Esta sección del Libro II del Colloquium heptaplomeres de Jean Bodin es una especie de interludio narrativo en el que se describe una escena de reencuentro entre los participantes del coloquio. Después de saludarse y conversar sobre lo aprendido en el día anterior, se introduce un momento de asombro y entretenimiento con la lectura de una carta proveniente de Corfú (Corcyra), enviada por un mercader, que narra una serie de espectáculos presenciados en Constantinopla.
La carta detalla con viveza las celebraciones en torno a la circuncisión del hijo primogénito del sultán turco, incluyendo la visita de embajadores, multitudes de viajeros, juegos circenses, banquetes y regalos. Se describen también proezas físicas y espectáculos asombrosos: equilibristas que corren y saltan sobre cuerdas altísimas, jinetes que realizan hazañas imposibles —como disparar flechas mientras cabalgan, pararse sobre caballos en movimiento o llevar personas sobre sus hombros mientras los animales galopan a máxima velocidad—, y actos de fuerza extraordinaria, como romper metales con las piernas, las manos o incluso los dientes, o resistir golpes violentos mientras soportan pesos enormes sobre el cuerpo.
Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas
Comunicación y distancias
Jean Bodin presenta una conversación entre los personajes Fridericus, Curtius y Senamus sobre un hecho en apariencia trivial: la velocidad de una embarcación impulsada por el viento. Sin embargo, este punto inicial deriva hacia una discusión mucho más profunda sobre la transmisión de noticias y la posibilidad de conocimientos inmediatos a distancia, lo que abre la puerta a la reflexión sobre lo prodigioso y lo sobrenatural.
Senamus introduce varios relatos históricos en los que noticias de batallas llegaron a lugares lejanos en tiempos increíblemente cortos. Se menciona, por ejemplo, que la victoria del cónsul Aemilio Paulo sobre el rey Perseo de Macedonia fue conocida en Roma cuatro días después, durante unos juegos teatrales. Igualmente, se dice que una victoria cerca del río Sagras fue anunciada el mismo día en el Peloponeso, y que la batalla contra los medos en Mycale fue sabida simultáneamente en Platea. También se recuerda que, bajo el reinado de Domiciano, la noticia de la derrota de Lucio Antonio Saturnino en Germania llegó a Roma el mismo día en que ocurrió, a pesar de estar a 2.400 millas de distancia. Finalmente, se cita un último caso en que la victoria contra los Tarquinos y los latinos fue conocida en Roma en el mismo instante, aunque con dudas sobre la fiabilidad de la fuente.
Estos relatos, que parecen desafiar las posibilidades naturales de transmisión de información, reflejan un interés más amplio del Colloquium por los límites del conocimiento humano y por los medios a través de los cuales accedemos a la verdad. Bodin no se limita aquí al dato curioso ni al fenómeno inexplicable: utiliza estos ejemplos como punto de partida para poner en juego temas mayores como la intervención de fuerzas invisibles, la comunicación instantánea, y la ambigüedad entre lo natural y lo sobrenatural.
Fridericus propone una explicación alternativa: estos sucesos, que parecían extraordinarios para los antiguos, serían en realidad bastante comunes si se acepta la intervención de magos y demonios, quienes, mediante artes ocultas, pueden revelar los hechos del mundo incluso en espejos mágicos. También se menciona la existencia de perros mensajeros con capacidad de hablar, como el que habría tenido Cornelius Agrippa, y otro que, según testigos, saltó al Ródano al morir su amo. Senamus, por su parte, agrega otro caso reciente, de un tal Franciscus de Siena, cuyo perro también habló antes de la muerte de su dueño.
Fridericus sigue desarrollando su argumento y plantea que muchas cosas que se consideran increíbles son, en realidad, comunes en ciertos contextos culturales o bajo ciertas artes ocultas. Cita a autores antiguos como Philostratus, que narra los vuelos de Apolonio de Tiana, y a Plutarco, quien cuenta lo mismo sobre Romulo y otros personajes míticos. También recuerda a Apuleyo, acusado de magia, quien defendía la posibilidad de que muchas maravillas, aunque difíciles de comprender, fuesen reales. La cita de Apuleyo señala que no se debe rechazar lo extraordinario solo porque parezca inusual, ya que algunos hechos, aunque no naturales, pueden realizarse por intervención divina o demoníaca.
