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miércoles, 13 de agosto de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II: Capítulos I - X)

En estos capítulos del Libro II de los Ensayos, Montaigne nos arrastra a una exploración fascinante de la naturaleza humana, con su habitual mezcla de ironía, agudeza y sinceridad. Desde la inconstancia de nuestras acciones hasta el amor de los padres, pasando por el vino, la conciencia, la costumbre, el valor, la lectura y el entrenamiento del alma, cada texto revela los vaivenes del espíritu humano y desnuda nuestras contradicciones más profundas. Lejos de dar lecciones cerradas, Montaigne nos abre preguntas que siguen siendo tan inquietantes hoy como en su siglo. 


ENSAYOS 

LIBRO II: Capítulo I - X

Capítulo I: De la inconstancia de nuestras acciones

Montaigne observa que quienes estudian el comportamiento humano se enfrentan a una gran dificultad: los actos de una misma persona suelen ser tan contradictorios entre sí, que parece imposible que provengan de un mismo individuo. Esa falta de coherencia interna, esa multiplicidad contradictoria en nuestras acciones, es según él una característica fundamental del ser humano. Lo ejemplifica con figuras históricas: Mario, que encarnó tanto la ferocidad guerrera como la delicadeza amorosa; el papa Bonifacio VIII, que fue astuto como un zorro, feroz como un león y terminó despreciado como un perro; y el emperador Nerón, conocido por su crueldad, pero que alguna vez mostró compasión al firmar una sentencia de muerte.

Montaigne señala que estos contrastes no son excepciones, sino que abundan y que cualquier persona, si se observa honestamente, puede reconocerlos en sí misma. Por eso, le parece sorprendente que los sabios o estudiosos traten de forzar una coherencia o una “armonía” en las acciones humanas, cuando lo más propio de nuestra naturaleza es, precisamente, la vacilación, la contradicción, la inconstancia.

Reconoce que puede haber cierta razón en juzgar a una persona según los rasgos más constantes de su vida. Sin embargo, sostiene que esta tarea es ilusoria, pues nuestras costumbres y pensamientos son inherentemente inestables. Critica así a los autores que pretenden construir una imagen coherente del ser humano, eligiendo una idea central —una “clave de interpretación”— y forzando los hechos a encajar en ella. Cuando estos no encajan, simplemente los omiten o los disimulan. De este modo, la pretensión de coherencia no revela al ser humano, sino que lo falsea.

En este contexto, pone como ejemplo al emperador Augusto, cuya vida estuvo marcada por cambios tan rápidos y variados que ni los más audaces historiadores han logrado emitir sobre él un juicio unificado. De ahí que Montaigne declare que la inconstancia es la verdadera constante del ser humano, mientras que su opuesto —la firmeza en principios rectores— es una excepción muy rara. Para conocer mejor a una persona, propone juzgarla “al por menor”, es decir, en el detalle y la multiplicidad concreta de sus actos, y no bajo abstracciones unificadoras.

Afirma además que vivir según principios seguros es precisamente el ideal de la filosofía, pero que pocos lo han logrado. Cita a un autor antiguo (probablemente Séneca) que define este ideal como querer y no querer constantemente una misma cosa, a lo cual Montaigne agrega un matiz importante: solo es deseable la constancia cuando la voluntad es justa, pues un deseo injusto, si es constante, se convierte en obstinación viciosa. Para él, el vicio se caracteriza precisamente por su desorden y falta de medida, lo que impide que tenga verdadera coherencia o estabilidad.

Refuerza su tesis con una cita atribuida a Demóstenes: “El fundamento de toda virtud es la deliberación; su fin, la constancia”. Pero señala que los humanos rara vez siguen la razón; más bien, vivimos movidos por impulsos y apetitos inmediatos. No sabemos con claridad lo que queremos, cambiamos de propósito constantemente, deseamos hoy lo que despreciamos ayer y viceversa. Todo ello nos hace semejantes al camaleón o al objeto flotante que es arrastrado por la corriente, sin rumbo propio.

Afirma que los hombres no desean nada de forma libre, absoluta ni constante: flotamos entre opiniones e impulsos que nos empujan en direcciones opuestas, sin plan de vida ni voluntad unificada. Propone que si alguien consiguiera verdaderamente regirse por principios fijos y una estructura estable de vida, su conducta sería armónica y ordenada, como la de un músico que domina todos los acordes de su instrumento. Ejemplifica esto con Catón el Joven, símbolo del estoicismo romano, cuya vida fue congruente con sus principios. Pero admite que tal ejemplo es raro: la mayoría de los hombres se guía por juicios particulares y actúa según la ocasión, sin coherencia general.

Expone entonces la historia de una joven que intentó suicidarse para evitar el acoso de un soldado, un gesto que parecía testimonio de gran virtud. Pero luego se supo que su vida anterior y posterior no era tan “casta” como aparentaba. Montaigne concluye, con ironía amarga, que no debemos deducir de un solo acto heroico una naturaleza virtuosa, pues el comportamiento humano está lleno de excepciones, momentos pasajeros, contradicciones. Somos, como diría él, "de barro y ceniza".

Continúa con ejemplos de soldados cuyo valor o cobardía varía según las circunstancias. Un soldado valiente mientras sufría una enfermedad, pierde su bravura al sanar. Otro que había luchado con fiereza tras ser saqueado, se rehúsa a pelear una vez recuperadas sus pertenencias. Otro más, que había sido humillado por Mahoma, se lanza en combate como un acto de despecho más que de coraje auténtico. Estos actos no provienen de la razón o del carácter constante, sino de impulsos momentáneos: ira, humillación, pérdida, miedo, vino, trompetas.

Para Montaigne, esto no significa necesariamente hipocresía o falsedad, sino que la naturaleza humana es mutable, inestable, contradictoria. Por eso algunos pensadores antiguos postularon que teníamos dos almas o dos fuerzas opuestas que nos arrastraban en sentidos contrarios: una hacia el bien, otra hacia el mal. Montaigne, sin aceptar literalmente esta explicación, comprende su origen en la observación del comportamiento humano, pues la diversidad de nuestros actos parece tan extrema que resulta difícil atribuirlos todos a un mismo espíritu.

No solo los eventos externos lo afectan, sino que él mismo se transforma interiormente sin cesar, debido a la inestabilidad de su propia disposición. El “yo” no es una entidad fija, sino una multiplicidad de estados de ánimo que se suceden con rapidez. Cambia de juicio, de humor, de inclinación; por eso no puede ofrecer un autorretrato claro ni definitivo. Lo que ve en sí mismo es un conjunto de cualidades opuestas que se manifiestan en distintos momentos, dependiendo de las circunstancias. Esta observación lo lleva a concluir que no puede resumirse en una palabra —ni valiente ni cobarde, ni generoso ni avaro—, y que "distingo" es el principio más universal de su lógica: todo depende del momento y del matiz.

Con notable escepticismo, añade que muchas veces el bien es producto del vicio, si se juzga solo por la acción y no por la intención. Así, una acción valerosa no basta para probar que alguien es valiente: quien es verdaderamente valiente lo es siempre, en todos los escenarios. Un acto aislado de coraje puede ser solo un accidente, no el fruto de una virtud estable. Por eso se burla de quienes se aterrorizan ante una cuchilla de afeitar, pero resisten con firmeza en el campo de batalla; o de quienes lloran por una pérdida doméstica mientras antes habían soportado con valentía el peligro físico. Lo que cambia no son los hechos, sino la raíz interna que los motiva.

Montaigne insiste en que la verdadera virtud se distingue por su regularidad, por emanar de una razón firme. Cita la sentencia: "Nada puede ser constante si no procede de un principio racional cierto" (Nihil enim potest esse aequabile, quod non a certa ratione proficiscatur). Así, incluso Alejandro Magno, ejemplo máximo de valor militar, no escapa a la crítica: sus arrebatos de superstición, su miedo ante conspiraciones y su desproporcionado remordimiento tras matar a Clito quiebran la imagen de constancia y fortaleza que de él se construye.

Por tanto, la conducta humana —según Montaigne— es un tejido de elementos heterogéneos, desconectados y a menudo contradictorios. Pretender construir con ellos una imagen heroica o virtuosa es un fraude. La virtud verdadera no admite simulacros ni componendas, y cuando es fingida, “nos arranca la máscara del semblante”. Es como un color que está tan adherido al alma, que no puede ser eliminado sin destruirla.

Citando una sentencia antigua: "no es de extrañar que el azar tenga tanto poder sobre nosotros, si vivimos por azar". Con esto retoma una idea que atraviesa todo el ensayo: la falta de dirección clara en la vida humana, la ausencia de un proyecto unificado que organice las acciones particulares en torno a un fin superior. Para él, solo quien tiene un propósito puede ordenar sus actos con coherencia. Lo contrario es actuar por fragmentos, improvisando a cada paso, sin saber hacia dónde se va. Utiliza una imagen potente: ¿de qué sirve tener colores si no se sabe lo que se quiere pintar? Sin un diseño, sin una visión del conjunto, nuestras decisiones no pueden ser más que dispersas.

Ilustra su crítica con ejemplos históricos: los jueces que declararon apto a Sófocles para administrar su casa solo por haber escrito una buena tragedia, o los enviados que en la isla de Paros designaron a los campesinos más laboriosos como magistrados, asumiendo que la diligencia privada garantiza la virtud pública. Montaigne rechaza estas analogías simplistas: el hecho de actuar bien en un ámbito no asegura una coherencia moral o racional en la vida completa, pues estamos hechos de piezas múltiples, cambiantes, contradictorias. De ahí que declare: “somos seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa”, tan divididos incluso dentro de nosotros mismos como lo estamos frente a los demás. Con ironía clásica, cita a Séneca: “Magnam rem puta, unum hominem agere”"considera una gran hazaña el que un solo hombre se comporte siempre como uno solo".

Continúa Montaigne mostrando cómo incluso las pasiones más bajas, como la ambición, la codicia o el deseo sexual, pueden generar conductas que exteriormente parecen virtuosas: valentía, templanza, generosidad, prudencia. La ambición puede hacer valiente al cobarde, la codicia puede hacer audaz al perezoso, el deseo puede hacer osado al tímido. Cita un verso de Virgilio para ilustrar cómo una joven, movida por el deseo amoroso, se escapa sigilosamente de casa por la noche, superando el miedo y la obediencia.

A partir de esta observación, concluye que no basta con juzgar al ser humano por sus acciones exteriores, pues estas pueden ser producto de causas viciosas o fortuitas. Para comprender al hombre, es necesario introducir la sonda en el fondo de su alma, discernir los motivos reales que lo mueven. Pero esa empresa es sumamente difícil, sujeta a mil errores y conjeturas. Por eso termina con una advertencia melancólica: pocos deberían atreverse a juzgar con ligereza, porque comprender el alma humana es una empresa elevada, compleja y muchas veces inaccesible.


Capítulo II: De la embriaguez

Montaigne comienza este ensayo distinguiendo entre los vicios. Aunque todos son moralmente reprobables, no todos son iguales ni deben ser juzgados con la misma severidad. Critica a los estoicos por sostener que todos los pecados son iguales, ya que esa concepción —llevada al extremo— termina por igualar el sacrilegio con una falta menor, como robar una col de una huerta. Para él, esa confusión en la medida y jerarquía de los pecados es peligrosa, pues permite que crímenes atroces como el asesinato o la traición se oculten bajo la excusa de que hay otros también culpables, pero en menor grado. De ahí la importancia de aprender a distinguir con precisión entre las faltas, tal como los filósofos —como Sócrates— diferenciaban entre los bienes y los males.

