella lo toma y le dice: “Ven aquí tú, para que recuerdes con más detalle cada cosa”. Está a punto de fijar la memoria del viaje en su alma mediante una varita al rojo vivo —un instrumento similar al que usan los pintores para grabar líneas sobre la cera o la madera. Aquí la varita simboliza la impresión indeleble de la experiencia, como un sello filosófico para que no olvide lo aprendido.

Pero otra mujer lo detiene. Esta figura representa la contracorriente que impide que el alma humana permanezca demasiado tiempo en el mundo espiritual. Las fuerzas superiores vuelven a intervenir, y Tespesio es arrastrado de golpe por un torrente de aire, “como a través de un sifón”, hacia su cuerpo físico. Esta imagen expresa la violencia del regreso: el alma se precipita hacia el peso corporal como si fuera aspirada.

Tespesio abre los ojos al pie de su tumba: ha vuelto a la vida justo en el momento de sus funerales, lo cual enlaza plenamente con el relato inicial de su “muerte” aparente.


Conclusión

En De la tardanza de la divinidad, Plutarco concluye que la justicia divina no es lenta ni arbitraria, sino perfecta en su ritmo y en su alcance: corrige a cada alma según su naturaleza, a veces durante la vida y otras después de la muerte, mostrando que el castigo no es venganza sino purificación. Lo que para los hombres parece demora es en realidad nuestra incapacidad para ver las causas ocultas, las herencias morales y los lazos invisibles que unen a los vivos y a los muertos. Nada queda sin reparar: la divinidad castiga y recompensa en el momento exacto, cuando el alma puede recibir la corrección que le corresponde.