Senamus confiesa su deseo de ver con sus propios ojos a estos “mensajeros aéreos”, que pueden cruzar regiones sin ayuda de caballos ni látigos. Curtius responde con una historia impactante y reciente: un tal Petrus Corsus, mientras viajaba con un legado francés para solicitar ayuda al sultán turco, habría usado un espejo mágico en el que vio a su esposa siéndole infiel desde Constantinopla hasta Marsella. La mujer, que también lo habría visto a él en el espejo, huyó presa de la culpa, y su esposo la mató tras perseguirla. Se narra también un segundo caso similar ocurrido en el sur de Francia: una mujer habría recibido la imagen de su esposo ejecutado ese mismo día, marcada en la palma de su mano. El prefecto de la región incluso informó al rey Enrique II de Francia sobre el suceso.
Fridericus cierra este segmento con una cita de Tomás de Aquino, quien advertía que exigir a un moribundo que informe sobre su estado después de la muerte puede considerarse una forma de nigromancia. Senamus, fascinado, expresa su deseo de que existan registros o “libros de espejos” donde estos hechos puedan probarse y conservarse. La conversación mantiene así un tono escéptico, pero también abierto a lo misterioso, mezclando relatos populares, autoridad filosófica y observaciones críticas.
Lo natural y lo sobrenatural
A partir de la historia de un caballero romano que, según los antiguos, cruzó una cuerda montado en un elefante, Curtius señala que los hechos visibles —el “que algo ocurre”— dependen de los sentidos, pero que la explicación de las causas —el “por qué ocurre”— debe buscarse en los secretos de la filosofía, lo que marca una distinción clásica entre fenomenología y causalidad.
Coronaeus propone que solo Toralba, sabio y prudente, puede desentrañar estos misterios. Toralba responde con humildad, afirmando que aunque se conocieran los secretos de la naturaleza, las acciones de ángeles y demonios no pertenecen al dominio de la ciencia natural, sino al de la metafísica, pues exceden las causas físicas. Por ello, sugiere que el más apto para explicar estos sucesos sería Fridericus, dada su formación en matemáticas y en las artes mágicas.
Fridericus responde con una crítica feroz a los juristas y al derecho. Se declara indignado con la idea de que el error pueda “hacer ley”, o de que se permitan trampas legales. Pero su crítica va más allá: denuncia que los términos “matemático” o “mago”, que deberían estar asociados con la sabiduría divina, han sido corrompidos y vinculados injustamente con lo demoníaco, como sucede en el Codex Justinianus, donde se condena por igual a matemáticos y magos. Esta confusión, añade Curtius, se remonta a los caldeos, que transformaron la sabiduría de los magos en superstición, provocando que los verdaderos sabios fuesen confundidos con hechiceros.
Senamus, intrigado, expresa su deseo de conocer esta ciencia mágica de primera mano. Fridericus le responde con una advertencia: cuenta un caso reciente en tiempos del Papa Clemente, en el que un legado papal y su asistente accedieron a observar un ritual demoníaco guiados por una adivina a la que habían prometido impunidad. Escondidos entre árboles, presenciaron cómo un grupo de brujas descendía del cielo “como aves” y realizaba ritos secretos: adoraciones demoníacas, consumo de venenos y ceremonias ocultas. Pero al ser descubiertos, los demonios se ofendieron por la presencia de ojos profanos en sus ritos, y ordenaron castigar a los intrusos, quienes fueron brutalmente golpeados y murieron días después a causa de las heridas.
Coronaeus concluye afirmando que el Papa Clemente mandó publicar este suceso para advertir a los escépticos y a los temerarios: hay cosas que no deben ser observadas ni siquiera por curiosidad, porque pueden traer consecuencias mortales. Esta advertencia cierra el pasaje en un tono solemne, con ecos de admonición moral.
Brujería
Curtius confiesa haber sentido un intenso deseo de presenciar personalmente los vuelos de brujas y sus reuniones con demonios. Sin embargo, luego de confrontar las fuentes antiguas, los textos jurídicos y teológicos, y los testimonios recogidos en juicios y confesiones, llega a la conclusión de que estos fenómenos deben aceptarse al menos como reales en algún sentido. Aun así, reconoce que no se atrevería a arriesgar su vida para comprobarlo directamente, evocando con humor la fábula de la zorra de Esopo que rehúsa entrar en la cueva del león al ver que todos los pasos van hacia dentro, pero ninguno hacia fuera.