A partir de esta idea general, Montaigne se concentra en uno de esos vicios: la embriaguez, al que califica como uno de los más groseros y corporales. A diferencia de otros vicios —como la ambición, la lascivia o incluso el robo— en los que el ingenio, la astucia o el coraje pueden jugar un papel, la embriaguez se presenta como una degradación puramente física. No hay nada noble ni elevado en ella; no es más que pérdida del dominio de sí mismo y del entendimiento, un hundimiento del alma en lo más bajo del cuerpo. Describe con crudeza sus efectos: lentitud, tropiezos, torpeza de lengua, pérdida de la razón. El vino —dice— hace aflorar los secretos más profundos del bebedor, como el mosto que al hervir lleva a la superficie las impurezas del fondo del tonel.

Sin embargo, y como es habitual en Montaigne, su crítica no es rígida ni dogmática. Revisa numerosos ejemplos históricos que matizan su posición. Relata cómo Augusto y Tiberio confiaban asuntos importantes a hombres conocidos por su afición al vino, y cómo incluso grandes conspiradores, como los asesinos de Julio César, estaban lejos de ser abstemios. En un curioso contraste, recuerda también un episodio oscuro en que el vino fue usado como medio de abuso sexual, así como otro caso cercano, contado por una dama de su confianza, sobre una aldeana embarazada tras haber sido violada mientras dormía ebria. En ambos casos, la embriaguez no solo expone al ridículo, sino a la pérdida de dignidad y a consecuencias irreparables.

Montaigne observa que la antigüedad fue mucho más indulgente con la embriaguez. Filósofos como Sócrates o Catón eran conocidos bebedores. Incluso entre los estoicos —habitualmente austeros— algunos defendían el consumo de vino para aliviar el alma o despertar los sentidos. Cita a médicos que recomendaban emborracharse una vez al mes para estimular el estómago y evitar su pereza, y comenta con ironía que en ciertas culturas, como la persa, los consejos más serios se daban tras beber.

Pese a considerar la embriaguez un vicio, Montaigne afirma que es menos grave que otros. No ataca directamente a la sociedad, como lo hacen la maldad o la traición. Es un vicio cobarde, dice, pero más indulgente, y al menos no requiere medios costosos ni causa tanto daño colectivo. En la vejez, incluso, puede ser uno de los últimos placeres naturales accesibles. Un hombre mayor le confesó que el placer de beber era uno de los pocos que aún le quedaban, y Montaigne reflexiona que ese tipo de goce, por ser sencillo y natural, merece cierto aprecio. Aún así, advierte contra el exceso de refinamiento en la elección del vino: un bebedor genuino debe tener el paladar dispuesto a disfrutar cualquier trago, sin dejarse esclavizar por la delicadeza.

Critica también el estilo francés de beber poco y solo en las comidas, defendiendo una actitud más generosa y prolongada en el acto de beber, al estilo antiguo. Relata el caso de un noble capaz de beber diez botellas de vino sin perder el juicio ni la eficacia en sus deberes. A su juicio, hemos reducido la cantidad de ocasiones para disfrutar del vino, y lo atribuye no a una mejora moral, sino a que hemos sustituido ese vicio por otros, como una sexualidad más desenfrenada, que además debilita el cuerpo y la capacidad para gozar el vino.

En un giro más íntimo, Montaigne evoca la figura de su padre, a quien describe con admiración: un hombre galante, culto, físicamente fuerte y casto. Su testimonio sobre la castidad de su época, que contrasta con la relajación actual de las costumbres, sirve para subrayar que ciertos vicios como la concupiscencia han crecido, mientras que otros como la bebida se han reducido, pero no por virtud sino por desplazamiento.

A medida que envejece, Montaigne reconoce que el vino se vuelve más grato, porque el calor vital se va concentrando en la parte superior del cuerpo. Sin embargo, él mismo no es capaz de beber sin tener sed. Bebe solo después de las comidas y encuentra que los últimos tragos le saben mejor que los primeros, una experiencia que vincula con la fisiología de la vejez. Recuerda que Anacarsis se sorprendía de que los griegos bebieran en copas más grandes al final de la comida, pero Montaigne encuentra en ello una lógica natural: el placer va en aumento con la limpieza del paladar.

Cita a Platón, quien prohibía el vino a los jóvenes pero lo permitía a los mayores, siempre que hubiera moderación y una autoridad que pusiera orden. Para Platón, el vino podía incluso devolver la alegría a los ancianos y fomentar la templanza, siempre que se evitara su uso durante el día o en situaciones oficiales. El filósofo Stilpón —dice Montaigne— prolongó artificialmente su vida a fuerza de vino puro, y Arcesilao, debilitado por la edad, sufrió lo mismo, aunque involuntariamente.

Con todo, Montaigne se pregunta si un filósofo puede realmente mantener su razón frente al vino. Reflexiona que hasta los más sabios, como Sócrates o Lucrecio, pueden caer bajo la influencia de una pasión, una enfermedad o una droga. Nadie está completamente a salvo. Incluso los héroes poéticos derraman lágrimas. Montaigne sostiene que la razón no puede suprimir del todo las pasiones ni protegernos de nuestra fragilidad humana. Podemos moderarlas, tal vez, pero no destruirlas.

Cierra con ejemplos extremos de heroísmo estoico y martirio, donde los personajes enfrentan la tortura sin ceder ni quejarse. Aunque admira esas acciones, duda de su normalidad: ¿no hay algo de furor, de locura en tales gestas? La constancia total le parece inalcanzable para un alma humana. Así como los poetas o los guerreros son impulsados por una especie de "fuego sagrado", también estos mártires parecen estar movidos por un estado de exaltación más allá de lo razonable. Platón y Aristóteles —concluye Montaigne— sabían que la inspiración o el valor extremos no pueden surgir sin cierta forma de locura, pues la verdadera cordura consiste en la justa medida, no en el exceso.


Capítulo III: Costumbre de la isla de Cea

Montaigne comienza señalando que si filosofar es dudar, entonces bobear y fantasear, como él lo hace, también lo es. Ahora bien cuando se trata de asuntos humanos, Montaigne se deja gobernar por la volutnad divina. 

Luego narra historia de cuando Filipo de Macedonia entró al Peloponeso, y que Damnidas, al enterarse, le dijeron que los lacedemonios sufrirían muchos males de no congraciarse con el invasor. Pero Damnidas calificó a los que dijeron esto de cobardes y añadió que el que no teme a la muerte, tampoco tema a ningún sufrimiento. Damindas y Agis afirman que quien no teme la muerte puede soportar cualquier otro mal, y que la verdadera libertad consiste en despreciar el miedo a morir. Estas actitudes van más allá de aceptar con serenidad la llegada natural de la muerte: representan una disposición activa a elegir la muerte frente a la deshonra o la esclavitud.

De hecho, presenta el caso de un joven lacedemonio esclavizado que, antes que someterse a una vida indigna, opta por lanzarse desde lo alto de una casa. Montaigne ve en estos actos no desesperación, sino dignidad, autonomía y valentía.

El más grande don de la naturaleza es haber hecho la muerte accesible a todos, como una vía de escape ante el sufrimiento. Frente a los lamentos por la vida, Montaigne ofrece una respuesta radical: nadie está obligado a permanecer en el mundo si este resulta insoportable. Lo expresa con una fórmula provocadora: "La naturaleza nos ha dado una sola entrada a la vida, pero muchas salidas." En este sentido, el suicidio puede ser, para el sabio, no una rendición, sino una afirmación de la libertad humana frente al destino.

Para Montaigne, la muerte no es tan solo el remedio a una enfermedad sino que la receta contra todos los males de la vida. Dice, cuanto más se es voluntaria, más se busca la muerte, pues la vida siempre depende de la voluntad ajena, pero la muerte solo depende de la nuestra. 

Ahora bien, y fiel a su estilo, Montaigne reconoce que no se puede afirmar con certeza absoluta la conveniencia del suicidio, aun en circunstancias extremas. A continuación, expone las objeciones religiosas, éticas y políticas a la muerte voluntaria, señalando que muchos creen que no somos dueños de nuestra vida, pues nos ha sido dada por Dios no solo para nuestro beneficio, sino para cumplir un propósito superior: glorificar a Dios y servir a los demás.

Desde este punto de vista teológico y social, quitarse la vida sería un acto de deserción, una huida culpable del deber. El suicida rompe el pacto con la comunidad, evade la carga que debe soportar, y desatiende la voluntad del Creador. Así, las leyes humanas lo castigan como un homicida, y las creencias religiosas lo condenan en el más allá. Montaigne cita un verso de Virgilio (Eneida, VI) que ilustra este castigo: las almas de los que se quitan la vida injustamente vagan tristes en el Hades, porque rechazaron la luz y se entregaron a la muerte sin causa.

Frente al elogio del suicidio como acto de libertad, Montaigne presenta otra visión: la verdadera fortaleza no está en romper las cadenas, sino en soportarlas con entereza. Pone como ejemplo a Régulo, quien, aun sabiendo que iba al martirio, prefirió cumplir su palabra antes que buscar su salvación personal, en contraste con Catón, quien eligió la muerte. Así, la virtud genuina no huye del dolor ni de la desgracia: al contrario, encuentra en la adversidad su alimento natural, como el roble que, al ser podado, se hace más fuerte.

Las citas de Séneca y de Marcial refuerzan esta idea: la virtud no teme a la vida, ni se retira frente a los males, sino que los enfrenta. Montaigne sostiene que es más fácil desdeñar la muerte en medio del dolor que aceptar la miseria con dignidad y paciencia. En consecuencia, quitarse la vida para huir del sufrimiento puede ser un signo de cobardía, no de valor.

Esta actitud crítica hacia el suicidio se acentúa cuando Montaigne observa que, con frecuencia, el temor a los males por venir lleva a los hombres a cometer actos desesperados, como quitarse la vida antes de tiempo. Pero muchas veces, en ese acto de huida, se precipitan justo en aquello que querían evitar. Parafraseando a Horacio y a Lucrecio, advierte que el miedo mismo puede ser la causa directa de la muerte, cuando en realidad, es ese miedo el origen de las preocupaciones, no la vida en sí misma.

Incluso entre quienes aceptan que el suicidio puede ser lícito, existen grandes dudas sobre en qué circunstancias está verdaderamente justificado. Señala que los estoicos llamaban al suicidio "acto razonado de libertad" (εὔλογον ἐξαγωγήν), pero advierte que, aunque a veces las causas parezcan válidas, es necesario aplicar una medida o juicio razonable. No toda causa es suficiente, y no toda muerte voluntaria se justifica como acto filosófico o heroico.

Critica las inclinaciones caprichosas o impulsivas que han llevado no solo a individuos, sino incluso a pueblos enteros, a la muerte. Menciona el caso conocido de las vírgenes milesias, que se suicidaban una tras otra por imitación, hasta que las autoridades detuvieron esta tragedia ordenando colgar los cadáveres públicamente, lo que bastó para detener la cadena de muertes. Este ejemplo ilustra la fuerza del contagio emocional y la falta de verdadera justificación racional en algunos suicidios colectivos.