Fridericus agrega, con ironía, que así como un mono vestido de púrpura sigue siendo un mono, el poder de los demonios sigue siendo el mismo en todas partes. A continuación, Octavius introduce el tema de las transformaciones físicas, especialmente las relacionadas con la licantropía (transformación en lobo) y la onantropía (aparente transformación en asno), que en su momento consideró absurdas. Sin embargo, tras un viaje por Arabia, dice haber visto con sus propios ojos hechiceras que transformaban hombres en bestias y luego los devolvían a su forma humana. Esto lo lleva a reconsiderar como verosímiles los relatos de Homero, Heródoto, Platón, Pausanias, Varro y Pomponio Mela sobre la licantropía, y a tomar en serio relatos que antes juzgaba ridículos.
Coronaeus se suma a esta perspectiva diciendo que él también habría dudado de no haber leído en las Sagradas Escrituras la transformación del rey Nabucodonosor en una bestia, o la conversión de ramas en serpientes. Estos pasajes le convencen de que las transformaciones pueden ser reales, no meramente ilusorias.
Salomon, por su parte, insiste en que si todo se redujera a ilusión o engaño de los sentidos, entonces los actos de Moisés y los magos egipcios no podrían haber producido efectos físicos reales. Según él, tanto los prodigios de Moisés como los de los magos fueron verdaderos —serpientes, ranas, sangre—, y la locura y metamorfosis de Nabucodonosor fueron castigos tangibles, visibles y profetizados. Por tanto, sostiene que los efectos de la magia o el poder divino pueden afectar tanto el cuerpo como la mente.
Curtius recuerda que en la Odisea, Circe transformaba a los hombres en cerdos en apariencia externa —voz, pelaje, forma—, pero no alteraba del todo su conciencia. Cita a Boecio, quien interpreta estas metamorfosis como símbolos de una mente humana degradada por sus propios monstruos interiores, aunque conserve algo de racionalidad.
Fridericus, apoyándose en Filón de Alejandría, afirma que una bruja no solo puede cambiar el cuerpo, sino también destruir la razón sin dañar el cuerpo. Refiere incluso un caso personal: un pariente suyo quedó mentalmente anulado por la brujería de un hechicero, y nunca recuperó la razón. Recurre luego a los versos de Actius Sincerus y Lucano para reforzar la idea de que la mente puede ser devastada por la hechicería, incluso sin que el cuerpo sufra daño aparente.
Senamus, con tono lúdico, comenta que transformar “pretendientes” (procos) en “cerdos” (porcos) solo requiere cambiar una letra. Coronaeus le responde que en realidad, ese cambio es más fácil aún, ya que los comportamientos de los hombres entregados a los placeres coinciden con los de los cerdos: no perdieron su forma humana, pero sí su razón. Homero, por su parte, escribió que conservaron su mente, aunque perdieron la apariencia humana.
Fridericus sube el tono del argumento afirmando que si solo aceptamos esta interpretación simbólica o psicológica, negamos el valor literal de muchas autoridades. Cita como ejemplo que la transformación en bestias es considerada “verídica” tanto en fuentes paganas —como Heródoto, Virgilio, Homero, Platón— como en fuentes religiosas —Moisés, Isaías, Daniel—. Incluso menciona prácticas actuales en los territorios de los Nervios (identificados con los livones) donde, según él, algunos hombres se transforman en lobos, atacan animales y humanos, y vuelven a su forma original al cabo de doce días. Este fenómeno sería motivo de procesos judiciales, pues tales hombres serían considerados hechiceros.
Senamus objeta con escepticismo, diciendo que no parece razonable que un hombre pueda convertirse en animal sin morir. Cree que más bien se trata de engaños de los sentidos o ilusiones mágicas, citando a Heráclito, quien sostenía que los sentidos son “testigos falsos”.
Fridericus, sin negar los límites de la magia, insiste en su eficacia. Relata una experiencia personal en Turingia, donde presenció un espectáculo en el que un charlatán, con ayuda de su familia, se elevó al cielo junto a su esposa, criada y sirviente, como si fueran atraídos por un imán. El público quedó estupefacto ante tal prodigio.
Curtius, sin poner en duda que esto fuera una ilusión, afirma que ese tipo de levitaciones solo puede realizarse con ayuda de demonios. Recuerda el famoso caso de Simón el Mago, quien —según ciertas fuentes patrísticas— fue desmembrado, recompuesto y luego elevado al cielo ante Nerón y la corte imperial, recibiendo incluso un templo y estatuas como si fuera divino.
El pasaje concluye con una cita poética sobre el poder de las brujas: aquellas que son capaces de revertir ríos, mover montañas, calmar tempestades, agitar el aire con su canto, someter serpientes, hacer temblar la tierra y, finalmente, hacer descender a la misma Luna del cielo.
Coronaeus desea saber si ciertos prodigios se deben a causas naturales o a la acción de demonios. Toralba responde con humildad intelectual, comparando su búsqueda del saber con la experiencia de los navegantes que, cuanto más se alejan de la costa, más profundo es el mar y más difícil se vuelve medir su fondo. Del mismo modo, a medida que él se interna en el conocimiento de los elementos, los cuerpos celestes, los ángeles y los demonios, su razón se ve sobrepasada y reconoce cuán poco sabe.
Curtius, en respuesta, cita al matemático Franciscus Fuxaeus, quien enseñaba que reconocer la propia ignorancia es el primer paso hacia la sabiduría. Critica la arrogancia de quienes, como los prisioneros de la caverna de Platón, creen ver todo cuando en realidad apenas conocen una parte ínfima de la realidad. También condena la obediencia ciega a la autoridad —como aquellos que repiten a Aristóteles o a Pítagoras sin comprender— y la confusión entre tradición y verdad.
Toralba retoma la palabra criticando a los que atribuyen todos los fenómenos naturales a causas necesarias, como si el mundo funcionara únicamente por necesidad física o por azar. Rechaza la idea de que la libertad divina esté limitada por las leyes naturales. Frente a la rigidez de los peripatéticos, epicúreos y estoicos —que incluso niegan que Dios pueda intervenir en los procesos naturales—, sostiene que la causa primera (Dios) actúa con total libertad: puede suspender las leyes naturales, detener incendios, provocar terremotos o alzarlos, controlar a los hombres y a los animales, e intervenir en lo que parezca más mecánico o inevitable.
Libertad y providencia
Fridericus afirma que aunque los piadosos reconocen que Dios no está sujeto a necesidad, los teólogos y los científicos naturales llegan a conclusiones distintas sobre el tema. Entonces Salomon defiende que la verdad no puede ser contradictoria: si algo es verdadero para los teólogos, también debe serlo para los científicos.
A partir de ahí, Toralba critica duramente a Aristóteles por llamar a Dios "animal" y por sostener, por una parte, que Dios es la causa primera de todo, y por otra, que esa causa está determinada por necesidad. Según Toralba, eso hace de Dios un esclavo de la necesidad y le niega libre albedrío, lo que es contradictorio si al mismo tiempo se sostiene que el ser humano sí tiene libertad. Así, apunta que es absurdo alabar a Dios por sus beneficios si estos no son fruto de su libertad sino de una necesidad impersonal.
Fridericus intenta salvar parte del argumento recordando que los movimientos celestes son constantes e inmutables, lo que parecería indicar que obedecen a una causa igualmente inmutable. Pero Toralba responde que esto no implica que esa causa (Dios) esté forzada a actuar siempre del mismo modo. Más bien, defiende la libertad absoluta de Dios frente a cualquier necesidad o fatalidad.
El diálogo también evoca a los poetas antiguos, quienes imaginaban a Júpiter sometido a las leyes del Destino (Nemesis), y a filósofos como Parmenides, Zeno, y Agustín, que discuten si el destino es superior o no a la divinidad. En contraposición, Salomon introduce una interpretación hebrea donde el destino (kodesh) no es superior a Dios, sino que está contenido en Él como una manifestación de su libertad absoluta.
Toralba concluye que si Dios actuara por necesidad, no podría haber providencia. La providencia implica voluntad libre: querer que una cosa exista y que esa cosa sea buena. Si todo está determinado, no hay lugar para la libertad ni para la intervención providencial. Sin providencia, sostiene, el universo entero se vendría abajo.
Senamus, sin embargo, introduce una objeción importante: si Dios proporciona al mundo, ¿lo hace por sí mismo o por el mundo? Si es por sí mismo, parecería que necesita del mundo, lo que contradice su autosuficiencia (autarkestatos). Con ello, Senamus plantea la paradoja de una providencia que no puede basarse ni en necesidad ni en interés propio.
Toralba recuerda que Alejandro de Afrodisias, aunque defensor de Aristóteles, se apartó de su maestro al afirmar que es ajeno a la majestad divina no querer lo mejor cuando se puede. Con ello introduce la idea de que un Dios bueno y todopoderoso debe gobernar el mundo para bien, y no por necesidad sino por libre voluntad.