Montaigne narra luego un episodio histórico: el diálogo entre Terción (Terycion) y Cleómenes, rey espartano derrotado en batalla. Terción lo insta a suicidarse para evitar la deshonra y el castigo de sus enemigos. Sin embargo, Cleómenes —con firmeza estoica y valentía lacedemonia— rechaza la idea. Afirma que mientras haya un atisbo de esperanza, uno no debe precipitarse hacia la muerte, y que vivir con resistencia es también un acto de coraje. La verdadera virtud, dice, está en luchar y servir hasta el final, no en huir.

Este argumento no convence a Terción, quien finalmente se quita la vida. Más tarde, Cleómenes hace lo mismo, pero solo después de haber agotado todos los esfuerzos por enfrentar su destino. Para Montaigne, esto prueba que no todos los males merecen de inmediato una respuesta tan extrema como el suicidio, y que, debido a lo incierto de los acontecimientos humanos, es muy difícil determinar el momento exacto en que ya no queda ninguna esperanza.

Plinio distingue solo tres enfermedades que justifican legítimamente el suicidio, siendo la más insoportable la piedra en la vejiga, que impide orinar y causa un sufrimiento físico insoportable. A esta lista, Séneca añade las enfermedades mentales crónicas, aquellas que trastornan el alma durante largos períodos, pues destruyen la facultad racional, considerada la esencia de la vida humana. De este modo, se introduce el criterio de que el sufrimiento —físico o psíquico— puede, en algunos casos, justificar la decisión de poner fin a la vida.

Pero no solo el dolor lleva al suicidio: también lo hace el deseo de evitar una muerte más humillante o dolorosa. Es el caso de Damócrito, líder etolio que, capturado y luego fugado, al verse nuevamente perseguido, prefiere atravesarse con su propia espada antes que caer otra vez prisionero. Aquí, el suicidio es visto como una forma de mantener la dignidad personal.

Montaigne también relata el caso colectivo de la ciudad de Epiro, defendida por Antínoo y Teodoto, que, al verse en la desesperación final, optan por lanzarse a la muerte atacando al enemigo, en un último gesto de valor desesperado. La motivación aquí no es solo evitar la esclavitud, sino morir con honor, combatiendo.

Un caso conmovedor es el del padre siciliano de la isla del Gozo, que, ante la inminente ocupación turca y el destino probable de sus hijas —violar, esclavizar, humillar— decide matarlas junto con su esposa y luego lanzarse él mismo a un ataque suicida. En este gesto se percibe una paradoja trágica: quitar la vida por amor y para evitar una vida de sufrimiento.

De manera similar, las madres judías que, ante la persecución de Antíoco, se lanzaban al vacío junto con sus hijos recién circuncidados, demuestran que el suicidio también puede ser una forma de protesta religiosa y resistencia cultural, para evitar ver profanadas sus creencias o su descendencia.

A continuación, Montaigne relata un caso más sutil: un noble prisionero en Francia que, advertido de que sería condenado a muerte, fue visitado por un sacerdote enviado por su familia. Este le propone un método piadoso —encomendarse a un santo y ayunar durante ocho días— que termina conduciéndolo a la muerte. Es un suicidio disimulado bajo forma religiosa, donde el ayuno se convierte en medio de evasión de la deshonra, tanto para el prisionero como para sus parientes.

Menciona el caso de Libo, al que su tía Escribonia le aconseja el suicidio como un acto de autonomía y prudencia: si ya está sentenciado de facto, es mejor morir por decisión propia que esperar pasivamente a que sus enemigos lo ejecuten. En su lógica, conservar la vida solo serviría para beneficiar a sus verdugos, que luego convertirían su muerte en escarnio.

Montaigne narra el caso de Racías, figura venerable del pueblo judío, apodado “padre de los judíos” por sus virtudes. El relato está tomado del Segundo Libro de los Macabeos (2 Macabeos 14:37-46), y se centra en el momento en que Racías, acorralado por las tropas de Nicanor, un enemigo de la ley de Dios, decide quitarse la vida antes de caer en manos de quienes —según su visión— mancharían su honor y profanarían su persona.

La escena es dramática y progresiva: Racías primero intenta matarse con su espada, pero el golpe no es mortal. Luego se lanza desde una muralla, atravesando a los soldados que le dan paso, y al caer, aún con vida y gravemente herido, reúne sus últimas fuerzas para desgarrarse las entrañas y arrojarlas a sus perseguidores, invocando la venganza divina sobre ellos. Su muerte, aunque sangrienta y violenta, es presentada como un gesto heroico y profundamente religioso, una forma de consagrar su honor ante Dios y su pueblo, más que simplemente evitar el sufrimiento.

Montaigne afirma que, de todas las ofensas contra la conciencia, la más grave —según su opinión— es la que se dirige contra la castidad de las mujeres. Esta gravedad se acentúa, dice, por el componente de placer físico que puede involucrarse involuntariamente en el acto de la violación. Por esta razón, afirma con ironía, la transgresión nunca es del todo completa, pues la fuerza parece ir acompañada de cierta voluntad —aunque esto refleje más una concepción masculina y antigua que un análisis moral moderno. Aquí Montaigne se mueve en un terreno ambiguo, mostrando la tensión entre el discurso moral, religioso y el humor típicamente escéptico de su estilo.

Evoca luego ejemplos de mujeres santas como Pelagia y Sofronia, canonizadas por haberse quitado la vida para evitar la violación. La historia eclesiástica honra tales muertes como gestos de fidelidad religiosa y de defensa extrema de la virtud. Estas mujeres prefirieron morir antes que permitir que sus cuerpos fueran profanados, y en ese acto encontraron no solo libertad, sino también santidad. Es un suicidio entendido como acto de fe y de dignidad personal.

En este punto Montaigne comienza a dar numerosos ejemplos históricos. Inicia recordando a Lucio Aruncio, que se suicidó para escapar tanto del futuro como del pasado; y a Granio Silvanio y Estacio Próximo, quienes, aun perdonados por Nerón, prefirieron morir antes que vivir bajo la constante amenaza de nuevas acusaciones. La motivación aquí es evitar una vida bajo sospecha y humillación, incluso después de recibir clemencia.

Presenta luego a Espargapizes, hijo de la reina Tomyris, que se quita la vida tras ser liberado por Ciro, por vergüenza de haber sido capturado; y a Bogez, gobernador de Jonia, que, sitiado por Cimón, rechazó salvarse para no sobrevivir a la pérdida de la ciudad confiada a su custodia. Bogez destruyó riquezas, mató a los suyos y se inmoló en una hoguera, en un acto de honor y lealtad extrema.

Montaigne pasa después a casos singulares: Ninachetuen, dignatario de Malaca, que al prever su destitución por el virrey portugués, preparó una pira ceremonial, pronunció un discurso sobre su honor y se arrojó al fuego. También relata suicidios femeninos por solidaridad con los esposos: Sextilia y Paxea mueren para servir de ejemplo y acompañar a sus maridos; y Coceio Nerva, jurista de prestigio, que se mata no por desgracia personal, sino por el decaimiento de Roma. Incluso hay muertes teñidas de ironía trágica, como la de la esposa de Fulvio, que se anticipa al suicidio de su marido culpándose de la desgracia.

Se incluyen ejemplos de suicidios colectivos. Vibio Virio y 27 senadores de Capua celebran un banquete antes de beber veneno, para evitar la humillación de rendirse a Roma, aunque algunos mueren tan lentamente que casi llegan a ver entrar a los enemigos. En este contexto aparece Taurea Jubelio, que, privado de unirse al sacrificio de sus conciudadanos, se suicida ante el cónsul como último acto de desafío.

Otras escenas muestran a comunidades enteras que prefieren destruirse antes que ser conquistadas: una ciudad india que se quema con todos sus habitantes; Estepa en España, cuyos ciudadanos matan a sus familias, prenden fuego a sus riquezas y se lanzan a las llamas, causando también la muerte de enemigos que intentaban salvar el botín; o los abidenses, que, al recibir de Filipo tres días para morir “ordenadamente”, llevan a cabo una matanza generalizada.

El deseo de la muerte puede surgir a veces como una esperanza de alcanzar un bien mayor, como lo expresó san Pablo, quien ansiaba despojarse de su cuerpo terrenal para unirse con Jesucristo. Esta idea también se refleja en la historia de Cleombrotos Ambraciota, quien, tras leer el Fedón de Platón, experimentó un ardiente deseo de la vida futura y se arrojó al mar sin razón aparente, motivado únicamente por su esperanza. En estos casos, la muerte voluntaria no debe ser confundida con la desesperación, sino que es impulsada por una profunda esperanza o por una inclinación tranquila y firme del juicio.

Un ejemplo similar es el del obispo Santiago del Chastel, quien, durante el viaje a los países de ultramar del rey san Luis, al ver que el ejército se disponía a regresar sin haber completado su misión religiosa, decidió buscar el paraíso. Se despidió de sus amigos y, en un acto de desesperada devoción, se lanzó contra las tropas enemigas, donde fue inmediatamente abatido. Este acto no fue tanto una reflexión sobre la muerte, sino una acción impetuosa y generosa movida por el ardor del combate y el fervor religioso.

Asimismo, en una remota región recién descubierta, se celebraba una procesión en honor a un ídolo local, en la que los habitantes se sometían a actos extremos de sacrificio, como cortarse trozos de carne o arrodillarse ante el paso del carro del ídolo, con la esperanza de alcanzar la veneración y ser considerados santos. Este tipo de sacrificios, aunque dramáticos, también reflejan un impulso de esperanza y devoción en busca de algo más allá de la vida terrenal.

En la antigüedad existieron leyes que regulaban la justicia y la oportunidad del suicidio. En Marsella, por ejemplo, se mantenía veneno preparado con cicuta a cargo del erario, disponible para aquellos que deseaban poner fin a sus vidas. Para que el suicidio fuera permitido, era necesario que los seiscientos miembros del Senado de la ciudad aprobaran las razones que impulsaban a la persona a quitarse la vida. Sin la autorización del magistrado y sin razones legítimas, no se permitía la muerte voluntaria. Este tipo de legislación también estaba vigente en otras regiones.

Un ejemplo de la práctica del suicidio se encuentra en la historia de una mujer que, en la isla de Cea, durante la estancia de Sexto Pompeyo, decidió acabar con su vida tras exponer sus razones a la comunidad. A pesar de los intentos de Pompeyo de disuadirla con su elocuencia, ella se mantuvo firme en su decisión. Había vivido noventa años de vida plena, tanto en salud como en fortuna, pero temía que al prolongar su existencia podría caer en la desdicha. Tras repartir sus bienes y exhortar a la unidad entre sus hijos y nietos, la mujer bebió el veneno frente a Pompeyo y sus acompañantes, explicando cómo el veneno iba afectando su cuerpo hasta que finalmente perdió la vida. Su acto fue tanto un símbolo de control sobre su destino como una reflexión sobre el miedo a una vida que pudiera volverse insoportable.

En algunos lugares remotos, como los mencionados por Plinio, la muerte era buscada intencionalmente. En una nación hiperbórea, los hombres, al llegar a una edad avanzada y hartos de la vida, se arrojaban al mar desde lo alto de una roca, después de haber disfrutado de una última comida. Este acto era una manera de evitar la muerte por enfermedad o sufrimiento extremo, y reflejaba una forma cultural de enfrentar el final de la vida, donde la búsqueda voluntaria de la muerte era una opción para quienes se sentían agotados de su existencia.


Capítulo IV: Mañana será otro día

Con este título, Montaigne quiere explicar la idea  de posponer las cosas para otro momento.