Salomon, sin embargo, complejiza la cuestión señalando que no es propio de la majestad divina hacer algo por otro, sino sólo por sí mismo. Dios, según una cita de Proverbios (16:4), ha creado todas las cosas para sí, incluso a los malvados para el día de la venganza. Esta afirmación sostiene una concepción teológica clásica: Dios no necesita del mundo ni se mejora con la creación; su acto creador es libre y no impuesto por una necesidad interna o externa. No hay una felicidad mayor que Dios busque obtener a través del mundo. Así, aunque Dios no crea por necesidad, su decisión de manifestar su poder es una expresión de su voluntad soberana, no de carencia ni de deseo. Se rechaza, en consecuencia, la postura de Proclo, quien en su sistema neoplatónico deduce la eternidad del mundo por la perfección divina. Para Bodin y Salomon, esta deducción confunde la finitud de las criaturas con la infinitud del Creador, afirmando que ningún ser finito puede asemejarse a Dios ni en grado de perfección ni en duración.
Luego, Coronaeus plantea un problema metafísico central: si la primera causa es inmutable (como Dios), ¿cómo es posible que las causas inferiores cambien? Y si las causas inferiores son también inmutables, entonces todo en el mundo sucede por necesidad, y no por libre voluntad, lo que implicaría una cadena causal rígida y predeterminada. Salomon responde reafirmando la inmutabilidad divina con citas de Isaías y los Salmos, donde Dios declara que Él no cambia. Sin embargo, aclara que esta inmutabilidad no niega su libertad; por el contrario, la confirma: Dios permanece siempre igual en su ser, pero es libre de obrar como quiera en el tiempo.
A partir de esto, Senamus introduce la noción del fatum, el destino, y pregunta si todo está gobernado por una ley fija. Toralba responde afirmando que, si el destino existe, debe identificarse con Dios mismo, quien ha establecido leyes fijas para la naturaleza pero que también puede modificar o suspender esas leyes. Dios es como un legislador supremo que no está sometido a sus propias leyes; Él puede derogarlas o hacer excepciones cuando lo considera conveniente. A modo de ejemplo, cuestiona la explicación de Aristóteles sobre por qué la tierra no está cubierta por agua, aludiendo a la necesidad de preservar la vida. Toralba sugiere que esta explicación es insuficiente y que, ante estas dificultades, los filósofos deberían recurrir a un deus ex machina, es decir, reconocer la acción directa de Dios cuando la naturaleza no puede explicarlo todo por sí sola.
Esta idea se refuerza con una serie de observaciones empíricas sobre fenómenos que parecen contradecir las leyes de la naturaleza: enfermedades nuevas e incurables, nacimientos monstruosos, lluvias de sangre o leche, incendios inesperados, portentos y prodigios que han sido registrados por la antigüedad griega, hebrea y latina. Estos eventos no sólo exceden a la naturaleza, sino que la contradicen abiertamente, lo que demuestra, según Toralba, que el mundo no actúa siempre por necesidad, sino que hay contingencia, posibilidad, y hasta milagros. Se cita con aprobación a Algazel (al-Ghazali), quien sostuvo en contra de Averroes que los vínculos causales en la naturaleza no son necesarios. Ejemplos como el trigo que surge del centeno o monstruos nacidos de humanos muestran que los efectos no siempre siguen a sus causas según un orden fijo.
Octavius aporta el testimonio de Hipócrates, quien habría observado que ciertas enfermedades epidémicas y extraordinarias no se explican por causas naturales, sino que son provocadas por un poder divino. Fernelius, un médico contemporáneo de Bodin, añade que los demonios pueden provocar fenómenos que alteran el curso regular de la naturaleza. Todo esto apoya la idea de que la naturaleza no está gobernada por leyes estrictamente necesarias e inmutables, sino que hay una dimensión de libertad, excepción e intervención sobrenatural que impide ver al mundo como un mecanismo cerrado.
La cadena dorada
Senamus introduce una dificultad señalando la imagen de la cadena dorada que desciende de Júpiter, tal como aparece en Homero y Platón. Esta cadena simboliza, en la interpretación filosófica, una conexión jerárquica entre el mundo divino y el mundo natural. Para Senamus, esa imagen podría implicar una necesidad estricta y una cadena causal inquebrantable. Sin embargo, Toralba responde que la imagen no implica una sujeción de Dios a las cosas inferiores, sino más bien la subordinación de los seres inferiores a los superiores: los dioses menores pueden ser elevados, pero el Dios supremo no puede ser arrastrado hacia abajo. Salomon reinterpreta la cadena como la escalera de Jacob, donde los ángeles suben y bajan, mostrando la conexión entre el cielo y la tierra, pero siempre con Dios en la cúspide, inmutable. Octavius añade que tanto Proclo como Plutarco coinciden con esta interpretación, ubicando a los demonios como intermediarios entre dioses y humanos. Sin embargo, aclara que estos “demonios” deben entenderse como fuerzas intermedias, no necesariamente malvadas como en el pensamiento cristiano posterior. Platón mismo, dice, llamó a Dios “el mayor de los demonios”, aunque esa terminología cambió en la Academia posterior.
Toralba, recogiendo estas ideas, señala que, si los ángeles y demonios tuvieran el mismo poder que Dios, entonces Dios estaría atado por necesidad como ellos. Pero eso es imposible, ya que la necesidad anularía la libertad divina. Si la causa primera actuara por necesidad, su poder —que es infinito— se trasladaría completamente a las causas inferiores, generando una cadena de efectos también infinitos. Esto es absurdo, pues lo finito no puede contener lo infinito. Coronaeus reconoce la agudeza del argumento, pero cuestiona que el antecedente (que Dios actúe por necesidad) pueda probarse. Toralba continúa con un ejemplo físico: el fuego quema en la medida que su naturaleza lo permite. Si la causa primera actuara “naturalmente”, entonces debería volcar toda su potencia (infinita) sobre las demás causas, comunicando esa infinitud a lo finito, lo cual es un contrasentido. Por eso, Averroes —aunque seguidor de Aristóteles— se vio obligado a romper con su maestro y separar a la causa primera del movimiento del cielo, para evitar que lo infinito se uniera a lo finito.
Senamus, aunque concede que la argumentación de Toralba es sutil, lanza una crítica de fondo: si eliminamos la necesidad de las causas, toda la ciencia natural queda amenazada. Según la tradición aristotélica, para que haya conocimiento científico debe haber necesidad en las causas. Si todo depende del azar o puede suceder de otro modo, entonces no hay ciencia, como no la hay en encontrar un tesoro enterrado. Toralba responde que las cosas naturales no suceden por azar, sino que siguen leyes regulares, y sólo pueden ser interrumpidas por la voluntad divina, humana o demoníaca. Que un ser libre impida la caída de una piedra no invalida la ley de gravedad, sólo demuestra que puede haber excepciones. Octavius añade que la causa primera es libre, no natural ni forzada. Si lo fuera, entonces Dios estaría sometido a una causa mayor o igual, lo cual es imposible: nada es mayor que Dios, y lo igual no podría forzarlo. Dios no puede ser obligado ni por sí mismo ni por causas inferiores, porque eso negaría su libertad absoluta.
Salomon refuerza esta tesis citando a Isaías: “Todo lo que he querido, lo he hecho”, lo que demuestra que el mundo fue creado por voluntad, no por necesidad. Coronaeus introduce una doctrina de los peripatéticos más tardíos, que queriendo evitar las implicancias impías de Aristóteles, sostuvieron que en Dios “querer y ser” son lo mismo. Es decir, lo que Dios quiere es, y lo que es, es porque Él lo quiere. Toralba objeta esta afirmación con un argumento potente: si la voluntad de Dios no pudiera cambiar, no sería realmente voluntad ni sería libre. Quien sólo puede querer una sola cosa, no tiene opción. Dios podría haber creado dos o tres soles, pero quiso uno; por tanto, su querer es múltiple en sus efectos, aunque Él sea único. Si la voluntad de Dios fuera idéntica a su ser, y si el mundo existiera necesariamente, entonces la libertad divina desaparecería. Nada puede ser voluntario si está forzado por necesidad.
Coronaeus acepta la tesis: todo existe por la voluntad de Dios, y su querer no es idéntico a su ser. Toralba extrae una consecuencia fundamental: si el mundo depende de la voluntad de otro (Dios), no puede ser eterno ni autosuficiente. Todo lo que depende de otro puede dejar de existir si ese otro lo abandona. Así, si Dios abandonara al mundo, este se destruiría necesariamente, porque no puede sostenerse por sí solo. Avicena ya había señalado esta idea cuando dijo que la criatura es nada y viene de la nada, y que su ser depende por completo de la causa primera. Y si el mundo fuera eterno, entonces no habría una causa primera verdaderamente necesaria. Toralba concluye que esto demuestra no sólo la contingencia del mundo, sino también su finitud, y la libertad de Dios para crearlo o no, preservarlo o abandonarlo.