Antes de comenzar, Montaigne  destaca  a Santiago Amyot como el mejor traductor, no solo por la claridad y pureza de su lenguaje, que supera a todos los demás, sino también por su constancia y conocimiento profundo, lo que le permitió interpretar de manera exitosa un autor tan complejo como Plutarco. En sus traducciones, Amyot logra transmitir un sentido tan claro que parece haber comprendido a fondo las ideas de Plutarco o, al menos, ha absorbido completamente la esencia de su pensamiento. A pesar de que el traductor no sabía griego, su capacidad para escoger un libro tan valioso y hacer de él un presente útil para su país es encomiable. Su traducción se convirtió en una obra esencial, que sacó a los ignorantes de la oscuridad y les permitió empezar a hablar y escribir. Amyot, según el autor, sería un buen candidato para traducir a Jenofonte en su vejez, ya que la tarea sería más fácil y adecuada para su edad avanzada.

En un pasaje de Plutarco, se describe la historia del poeta Rústico, quien, al recibir una misiva del emperador mientras representaba una obra, decidió esperar a que terminara la función para abrirla, un acto que fue muy elogiado por los presentes. Este comportamiento, que refleja la curiosidad y la impaciencia humana por conocer novedades, se ve como un vicio, aunque Plutarco lo alaba por su sensatez y cortesía al no interrumpir el evento. El autor considera que la actitud de Rústico es más razonable que la de aquellos que, por pura curiosidad, interrumpen cualquier actividad para abrir cartas que no les incumban. Personalmente, el autor se siente inclinado a la indiferencia y evita inmiscuirse en asuntos ajenos, incluso cuando otros personajes se encuentran cerca.

Montaigne también reflexiona sobre los casos de hombres que, al ignorar o aplazar la lectura de cartas importantes, enfrentaron consecuencias trágicas. Plutarco menciona a personajes como Julio César y Arquias, que, al no leer las cartas que se les presentaron en momentos cruciales, perdieron sus vidas o sufrieron consecuencias fatales. Montaigne resalta que, aunque es comprensible que alguien posponga la lectura por cortesía o por no querer interrumpir la compañía, hacerlo por comodidad personal o placer, especialmente en el caso de personas en funciones públicas, es una falta de juicio. Concluye que en las acciones humanas, el azar juega un papel fundamental y que, en muchas situaciones, es difícil ofrecer preceptos acertados basados exclusivamente en la razón.


Capítulo V: De la conciencia

El capítulo comienza con una reflexión sobre la conciencia humana, ilustrada a través de una experiencia personal. Montaigne, viajando con su hermano durante los disturbios civiles, se encuentra con un caballero que pertenece al partido enemigo, pero que disimula tan bien sus opiniones que no es posible distinguirlo de un amigo. Esto refleja lo confuso que puede ser el entorno de las guerras civiles, donde las señales externas y el lenguaje son tan similares que se hace difícil identificar al enemigo. Esta confusión resultó en un trágico error que le costó la vida a un paje que lo acompañaba, quien, dominado por el miedo, no podía escapar de las alarmas provocadas por su conciencia.

La conciencia tiene un poder tremendo, pues a menudo nos traiciona y nos acusa, incluso cuando no hay testigos externos que nos lo hagan saber. El texto menciona que la conciencia puede ser un tormento interno, como el que sufrió un personaje ficticio, Bessus, quien al ser reprendido por matar gorriones, justifica su acción señalando que esos pájaros lo acusaban de haber matado a su padre, un crimen que había mantenido oculto hasta que la conciencia lo delató.

La conciencia también es vista como una fuerza interna que produce tanto placer como dolor. Aunque en el vicio se encuentra un cierto placer, el mismo vicio genera en la conciencia un hastío que la atormenta. Se cita a Hesíodo para mostrar cómo el castigo sigue al pecado desde el mismo momento en que se comete, es decir, la culpa ya es un castigo en sí misma. Esta reflexión resalta la conexión entre el remordimiento y el castigo, como si la maldad y la culpa crearan sus propios tormentos.

El autor también hace referencia a casos históricos y literarios, como el de Escipión, quien, al ser acusado de varios delitos, no se defendió ni se excusó, sino que respondió con firmeza, mostrando que su conciencia estaba limpia. Este ejemplo subraya la importancia de la conciencia en la defensa de la integridad personal, ya que Escipión no sintió necesidad de esconder su actuación.

En cuanto a las torturas, el autor las critica, considerando que son ineficaces para descubrir la verdad. La tortura puede llevar tanto al inocente como al culpable a confesar, pero a menudo el inocente sucumbe a la presión para evitar el dolor, mientras que el culpable puede resistirla. Por lo tanto, la tortura no garantiza la verdad, sino que más bien revela la debilidad humana ante el sufrimiento. El autor también menciona que algunas naciones han considerado estas prácticas inhumanas, especialmente cuando no se ha probado la culpabilidad del acusado. La tortura, lejos de esclarecer la verdad, a menudo solo aumenta el sufrimiento innecesario.


Capítulo VI: De la ejercitación

Montaigne profundiza sobre la importancia de la experiencia y la ejercitación práctica en la vida humana. Comienza reflexionando sobre cómo la razón y el conocimiento, aunque fundamentales, no son suficientes para enfrentar los retos de la vida. A pesar de que las enseñanzas teóricas son esenciales, el hombre necesita experimentar y ejercitar su alma para ser capaz de llevar a cabo sus proyectos y adaptarse a los cambios de la vida. La razón y el aprendizaje deben complementarse con la práctica y la experiencia para forjar el carácter de una persona y darle la capacidad de manejar los obstáculos que se presentan.

Montaigne señala que los filósofos antiguos comprendieron esta necesidad de la experiencia. Sócrates, Epicteto y otros grandes pensadores no se limitaron a enseñar desde la teoría, sino que decidieron vivir de manera austera y enfrentarse a las dificultades de la vida. Algunos abandonaron el lujo y las riquezas para experimentar la miseria y entrenar sus almas en la pobreza. Otros, como los estoicos, se sometieron a duras pruebas físicas y emocionales, como la privación de los placeres sensoriales, para fortalecer su voluntad y aprender a dominar sus pasiones. Este enfoque de vivir lo que se predica muestra cómo la experiencia directa es un camino indispensable para alcanzar el dominio personal.

Sin embargo, Montaigne reconoce que la muerte, el evento más significativo de la vida, es algo que no se puede aprender completamente, por más que nos ejercitemos para enfrentarlo. La muerte es un momento único e irreversible, y, por lo tanto, la experiencia no puede prepararnos de manera cabal para ella. A pesar de ello, Montaigne sugiere que podemos acercarnos a la muerte de manera simbólica, familiarizándonos con ella a través de experiencias que nos recuerdan su inevitabilidad, como el sueño.

Luego se realiza una analogía entre el sueño y la muerte. Montaigne compara la transición del sueño a la muerte: así como el paso del sueño a la vigilia nos priva de la conciencia plena de nuestra existencia, la muerte nos priva del control y la conciencia de la vida. En su reflexión, menciona que el sueño nos adormece de manera similar a como lo hace la muerte, un concepto que no es exclusivo de los filósofos, ya que muchos sabios antiguos también compararon ambos estados. Para Montaigne, el sueño no es solo una interrupción de nuestras actividades diarias, sino una lección que la naturaleza nos da para prepararnos para la muerte. Desde el nacimiento, estamos enseñados a experimentar, de manera suave, la ausencia de conciencia, una preparación gradual para la muerte.

A través de una experiencia personal, Montaigne narra un accidente que sufrió, el cual lo dejó al borde de la muerte. Al caer de su caballo, fue gravemente herido y, en un principio, su vida fue considerada en peligro. Sin embargo, durante el proceso de recuperación, Montaigne experimentó una especie de renacimiento gradual. Durante las horas en las que estuvo cerca de la muerte, su conciencia no estaba completamente activa: él describe cómo sus percepciones fueron vagas y difusas. El autor resalta que en este estado, la conciencia se desvaneció parcialmente, y no fue hasta mucho tiempo después que empezó a recuperar su claridad mental.

Este episodio cercano a la muerte le permitió comprender que la muerte no es un sufrimiento doloroso y continuo como muchas veces imaginamos, sino un proceso en el que el alma y el cuerpo se van separando lentamente. Cuando uno se encuentra en ese estado de debilidad extrema, los movimientos y respuestas físicas no provienen necesariamente de un acto de voluntad consciente, sino de reacciones automáticas. Montaigne hace referencia a cómo, tras el accidente, sus manos se movían por sí solas, como una reacción instintiva. De este modo, el cuerpo y el alma dejan de ser totalmente controlados por nuestra conciencia, y nos movemos sin estar plenamente conscientes de lo que sucede.

En su reflexión sobre el proceso de morir, Montaigne se refiere a una cita que describe cómo las personas moribundas son a menudo mal comprendidas. Muchos creen que los moribundos están atormentados por el dolor, pero Montaigne plantea que en realidad, ellos están en un estado más cercano al sueño profundo, en el que sus sentimientos y pensamientos se apagan poco a poco. Al igual que cuando nos despertamos de un sueño, la transición a la muerte parece más tranquila de lo que imaginamos. En contraste, Montaigne critica la idea común de que la agonía es siempre un sufrimiento insoportable.

Este capítulo también nos ofrece una profunda reflexión sobre cómo nuestra imaginación exagera nuestros miedos. Montaigne comparte que cuando era joven, solía temer enormemente a las enfermedades, pero al experimentar una enfermedad grave en su propia vida, se dio cuenta de que el temor a la enfermedad era mucho peor que la enfermedad misma. De esta misma manera, espera que lo mismo ocurra con la muerte: el temor a la muerte será, en su mayor parte, peor que la muerte misma.

En un relato que ilustra la irracionalidad del miedo, Montaigne describe cómo, durante las guerras de religión en Francia, estuvo a punto de morir en un accidente de caballo. Aunque inicialmente pensó que estaba muerto, su cuerpo comenzó a recuperarse lentamente. Durante ese proceso, experimentó cómo el alma y el cuerpo se distancian en ese momento crítico de la muerte. A pesar de que fue un episodio doloroso, Montaigne aprendió que, en última instancia, el miedo a la muerte puede ser más angustiante que la propia muerte.

Montaigne concluye que, para acercarse a la muerte, uno debe aceptarla como parte natural de la vida. El ejemplo de los antiguos filósofos que se ejercitaban y se entrenaban en la adversidad muestra que la vida se trata de aprender a lidiar con lo inevitable. La muerte, aunque incierta y aterradora, es solo una etapa más, y en la medida que nos acostumbremos a ella, dejaremos de temerla con tanta intensidad.

Capítulo VII: De las recompensas del honor

Las recompensas honoríficas, a menudo carentes de valor material, son utilizadas para reconocer la virtud y el mérito. Menciona el ejemplo de César Augusto, quien, aunque fue generoso en otorgar recompensas militares, era mucho más reservado en conceder premios honoríficos. Curiosamente, Augusto recibió todas las recompensas militares de su tío antes de participar en cualquier batalla.

En diversas culturas, se han establecido distintivos simbólicos para honrar a aquellos que se distinguen por su virtud, como las coronas de laurel, las condecoraciones, los privilegios sociales (como el derecho a ir en coche o a salir de noche con antorchas) y ciertos títulos o emblemas que se usan en escudos de armas.

Las recompensas no solo son valiosas para los individuos, sino que también son una forma efectiva de reconocer el mérito sin afectar las finanzas del erario público o el príncipe. Montaigne sostiene que las personas de alta calidad y nobleza prefieren estas distinciones honoríficas sobre premios materiales como la riqueza o el poder, ya que la gloria y el reconocimiento por su virtud son mucho más deseables que los beneficios tangibles.

Menciona que, en el caso de la orden de San Miguel, su valor no residía en una recompensa material, sino en el honor puro y la estima que otorgaba. Esta distinción, independiente de cualquier beneficio económico, fue altamente codiciada por la nobleza, pues la virtud se ve más honrada por una recompensa sin precio que por las riquezas, que son más comunes y se asignan a toda clase de servicios, incluidos los más vulgares o adulatorios.

Montaigne luego nos habla del concepto de buena reputación y cómo ciertos méritos pierden su valor cuando se convierten en algo común. Para ilustrar este punto, menciona que no se hace un mérito de educar a los hijos, ya que es una responsabilidad común a todos los hombres, de igual manera que un árbol enorme no se destaca cuando está rodeado de otros árboles de igual tamaño. Montaigne afirma que el valor o el valor militar en una sociedad como la de Esparta no era un mérito excepcional, ya que era una virtud común entre todos los ciudadanos.

Asimismo, el autor subraya que las recompensas del honor pierden su significación cuando se otorgan con demasiada profusión. Si se concede un honor de manera desmedida, pierde su capacidad de ser respetado o valorado. Incluso si hubiera más personas que merecieran una orden honorífica en el futuro, ello no debería disminuir su valor. Montaigne destaca que el valor militar, aunque se propaga fácilmente, es solo un reflejo de una virtud más profunda: la firmeza de alma. Esta virtud no solo abarca la valentía en combate, sino que es más amplia, consistente e inmutable frente a cualquier adversidad.

También observa cómo la costumbre y las instituciones pueden transformar una virtud en algo vulgar o común. Menciona que, si bien las recompensas honoríficas en el pasado se otorgaban no solo por valor, sino por la sabiduría y la experiencia en la guerra, en la actualidad, el exceso de méritos no debe llevar a una distribución masiva de tales premios. Montaigne advierte que la liberalidad excesiva en otorgar honores podría desacreditar el valor del galardón y que sería preferible no conceder la recompensa a todos los que la merecen, para mantener su prestigio.

Capítulo VIII: Del amor de los padres a los hijos

Este capítulo comienza con una dedicación a la señora de Estissac. El autor menciona que el hijo de esta dama acompañó a Montaigne en su viaje a Roma. En un pasaje del texto, Montaigne relata cómo el Papa, con un semblante cortés, amonestó al señor de Estissac, padre del joven, instándole al estudio y a la virtud.

Montaigne comienza diciendo que no hay nada más propio de la naturaleza que sea tan demostrable como el amor que tienen los hijos con respecto a sus progenitores. Ahora bien, si esto es así, el creador no nos ha despojado tampoco de una característica natural en nosotros que es el acto de deliberar. Esto, a diferencia de los animales que solo siguen sus instintos. Con todo, la razón se desvía de sus iniciales propósitos.

Un ejemplo de esto es el amor inmediato que se tiene de los hijos al nacer. cuando todavía no muestran ningún movimiento en el alma ni características definidas en su cuerpo que los hagan “dignos” de amor. Montaigne no aprueba este amor instintivo y considera que una verdadera afectividad paternal debería surgir o desarrollarse gradualmente, basándose en el conocimiento que los padres adquieren al ver crecer y actuar a sus hijos. Según él, la razón debería guiar este amor, permitiendo que los padres amen a sus hijos con verdadero cariño solo si son dignos de él, en lugar de un cariño basado únicamente en la fuerza natural.

Sin embargo, Montaigne observa que lo contrario suele suceder. Los padres tienden a enternecerse ante las travesuras infantiles de sus hijos, pero pierden ese interés una vez que los hijos crecen, como si el amor paterno estuviera basado más en un pasatiempo o en una diversión momentánea, en lugar de una preocupación por el bienestar y el futuro del niño como persona. Esta actitud cambia radicalmente cuando los hijos entran en la adolescencia. Montaigne critica que muchos padres se vuelven tacaños y menos generosos con sus hijos a medida que crecen, siendo más cautelosos con los recursos que destinan a su bienestar, como si sintieran envidia del futuro de sus hijos, al verlos disfrutar del mundo mientras ellos mismos se acercan al final de su vida.

Para Montaigne, los padres deberían compartir con sus hijos y no solo eso, deberían dejarlos formar parte de sus negocios ya que a la edad apropiada ya estarían aptos para realizarlos. El no tenerlos sujetos de esta forma, hace que los hijosm busquen caminos ilícitos para surgir en la vida. 

Montaigne relata la historia de un joven de buena familia que, influenciado por la avaricia y el estricto rigor de su padre, se dedicó al robo. Este joven confesó que la causa de su conducta era el exceso de rigor paternal, lo que lo llevó a convertirse en un ladrón habitual, aunque su padre le proporcionaba los medios para una vida adecuada. A lo largo del relato, se menciona cómo algunos jóvenes robaban incluso con la intención de devolver lo robado, como si fuera una acción casi natural para ellos debido a la falta de orientación y valores.

A Montaigne no le gusta la justificación de los padres sobre la avaricia, diciendo que lo hacen para ser respetados y queridos por sus hijos, especialmente cuando la vejez les priva de otras formas de autoridad. En efecto, la necesidad de ser socorridos no puede ser un motivo para retener el cariño de los hijos. La verdadera autoridad paternal no debe basarse en el miedo o en la avaricia, sino en la virtud y el merecimiento personal. Un padre debe ganarse el respeto de sus hijos mediante la bondad y la dulzura en su trato, no a través de la explotación o el control basado en la necesidad.

La veneración que se le debe a la sabiduría y honor de los mayores, que no dependen de sus riquezas materiales, sino de cómo han vivido y guiado a los demás a través de la razón. Aristóteles ya había señalado que la debilidad genera avaricia, y Montaigne cree que este tipo de actitudes son un remedio equivocado a una enfermedad de la vejez. La verdadera poder y respeto en la vejez provienen de haber guiado a los demás con virtud y sabiduría, y no de utilizar la fuerza o el miedo para mantener la autoridad.

La cita de Aristóteles resalta esta idea: “quien crea que el poder es más grave o más estable cuando se obtiene por la fuerza, está equivocado, porque el poder que se basa en la amistad es mucho más firme”. Para Montaigne, el poder legítimo y duradero de un padre es el que se gana con amistad y respeto mutuo, no con la coerción o la avaricia.

Los padres justifican su educación diciendo ''A mi me educaron así'', desempeñando medios violentos contra los hijos. Montaigne nos habla que a su única hija sobrevieinte de los partos ha tratado con suavidad y con palabras dulces, lo que se complementa con la indulgencia de la madre. Los castigos físicos, de acuerdo a Montaigne, no tiene otro resultado que acobardar las almas y hacerlas maliciosamente testarudas. 

Para evitar este tipo de problemas es necesario verificar la edad en que los jóvenes se casan, lo que ojala no sea a una edad precoz.  El momento adecuado para el matrimonio y la paternidad, citando las opiniones de filósofos antiguos como Aristóteles, Platón y Tales son las siguientes: Según Aristóteles, el matrimonio es recomendable a los treinta y cinco años, mientras que Platón aconseja no casarse antes de los treinta, aunque critica a quienes lo hacen a los cincuenta y cinco, sugiriendo que tal descendencia sería débil. Tales, por su parte, expresa que el tiempo para casarse nunca llega, tanto en la juventud como en la vejez. 

Además, Montaigne menciona las costumbres de los galos, quienes desaprobaban el matrimonio y las relaciones antes de los veinte años, especialmente en los jóvenes destinados a la guerra, ya que consideraban que la virginidad preservaba el vigor y la fuerza, evitando que la vida sexual redujera el valor y la resistencia.

Cita ejemplos de diversas culturas, como los atletas griegos que se abstienen de relaciones sexuales para mantener su físico en forma para los Juegos Olímpicos y la lucha, y el rey Mulacey de Túnez, que criticaba a su padre por abusar de las mujeres y consideraba esa conducta como afeminada y cobarde. También menciona que en algunas regiones de las Indias Españolas se prohíbe el matrimonio masculino antes de los cuarenta años, mientras que las mujeres pueden casarse desde los diez. Montaigne destaca la contradicción de que, a menudo, los padres, en su madurez, no pueden ofrecer a sus hijos los recursos que necesitan para prosperar, ya que están ocupados con sus propios intereses y responsabilidades.

Critica a aquellos que, al encontrarse debilitados por la vejez y la enfermedad, insisten en aferrarse a sus riquezas y posiciones sociales, cuando ya no pueden aprovecharlos. Según Montaigne, es justo que se despojen de esos bienes y los cedan a quienes por derecho natural deben recibirlos. Usa el ejemplo del emperador Carlos V, quien, al reconocer su incapacidad para seguir gobernando con la misma eficacia debido a su declive físico y mental, optó por renunciar voluntariamente a su poder y traspasárselo a su hijo. Montaigne cita un verso latino que sugiere que es prudente "resolver" o retirarse antes de llegar al ridículo final, como el caballo que es dejado antes de llegar a la vejez extrema.

Luego Montaigne reflexiona sobre el error de no reconocer la propia debilidad y envejecimiento, lo cual puede llevar a la pérdida de reputación y prestigio, incluso entre los grandes hombres. Destaca cómo muchos individuos, al no aceptar su decadencia física y mental, pierden la autoridad que habían ganado en su juventud. Montaigne menciona su experiencia personal al tratar con un noble envejecido, que a pesar de no parecer debilitado por los años, ya no podía soportar las cargas y responsabilidades que su edad exigía, como los gastos y las visitas frecuentes. Le sugiere que ceda su casa principal a su hijo y se retire a una tierra tranquila, para evitar las molestias y poder descansar, un consejo que finalmente siguió y que resultó beneficioso para él. Montaigne enfatiza la importancia de reconocer la flaqueza para poder vivir de manera más tranquila y adecuada a la etapa de la vida en que se encuentra uno.

Como un padre ya mayor, Motaigne nos dice que el padre puede transmitir sus bienes y responsabilidades a sus hijos, pero conservando la posibilidad de revocar esa cesión si recibe malos motivos para arrepentirse. Le parece provechoso permitirles disfrutar de esos bienes y participar en el manejo de los asuntos familiares, siempre bajo su supervisión y consejo, para corregir errores y enseñarles a partir de su propia experiencia. Considera valioso acompañarlos de cerca, compartiendo sus alegrías, aunque manteniendo cierta independencia para no convertirse en una carga debido al carácter o las enfermedades de la vejez.

No obstante, Montaigne rechaza el aislamiento extremo, como el caso de un decano de Poitiers que pasó más de veinte años encerrado en su habitación sin contacto con otros. Prefiere fomentar una relación afectuosa, abierta y sincera con los hijos, siempre que sean personas nobles de carácter; si, por el contrario, se trata de individuos hostiles o ingratos —a los que compara con “bestias furiosas”—, la mejor actitud es alejarse de ellos y evitarlos.