Creación, cambio y destrucción
Toralba inicia su argumentación citando a Alejandro de Afrodisias, quien reconocía que en los entes eternos no hay causa primera ni última, ya que todo es simultáneo. Sin embargo, el mundo tiene una causa primera, como coinciden todos los científicos (filósofos naturales), por lo tanto, no puede ser eterno. Si fuera eterno, todas sus causas también deberían serlo. Pero si hay una causa que inicia el proceso, ya no hay simultaneidad ni eternidad. Aristóteles, al ver esta dificultad, intentó hacer eternas todas las causas, pero eso lo lleva a una contradicción: si todas son eternas y existen desde siempre, entonces no hay jerarquía de causas. Si hay una primera, entonces las demás no pueden ser eternas ni coeternas. La prioridad causal implica diferencia de rango, y aunque Aristóteles dice que el orden causal no es necesariamente temporal, esto no resuelve la contradicción lógica. Por eso, Toralba concluye que es absurdo sostener la eternidad del mundo y que, si no es eterno, entonces tuvo un principio y tendrá un fin.
El argumento teológico se refuerza con la idea de que todas las leyes divinas y naturales coinciden en que todo lo que tuvo un comienzo también tendrá un final. Si algo puede ser destruido, es porque es mutable, y si es mutable, no puede haber sido eterno. Lo eterno es inmutable y lo inmutable no puede pasar de potencia a acto. En cambio, si algo fue producido, como el mundo, entonces fue mutable y no puede ser eterno. Esta lógica lleva a Toralba a recordar que Platón mismo, en el Timeo, admite que el mundo tuvo un inicio y que su permanencia se debe a la bondad de Dios, no a su propia naturaleza. Es decir, el mundo no se sostiene por sí mismo, sino que depende enteramente de la voluntad y poder del Creador.
Salomon continúa la argumentación teológica, comparando a Dios con un arquitecto: si un constructor dice que su edificio se derrumbará, nada puede contradecirlo. Dios, como arquitecto eterno, ha decretado que el mundo tendrá un fin. Aunque el filósofo judío Filón de Alejandría, siguiendo a Platón, sostenía que los cielos podían cambiar en sus accidentes pero no en su esencia, Salomon insiste en que la autoridad divina es superior a cualquier filósofo. Cita los Salmos: “como una vestidura, los cielos se desgastarán y morirán”, reafirmando que ni siquiera los astros son eternos por sí mismos.
Coronaeus recuerda que epicúreos y estoicos también afirmaron que el mundo terminaría, especialmente por el fuego, como lo escribió Lucrecio: todo el “aparato del mundo” caerá algún día. Aunque sin pruebas concluyentes, estos filósofos ayudaron a refutar a los peripatéticos que negaban cualquier intervención divina. Por tanto, reconocer la finitud del mundo no sólo es racional, sino que ayuda a que los hombres reconozcan su dependencia de Dios y se vuelvan hacia Él con mayor devoción.
Curtius introduce un argumento empírico: la decadencia física del mundo. Afirma que los hombres de hoy son más débiles y pequeños que sus antepasados, como lo muestran los restos óseos de hombres gigantescos. Este envejecimiento del mundo sería signo de su futura destrucción, una idea ya presente en diversas cosmogonías antiguas.
Toralba refuerza el argumento desde la física: todo lo que cambia, es corpóreo; y todo cuerpo es divisible, pasible y corruptible. Como los cielos se mueven, deben ser corporales. Todo cuerpo, al ser limitado y tener forma, implica materia, accidentes y cualidades que no son eternas. La afirmación de que el cielo tiene forma y materia la toma de Aristóteles mismo (De caelo), quien distingue entre “el cielo” como forma y “este cielo” como una forma en una materia determinada. De este modo, incluso Aristóteles, al admitir que los cuerpos celestes tienen materia, implícitamente concede que no son eternos ni incorruptibles.
Coronaeus resume que esta primera parte de la discusión muestra de forma clara que el universo y todo lo contenido en él no es eterno, sino que depende de la voluntad del Creador. Además, destaca que existen múltiples prodigios, levitaciones y portentos que no pueden explicarse por la naturaleza, sino por intervenciones sobrenaturales, ya sean de ángeles o demonios, lo que rompe con cualquier visión cerrada del orden natural.