Montaigne critica la costumbre de impedir que los hijos llamen “padre” a quien les dio la vida, sustituyendo el término por otro que se considera más respetuoso, como si el propio vínculo natural no fuera ya suficiente para sostener la autoridad. Señala la incoherencia de que se llame “Padre” a Dios y se desprecie ese mismo trato de parte de los hijos. Defiende que en su casa ha rechazado esta práctica, y rechaza también la rigidez altiva con que algunos padres tratan a sus hijos ya jóvenes, creyendo que así les infundirán obediencia y temor. Para Montaigne, esta actitud es inútil, vuelve a los padres insoportables y hasta ridículos, porque la juventud y la fuerza están del lado de los hijos, quienes pueden burlarse del semblante autoritario de un anciano sin vigor.

Afirma que, en la vejez, más que inspirar miedo, conviene ganarse el amor y el afecto de los hijos, pues el temor y la imposición son armas ineficaces en manos de un anciano. Relata el caso de un hombre que, tras una juventud arrogante, llegó a la vejez sin grandes males, pero conservando un carácter violento y controlador, hasta el punto de convertirse en un estorbo constante para los suyos. Mientras él intentaba conservar las llaves y economizar las sobras de la mesa, en su casa reinaban el desorden y la burla hacia su autoridad, y él vivía desconfiando de todos. Montaigne subraya la ironía de que este hombre se vanagloriara de la obediencia que recibía, sin darse cuenta de que en realidad era objeto de engaño y de desprecio.

Montaigne relata el caso de un anciano que, pese a realizar grandes esfuerzos —tanto por medios naturales como mediante estrategias calculadas— para mantener su autoridad en casa, era en realidad tratado como a una figura decorativa. Aunque en apariencia todo se sometía a su voluntad, en la práctica esa autoridad era una fachada. Si despedía a un criado, este desaparecía solo de su vista, pero seguía trabajando en la misma casa sin que él lo notara, aprovechando su lentitud y el deterioro de sus sentidos.

Los miembros de la casa manipulaban la información para mantenerlo complacido: le ocultaban cartas, le hacían leer solo lo que ellos querían y hasta transformaban mensajes ofensivos en supuestas súplicas de reconciliación. Sus encargos se ignoraban cuando no convenían, inventando excusas elaboradas para justificarlo. Todo el entorno se organizaba para presentarle una imagen ficticia de orden y respeto, evitando así su enojo. Montaigne concluye que ha visto muchos hogares similares, donde la supuesta economía y control del anciano no eran más que ilusiones creadas para sostener una autoridad que, en realidad, estaba vacía.

observa que muchas mujeres tienden a oponerse de manera natural a la voluntad de sus maridos, aprovechando cualquier pretexto, por pequeño que sea, para contradecirlos. Relata el caso de una que robaba a su esposo con el argumento —que presentaba a su confesor— de poder dar limosnas más generosas, ironizando sobre lo dudoso de tan “piadosa” justificación. Señala que, para algunas, las órdenes del marido carecen de autoridad si no son ellas mismas quienes las imponen, y que cuando un anciano con hijos queda bajo esta dinámica, las mujeres se alían fácilmente con los criados y hasta con los propios hijos para minar su gobierno doméstico.

Recuerda el dicho de Catón el Viejo: “Tantos criados, tantos enemigos”, y lo amplía para su época, sosteniendo que en la vejez mujer, hijos y sirvientes pueden convertirse en opositores. La ancianidad, dice, trae consigo una inclinación natural a la inadvertencia, la ignorancia y la facilidad para ser engañado, lo que agrava el riesgo. En un tiempo en que los jueces suelen favorecer a la juventud, quejarse serviría de poco. Por eso, Montaigne valora más la amistad genuina que los vínculos familiares formales, e incluso admira en los animales una sociedad más pura que la humana. Reconoce que es posible que lo engañen, pero no se engaña a sí mismo creyéndose inmune; se consuela recurriendo a su fortaleza interior y transformando cada traición o desgracia ajena en advertencia para su propia vida. Así, aconseja volver la mirada sobre uno mismo antes que censurar a otros, pues con frecuencia las críticas que lanzamos al prójimo podrían aplicarse, con más razón, a nosotros mismos.

Recuerda el testimonio del mariscal de Montluc, quien confesó que, tras la muerte de su hijo —un joven prometedor—, uno de sus mayores dolores fue no haber tenido nunca con él una relación cercana y afectuosa. Por mantener una falsa dignidad paterna, había reprimido su cariño, mostrándose siempre frío y severo, y así su hijo murió creyendo que su padre no lo amaba ni lo valoraba. Montaigne justifica estos lamentos y afirma que, en la pérdida de un ser querido, uno de los mayores consuelos es recordar la sinceridad y la comunicación abierta que se tuvo en vida. Él mismo declara que procura ser claro y franco con los suyos, expresándoles su voluntad y sentimientos para evitar equívocos sobre su afecto.

Critica también costumbres antiguas, como la de los galos que, según César, impedían que los hijos se acercaran a los padres hasta ser aptos para el combate, postergando así el vínculo familiar. Señala otro error: padres que, además de privar a sus hijos de su legítima parte durante toda su vida, al morir dejan todo el control de los bienes a la madre, prolongando esa privación. Relata el caso de un hombre que, heredero de una gran fortuna, murió pobre y endeudado porque su madre —por voluntad del padre— retuvo la administración de todo hasta la vejez.

Aunque reconoce que el temor de que una mujer rica sea altanera es infundado, advierte que una esposa caprichosa e injusta actuará así con o sin fortuna, mientras que las mujeres virtuosas, con riqueza o sin ella, se comportarán con la misma rectitud. De este modo, rechaza sacrificar una ventaja material real por un miedo basado solo en conjeturas.

Considera sensato que, mientras los hijos son menores de edad, la administración de los bienes recaiga en la madre, tal como establecen las leyes, para asegurar un manejo adecuado de las rentas. Sin embargo, ve como un signo de mala educación por parte del padre que este tema que, al alcanzar la mayoría de edad, sus hijos no tengan más prudencia o capacidad que su madre, aludiendo a la fragilidad que atribuye al sexo femenino según la mentalidad de su época.

Aclara que sería contrario a las leyes naturales someter a las madres a la voluntad de los hijos. Por el contrario, deben recibir todo lo necesario para mantener su posición y dignidad de acuerdo con su edad y el rango de la familia. Montaigne justifica esta prioridad señalando que la necesidad y la pobreza resultan más duras y menos tolerables para las mujeres que para los hombres, por lo que, llegado el caso, es preferible que sean los hijos quienes afronten esas carencias antes que la madre.

Montaigne respalda sus ideas citando un pasaje de Platón en el que el legislador dialoga con sus conciudadanos sobre el derecho a disponer de los bienes al final de la vida. Los testadores reclaman que, siendo suyos, deberían poder repartirlos como deseen, premiando o castigando a los suyos según su conducta. El legislador, sin embargo, les responde que ni las personas ni los bienes les pertenecen en sentido absoluto: forman parte de la familia —pasada y futura— y, más aún, de la comunidad.

Desde esa perspectiva, el legislador justifica que las leyes limiten la libertad de testar, para proteger al testador de influencias indebidas o de decisiones motivadas por pasiones momentáneas, y para garantizar que el reparto de bienes favorezca el interés común antes que el particular. Así, recuerda que las ventajas individuales deben subordinarse a las públicas, y que corresponde al Estado, como garante imparcial, disponer de lo que queda tras la muerte, preservando tanto la estabilidad de la familia como la del conjunto de la ciudad.

 Retoma su argumento señalando que muy pocas mujeres merecen una sumisión legítima distinta de la que nace de la maternidad. A su juicio, solo los hombres de carácter débil, dominados por la pasión amorosa, se someten voluntariamente a ellas, pero este no es el caso de las mujeres ancianas que aquí trata. Considera justo que, en la sucesión regia, la ley moderna excluya a las mujeres, pues ve riesgoso confiarles la distribución de bienes entre los hijos: actuarían movidas por caprichos y preferencias irracionales, inclinándose hacia los más frágiles, menos inteligentes o los que aún dependen de sus cuidados, sin valorar las verdaderas cualidades.

Para ilustrar la fragilidad y maleabilidad del afecto materno, recuerda que, por conveniencia, muchas veces se aparta a los hijos de sus madres para que estas críen a los de otros, incluso entregándolos a nodrizas en las que ni siquiera confiaríamos para nuestros propios hijos, o a animales como cabras. Relata cómo estas, al amamantar a un niño, desarrollan una fuerte preferencia por él y rechazan a otros, fenómeno que también ocurre en sentido inverso con los niños. Refiere el caso de un pequeño que murió de hambre al no aceptar leche de otra cabra que no fuera la suya. Con esto, Montaigne concluye que tanto los animales como los humanos pueden corromper o desviar fácilmente sus afectos naturales. Incluso menciona un relato de Heródoto sobre una región de Libia donde los niños identificaban instintivamente a su padre entre la multitud, aunque duda de su veracidad.

Plantea que, si amamos a nuestros hijos por haberlos engendrado y ver en ellos una prolongación de nosotros mismos, con mayor razón deberíamos valorar aquello que procede directamente de nuestro espíritu: las obras fruto de nuestra inteligencia, talento y capacidad. Estas creaciones —que son a la vez “hijos” del alma— tienen un origen más noble que el corporal, nos pertenecen por completo y reflejan nuestra esencia de forma más fiel que los hijos de carne y hueso. Siguiendo a Platón, las considera “hijos imperecederos” que pueden inmortalizar e incluso divinizar a sus autores, como ocurrió con legisladores como Licurgo, Solón o Minos.

Para ilustrar la fuerza de este vínculo, narra el caso de Heliodoro, obispo de Trícala, quien renunció a su dignidad y beneficios eclesiásticos antes que abandonar su “hija”, es decir, una obra literaria, que todavía circulaba y gozaba de buena aceptación, aunque con un estilo demasiado coqueto para provenir de un sacerdote. También recuerda a Labieno, escritor romano de gran talento y valor, hijo de un célebre general de César que más tarde sirvió a Pompeyo. Perseguido por su independencia y el espíritu anti-tirano heredado de su padre, sus enemigos lograron que sus libros fueran condenados a la hoguera. Incapaz de soportar la destrucción de sus obras —sus verdaderas “hijas”—, Labieno se encerró vivo en el mausoleo de sus antepasados, eligiendo morir junto a ellas antes que sobrevivir a su pérdida. Con ello, Montaigne subraya la intensidad y legitimidad del amor que los autores sienten por las creaciones de su espíritu, un afecto que, en ocasiones, puede ser aún más profundo que el que se profesa a los hijos biológicos.

Montaigne ilustra la intensidad del amor por las obras intelectuales con ejemplos históricos que, a su juicio, igualan o superan la pasión paternal hacia los hijos de carne y hueso. Casio Severo, al ver condenados sus libros a la hoguera, declaró que también deberían quemarlo a él, pues su memoria conservaba lo que había escrito. Cremacio Cordo, acusado por alabar a Bruto y Casio, prefirió dejarse morir de hambre antes que sobrevivir a la destrucción de sus escritos. Lucano, sentenciado por Nerón, recitó versos de La Farsalia mientras moría desangrado, despidiéndose de su obra con el mismo afecto con que un padre abraza a sus hijos antes de morir.

Reflexiona si Epicuro, en el umbral de la muerte, habría hallado mayor consuelo en dejar hijos bien formados que en legar su doctrina, o si, ante la disyuntiva, habría preferido un libro modesto antes que un hijo deformado. Extiende la pregunta a San Agustín y a sí mismo, insinuando que, en ciertos casos, la pérdida de las creaciones intelectuales puede doler más que la de los descendientes biológicos. Montaigne confiesa que a su propio libro le ha entregado un afecto y cuidado comparables a los dedicados a un hijo, hasta el punto de que su obra sabe cosas que él mismo ya ha olvidado, y es más rica que su propio autor.

Cita a Aristóteles para recordar que el poeta es el más enamorado de su obra entre todos los artesanos, y que muchos preferirían la gloria de sus creaciones —como la Eneida, las victorias militares de Epaminondas, o las esculturas de Fidias— antes que descendencia perfecta. Incluso compara esta paternidad intelectual con pasiones extremas, evocando el mito de Pigmalión, que se enamoró de la estatua que él mismo había modelado, al punto de que los dioses debieron darle vida para calmar su deseo.


Capítulo IX: De las armas de los partos

Montaigne critica como una costumbre viciosa y afeminada que la nobleza de su tiempo solo tome las armas ante una necesidad extrema y las abandone en cuanto el peligro parece disminuir, aunque sea mínimamente. Esta actitud provoca desórdenes e inconvenientes: cuando llega el momento del combate, muchos todavía están ajustándose la armadura mientras sus compañeros ya han sido derrotados. Recuerda que, en el pasado, los soldados solo guardaban algunas piezas menores —como la celada, los guantes o la lanza—, pero mantenían el resto del equipo listo hasta el final de la guerra.

En contraste, observa que en su época reina la confusión en las tropas debido al desorden de los bagajes y a la dependencia de los criados que cuidan las armas de sus amos. Cita a Tito Livio para señalar que, incluso en tiempos antiguos, algunos ejércitos tenían cuerpos poco acostumbrados al esfuerzo, que apenas podían llevar sus armas al hombro. Añade que muchas naciones, tanto en el pasado como en el presente, van a la guerra sin armaduras o protegidas solo con defensas mínimas, como simples cortezas para cubrir la cabeza.

Recuerda que Alejandro Magno, el más intrépido de los capitanes, casi nunca usaba armadura, y sostiene que prescindir de ella no implica necesariamente mayor riesgo: así como algunos mueren por no llevar protección, otros perecen porque el peso y la rigidez del arnés les impiden moverse con soltura. Observa que las armaduras de su tiempo parecen concebidas más para oprimir que para proteger, pues su peso consume tantas fuerzas que el combate parece reducirse al choque de hierros, olvidando que también hay que defenderlas a ellas.

Cita a Tácito, quien se burla de los guerreros galos tan sobrecargados que apenas podían sostenerse en pie y quedaban indefensos si caían. Narra también cómo Luculo, al ver a los soldados medos del ejército de Tigranes encerrados en pesadas corazas, supo que serían fáciles de derrotar, iniciando contra ellos el ataque que le dio la victoria. Montaigne ironiza que, con el predominio de los mosqueteros, tal vez se invente alguna forma de ir a la guerra “emparedados” para librarse de sus disparos, como los antiguos que blindaban a sus elefantes.

Contrapone esta actitud defensiva al proceder de Escipión el Joven, quien reprendió a sus hombres por colocar trampas en el foso de una ciudad sitiada, pues creía que un sitiador debía centrarse en atacar y no en temer. Del mismo modo, a un soldado que presumía de su escudo, Escipión le recordó que un romano debía confiar más en la destreza de su mano derecha que en la protección de la izquierda.

Señala que la costumbre de no llevar la armadura de forma constante es lo que hace que su peso resulte insoportable. Recuerda, con un verso italiano, que algunos guerreros del pasado estaban tan habituados a portar su usbergo y su yelmo que les resultaban tan cómodos como una prenda de vestir.

Ejemplifica con el emperador Caracalla, quien marchaba a pie completamente armado al frente de sus tropas. La infantería romana, según Cicerón, consideraba las armas como miembros de su propio cuerpo, y además de casco, espada y escudo, cargaba víveres para quince días y estacas para fortificaciones, sumando un peso de hasta sesenta libras. Los soldados de Mario, con esta carga, podían combatir y recorrer largas distancias —cinco leguas en cinco horas, o seis a paso rápido—, lo que muestra la dureza de su disciplina y la superioridad de sus resultados frente a la de los ejércitos modernos.

Cita también que Escipión el Joven, al reformar su ejército en España, imponía que sus hombres comieran de pie y sin alimentos cocidos, endureciendo así su resistencia. Y recuerda la anécdota de un soldado lacedemonio censurado por refugiarse en una casa: en su cultura, era vergonzoso dormir bajo otro techo que no fuera el cielo, sin importar las inclemencias. Montaigne concluye que los soldados de su tiempo serían incapaces de soportar estas pruebas de resistencia y disciplina.

Recoge el testimonio de Amiano Marcelino sobre la forma en que se armaban los partos, un estilo muy distinto al de las guerras romanas. Sus armaduras, dice, estaban confeccionadas con piezas que semejaban pequeñas plumas, lo que no impedía el movimiento del cuerpo y, al mismo tiempo, ofrecía gran resistencia, capaz de desviar los dardos. Los caballos, igualmente protegidos, llevaban cubiertas de cuero grueso, mientras que los jinetes estaban recubiertos de planchas de hierro desde la cabeza hasta los pies, articuladas de modo que no limitaban su movilidad. Las caretas imitaban con realismo los rasgos del rostro humano y solo dejaban dos orificios para los ojos y pequeñas rendijas para la nariz, lo que dificultaba la respiración.

Esta descripción recuerda a Montaigne el equipo de los guerreros franceses de su época, igualmente recubiertos de pesadas armaduras. Plutarco, por su parte, refiere que Demetrio mandó fabricar para sí mismo y para su capitán Alcimo dos armaduras de ciento veinte libras cada una, cuando lo habitual era que no superaran las sesenta, lo que subraya el peso extremo que algunos guerreros estaban dispuestos a soportar.

Capítulo X: De los libros

Montaigne inicia este capítulo reconociendo que a menudo trata temas ya expresados con mayor fundamento y acierto por otros autores. Sus escritos, afirma, no son fruto de un saber adquirido por estudio, sino un ensayo de sus facultades naturales. No responde por la certeza de sus afirmaciones ni pretende ofrecer ciencia; sus Ensayos son, más bien, un retrato de sí mismo a través de sus pensamientos. Por eso, el interés no está en las materias que aborda, sino en el modo en que las trata, y en cómo se vale de ideas ajenas cuando no puede expresarse con igual claridad.

En sus citas, privilegia la calidad antes que la cantidad, recurriendo a autores antiguos y prestigiosos, y a veces omitiendo sus nombres para que las críticas dirigidas a él alcancen también a esos grandes nombres, protegiendo así su debilidad. Confiesa su mala memoria, que le impide recordar con precisión la autoría de muchas ideas, y reconoce que no podría producir por sí solo las “flores” intelectuales que adorna con citas. Se declara responsable únicamente de la posible confusión, vanidad u otros defectos propios, aunque advierte que el juicio suele fallar cuando no es capaz de reconocerlos ni siquiera señalados por otros.

Su método de escritura no sigue un plan riguroso, sino que acumula pensamientos según van apareciendo, a veces de golpe, a veces dispersos. Desea mostrar su estado natural, con su desorden real, y hablar solo de aquello cuyo desconocimiento no es grave y que puede tratarse con libertad. Aunque quisiera comprender mejor las cosas, no está dispuesto a pagar el alto precio que exige la ciencia. Su propósito es vivir lo que le resta de vida con tranquilidad, sin romperse la cabeza, ni siquiera por un saber de gran valor. En los libros busca principalmente entretenimiento, y si estudia, se concentra en el conocimiento de sí mismo, único saber que le enseña a vivir y a morir bien.

Montaigne confiesa que no se empeña en resolver las dificultades que encuentra al leer: si tras uno o dos intentos no entiende un pasaje, lo deja, pues su espíritu se desorienta y se agota con el esfuerzo prolongado. No tolera hacer nada a disgusto ni con excesivo esfuerzo, y las tareas largas o demasiado concentradas embotan su juicio y su ánimo. Por eso, cambia de libro cuando se aburre y solo lee cuando el hastío de no hacer nada lo impulsa a ello. Prefiere los libros antiguos por considerarlos más sólidos, y no lee en griego por su escaso dominio de la lengua.

Entre las lecturas modernas de mero entretenimiento menciona con aprecio El Decamerón de Boccaccio, la obra de Rabelais y Besos de Juan Segundo; en cambio, nunca disfrutó de los Amadises ni de novelas similares, y admite que hoy apenas le interesan autores que antes lo cautivaron, como Ovidio o Ariosto. Montaigne afirma que da libremente su opinión incluso sobre obras que exceden su capacidad, como el Axioca de Platón, al que juzga flojo para la pluma que lo escribió, aunque reconoce que podría equivocarse frente al criterio de grandes críticos. Declara que su entendimiento se limita muchas veces a la superficie de las cosas y que sus interpretaciones, aunque sinceras, son imperfectas.

En cuanto a sus preferencias poéticas, coloca en primer lugar a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio, y considera las Geórgicas como la obra más perfecta de la poesía, por encima incluso de pasajes de la Eneida que el propio Virgilio habría retocado de haber vivido más. Admira también a Lucano por la verdad de sus opiniones, y a Terencio por su maestría en retratar la naturaleza humana y las costumbres, encontrando siempre nuevas bellezas en sus comedias. Aunque en su tiempo se consideraba injusta la comparación entre Virgilio y Lucrecio, Montaigne admite que ciertos pasajes de este último justifican la asociación. Con ironía, critica a quienes comparan de forma grosera y sin criterio a Virgilio con Ariosto, calificando su época de insensata y carente de gusto.

Montaigne opina que los antiguos tenían más motivos para lamentar que se comparara a Plauto con Terencio que para que se pusiera a Lucrecio al nivel de Virgilio. Destaca que Terencio posee un aire de nobleza evidente, respaldado por la admiración del propio Cicerón —el “padre de la elocuencia romana”— y por el juicio de los mejores críticos latinos. Señala que, en su tiempo, los dramaturgos, especialmente los italianos, suelen amontonar varios argumentos —tres o cuatro de Terencio o Plauto, o cinco o seis cuentos de Boccaccio— en una sola obra, por temor a no poder sostener el interés únicamente con sus recursos.

En cambio, en Terencio, las bellezas y perfecciones formales hacen olvidar los argumentos: su delicadeza y elegancia cautivan escena tras escena, logrando agradar en todos los aspectos y llenando el espíritu con sus gracias hasta hacer que uno se despreocupe del desarrollo de la fábula. Montaigne vincula esto con una característica general de los buenos poetas antiguos: la ausencia de afectación y artificio, no solo frente a la exuberancia de los poetas españoles y petrarquistas, sino también respecto a los adornos propios de la poesía de épocas posteriores. Así, ninguna crítica seria encuentra defectos en esas obras, y lo mismo ocurre al comparar, en Catulo, la pureza, dulzura constante y belleza florida de sus epigramas con el ingenio punzante de los de Marcial.

Elogia a los poetas antiguos porque, sin forzarse ni alterarse, alcanzan con naturalidad el efecto que buscan: sus obras están llenas de gracia sin recurrir a artificios excesivos. En cambio, observa que los poetas modernos suelen depender de “socorros ajenos”; cuanto más carecen de fuerza creativa, más se apoyan en adornos externos. Los compara con hombres de baja extracción que, en los bailes, al no poseer la elegancia natural de la nobleza, buscan destacarse con saltos peligrosos y movimientos extravagantes, o con damas que parecen lucir más en danzas complejas que en aquellas donde bastaría caminar con la gracia sencilla de su porte habitual.

Extiende la comparación al mundo de la comedia: los payasos experimentados pueden hacer reír con la ropa común y gestos simples, mientras que los principiantes, menos hábiles, necesitan maquillaje exagerado, disfraces y muecas para provocar risa. Esta diferencia la aplica a la literatura comparando la Eneida con el Orlando: en Virgilio, el vuelo poético es alto y sostenido, con un rumbo firme y majestuoso; en Ariosto, el avance es discontinuo, saltando de historia en historia como un pájaro que va de rama en rama, inseguro de poder volar largas distancias sin detenerse. Montaigne concluye que son esos poetas de vuelo firme y gracia natural los que más le agradan.

Explica que, entre los autores que combinan enseñanza y deleite, sus preferidos son Plutarco —desde que Amyot lo tradujo al francés— y Séneca. Ambos le resultan especialmente valiosos porque presentan sus ideas en forma fragmentaria, lo que se adapta perfectamente a su forma de leer: sin necesidad de largas sesiones y pudiendo interrumpir la lectura en cualquier momento. Así, los opúsculos de Plutarco y las epístolas de Séneca le parecen la parte más hermosa y útil de sus obras.

Señala las semejanzas entre ellos: vivieron en el mismo siglo, fueron preceptores de emperadores, nacieron fuera de Roma y gozaron de riqueza y poder. Su enseñanza representa lo más depurado de la filosofía, expuesta con sencillez y sabiduría. No obstante, distingue sus estilos y enfoques: Plutarco mantiene un tono uniforme y sostenido, mientras que Séneca es más variado y serpenteante; Séneca se esfuerza por armar a la virtud contra la debilidad, el miedo y los vicios, mientras que Plutarco es más indulgente, cercano a las ideas platónicas aplicables a la vida.

Para Montaigne, las ideas de Séneca —de corte estoico o epicúreo— se alejan más de la práctica común, pero son más ventajosas y sólidas; percibe, sin embargo, que en ocasiones transige con el poder imperial, como cuando desaprueba a los asesinos de César, algo que Montaigne interpreta como forzado. Plutarco, en cambio, se muestra libre de toda sumisión. También distingue que Séneca destaca en matices y reflexiones morales, mientras que Plutarco sobresale en relatos, hechos y anécdotas. El primero conmueve y mueve a la acción; el segundo agrada, instruye y guía.

También expone sus reservas hacia Cicerón, señalando que, aunque aprecia sus obras morales, su estilo le resulta pesado y excesivamente cargado de introducciones, definiciones y divisiones que dilatan el acceso al núcleo de las ideas. Como él no busca aumentar su elocuencia ni su erudición, sino su prudencia, prefiere que los autores vayan directamente al punto, sin rodeos. Las largas preparaciones, útiles quizá en el foro, el púlpito o ante jueces y público general, a él le resultan innecesarias y hasta contraproducentes.

Reconoce que esta crítica puede extenderla también a los diálogos de Platón, que, a su juicio, diluyen las ideas en palabras y conversaciones innecesariamente largas. Por eso, se inclina más por libros que tratan la ciencia que por los que solo la teorizan, como Plutarco, Séneca o Plinio, que se dirigen a lectores preparados y no necesitan “ganar su atención” con fórmulas preliminares. Valora, en el caso de Cicerón, las Epístolas a Ático, tanto por la información histórica que contienen como por la posibilidad de conocer su carácter y opiniones privadas, que considera más reveladoras que su producción oratoria formal.

En lo personal, Montaigne cree que Cicerón, aunque buen ciudadano y de trato afable, mostraba blandura de carácter y cierta vanidad ambiciosa. No le perdona haber publicado poemas mediocres, indignos de su reputación, aunque reconoce que en el terreno de la elocuencia nadie lo ha igualado ni probablemente lo igualará. Añade anécdotas como la descortesía de su hijo hacia Cestio, así como críticas de contemporáneos como Bruto, que calificaba su elocuencia de “fracturada y sin nervio”, y de otros oradores que censuraban su excesiva regularidad rítmica y su repetición de ciertas fórmulas. Montaigne, en cambio, prefiere un ritmo más rápido y cortado, aunque admite que Cicerón a veces adoptaba un estilo más rudo.

Afirma que su gusto se inclina especialmente hacia los historiadores, porque en ellos encuentra la pintura más viva y completa del ser humano, tanto en sus rasgos generales como en sus particularidades. Le interesa, sobre todo, la verdad y la diversidad de las condiciones internas, así como las relaciones entre los hombres y los incidentes que las afectan. Por eso, entre quienes escriben biografías de grandes personajes, prefiere a los que se detienen más en las reflexiones y aspectos espirituales que en la mera narración de los hechos externos; de ahí que Plutarco sea su autor predilecto. Lamenta que no existan más obras como las de Diógenes Laercio, pues le interesa tanto conocer las vidas como las opiniones y excentricidades de quienes influyeron en el pensamiento humano.

En cuanto a la historia, cree que debe leerse de todos los autores posibles, antiguos y modernos, nacionales y extranjeros, para ampliar la visión de los hechos. Admira particularmente a Julio César, no solo como historiador sino como hombre, destacando su grandeza, la perfección de sus actos y la pureza de su lenguaje, que incluso en ocasiones supera a Cicerón. También aprecia a Salustio. Ve en César una sinceridad notable al hablar de sus enemigos, aunque matizada por su ambición política y el afán de justificar su causa.

Montaigne distingue tres tipos de historiadores. Prefiere, en primer lugar, a los muy sencillos, que narran sin adornos ni artificios, registrando todo lo que saben sin seleccionar ni imponer interpretaciones, dejando al lector la libertad de juzgar; cita como ejemplo a Froissard, cuya franqueza y disposición a corregirse valora especialmente. En segundo lugar, reconoce el mérito de los grandes maestros, que saben escoger lo relevante, evaluar la verosimilitud de las fuentes y deducir máximas de la conducta de los gobernantes, aunque admite que son pocos quienes logran hacerlo bien. Por último, critica a los historiadores mediocres, los más abundantes, que alteran la historia con juicios apresurados, selecciones arbitrarias y omisiones de detalles valiosos, a veces por incapacidad o prejuicio. Para Montaigne, es legítimo que el historiador muestre su estilo y juicio, pero debe permitir también que el lector forme el suyo y, sobre todo, no privarlo de la materia completa que la historia ofrece.

Critica que, en su época, se elija con frecuencia a autores mediocres para escribir historia, solo porque se expresan bien, como si el objetivo principal fuera aprender gramática. Al carecer de experiencia directa y basarse únicamente en su elocuencia, estos escritores se limitan a adornar rumores recogidos en las calles, ofreciendo relatos superficiales. Para él, las mejores historias son las escritas por quienes han gobernado, dirigido o participado activamente en los asuntos que narran; así ocurría en gran parte de la historiografía griega y romana, donde la grandeza y el saber solían coincidir.

Señala que incluso en las obras de Julio César, Asinio Polión detectó errores debidos a que César no podía supervisar personalmente todos los lugares ocupados por su ejército y debía confiar en informes incompletos o poco precisos. Esto demuestra, según Montaigne, lo difícil que es alcanzar la verdad histórica: ni siquiera el comandante de una batalla es una fuente absoluta si no se contrastan los testimonios y se oyen objeciones como en una investigación judicial.

Reconoce que en su tiempo el conocimiento de los propios asuntos no alcanza esa precisión, pero remite a las reflexiones de Jean Bodin, con las que coincide. Finalmente, comenta que, para contrarrestar su mala memoria —tan grave que a veces relee un libro anotado por él mismo creyendo que es nuevo—, ha adoptado la costumbre de anotar al final de cada obra la fecha en que la terminó y una valoración general, para poder recordar al menos la impresión global que le causó cada autor. Anuncia que transcribirá algunas de esas notas.

Montaigne reproduce anotaciones que hizo años atrás sobre dos historiadores que aprecia especialmente.

Sobre Guicciardini, lo considera un autor diligente y fiable para conocer la verdad de los acontecimientos de su tiempo, en gran parte porque participó directamente en ellos y en cargos honoríficos. Destaca su imparcialidad, incluso al juzgar a figuras que lo favorecieron, como el papa Clemente VII. Reconoce el valor de sus digresiones y discursos, que contienen observaciones notables, aunque le reprocha abusar de ellos hasta volver su estilo, por momentos, deshilvanado y con un tono de charla académica. Le llama la atención que, entre todos los hechos y personas que evalúa, no atribuya ninguna acción a la virtud, la religión o la conciencia, como si estas cualidades hubieran desaparecido por completo; siempre encuentra causas bajas o materiales, lo que lleva a Montaigne a sospechar que este sesgo proviene de la naturaleza del propio autor.

En cuanto a Felipe de Comines, aprecia en su obra un lenguaje dulce, grato y sencillo, así como una narración pura que refleja la buena fe del escritor. Lo ve libre de vanidad al hablar de sí mismo y de afecto o envidia al referirse a otros. Sus discursos y exhortaciones, afirma, nacen más del celo y la sinceridad que del afán de exhibir erudición. En todas sus páginas se percibe gravedad y autoridad, cualidades que Montaigne asocia con una formación noble y con la experiencia en el manejo de asuntos importantes.

En su valoración de las Memorias del señor de Bellay, reconoce que siempre es valioso leer relatos de quienes han tenido experiencia directa en los asuntos que narran. Sin embargo, detecta en estos autores una notable falta de franqueza y una libertad de juicio menor a la que admira en los antiguos cronistas como Joinville, Eginardo o, más recientemente, Felipe de Comines.

Considera que las Memorias funcionan más como una defensa del rey Francisco I frente al emperador Carlos V que como una historia imparcial. No cree que se hayan alterado los hechos esenciales, pero sí que con frecuencia se ha orientado la interpretación de los sucesos para favorecer la causa francesa, omitiendo elementos comprometedores para el adversario del emperador. Ejemplo de ello son el silencio sobre las intrigas de Montmorency y de Brion, así como la ausencia total del nombre de la señora de Etampes, pese a que su papel era ampliamente conocido.

Montaigne acepta que puedan omitirse acciones secretas, pero considera imperdonable callar lo que era de dominio público, sobre todo cuando se trata de hechos con consecuencias políticas relevantes. En su opinión, quien desee conocer íntegramente al rey Francisco y los acontecimientos de su tiempo deberá recurrir a otras fuentes. Aun así, reconoce que la obra ofrece valor en la descripción de batallas y campañas en las que participaron los de Bellay, en algunas anécdotas privadas de los príncipes y en los asuntos diplomáticos llevados por el señor de Langeay, donde se hallan reflexiones originales y observaciones dignas de atención.

Conclusión

En estos primeros diez capítulos del Libro II, Montaigne nos recuerda que el ser humano es esencialmente cambiante, que rara vez actúa con una coherencia absoluta y que sus pasiones buscan siempre un cauce, aunque sea falso o trivial. Entre la embriaguez que exacerba los vicios, el autoengaño que acomoda la realidad a nuestros deseos y las interpretaciones interesadas de la historia, dibuja un retrato crítico pero comprensivo de nuestra naturaleza: somos criaturas que oscilan entre la razón y el impulso, y cuyo mayor desafío es reconocerse en esa inconstancia sin dejar de aspirar a la virtud.