Demonios y ángeles
Senamus inicia el debate observando que, si los demonios fueran corporales, todo sería más comprensible. Toralba responde que la cuestión de la naturaleza de las almas inmortales —es decir, ángeles y demonios— siempre ha sido difícil y oscura. Cita a Aristóteles, quien llama a los demonios “seres vivientes”, pero nunca define claramente si son corpóreos o inmateriales. A su vez, menciona un pasaje donde Aristóteles se pregunta por qué el espíritu que vaga por el aire es más inmortal que el que habita en un cuerpo, lo que sugiere que los demonios o las almas separadas podrían tener una existencia aérea. Platón, por su parte, admite que discutir sobre los demonios excede la capacidad humana, aunque, como señala Toralba, trata extensamente sobre ellos en diálogos como el Banquete, Político, Leyes, Timeo y Fedón. En estos textos, Platón representa a los demonios como intermediarios entre los dioses y los hombres, con una naturaleza aérea y racional, incluso asignando a cada ser humano un “demon personal” que guía su vida, como el daimonion de Sócrates.
Salomon complementa la visión con una referencia a Moisés Maimónides, quien también aceptaba que cada persona tiene un ángel bueno y otro malo. Senamus se pregunta, entonces, por qué los epicúreos negaban la existencia de los demonios. Curtius responde de manera tajante, afirmando que los epicúreos no deberían contarse ni entre los filósofos ni entre los hombres, por su apego exclusivo a los sentidos. Luego, Coronaeus propone llevar la discusión más allá de la mera existencia de los demonios —que considera evidente por sus efectos— para analizar si difieren en esencia o sólo en moralidad, y qué papel desempeñan en fenómenos como prodigios, portentos, brujería y licantropía. Sugiere que Fridericus, conocedor del tema, podría ofrecer una respuesta satisfactoria.
Fridericus, con humildad, afirma que no es filósofo y que, aunque ha leído numerosos textos sobre brujas y adivinadores, no se atreve a afirmar nada concluyente sobre la esencia de los demonios. Sin embargo, acepta hablar desde los efectos observables, ya que si las causas son oscuras, se puede razonar desde los efectos, como sostiene Toralba. Cita a Apuleyo, acusado de hechicería, quien definía a los demonios como animales racionales, con alma pasiva, cuerpo aéreo y existencia eterna en el tiempo. Le sorprende que san Agustín adoptara esta descripción, aunque autores como Porfirio, Plutarco y Plotino afirmaban que los demonios eran mortales, y citaban incluso un oráculo de Apolo lamentando su propia muerte, lo que habría motivado la desaparición de los oráculos. Plutarco, de hecho, sigue la idea de Cicerón de que los demonios han muerto y por eso los oráculos dejaron de funcionar, lo cual plantea un problema mayor: si los demonios, compañeros del hombre, mienten sobre su naturaleza, ¿qué esperar de los ángeles celestiales, que son más elevados?
Fridericus también menciona que Filón de Alejandría consideraba que los ángeles eran seres subordinados a Dios, empleados como tenientes, aunque en su tratado De mundo afirma que ángeles y demonios comparten la misma esencia, diferenciándose sólo en su calidad moral (buenos o malos). Senamus ironiza diciendo que le gustaría saber cuándo nacieron los demonios, quién los crió y cuánto viven. Fridericus replica que, aunque está claro que no son eternos —porque sólo Dios lo es—, nadie puede determinar con certeza su longevidad. Menciona que Plutarco, Porfirio y Proclo creían que los demonios vivían mil años, basándose en un pasaje de Heródoto sobre las ninfas fenicias. En contraste, Jerónimo Cardano sostenía que un demonio podía vivir entre 300 y 400 años, según lo que el demonio personal de su padre le habría revelado. Esta divergencia de opiniones muestra la dificultad de establecer la verdad sobre el tema.
Senamus señala justamente esa contradicción: Apuleyo, Porfirio y Cardano presentan tres duraciones distintas —eterna, milenaria y centenaria—. Curtius concluye que, al menos según Toralba, los demonios no son inmortales, y lo apoya con una cita de Eusebio de Cesarea, quien en su Preparación evangélica recoge una historia de Plutarco sobre un barco que durante el reinado de Tiberio oyó una voz desde el cielo gritando “¡Thamus, Thamus!”. Cuando el piloto respondió, la voz le ordenó anunciar en las Paludes que “Pan ha muerto”. Cuando lo hizo, se oyeron lamentos humanos, aunque no había nadie visible. Este episodio, que simboliza el fin de los dioses paganos y sus demonios, refuerza la idea de que los demonios, lejos de ser eternos, tienen un ciclo vital limitado y están subordinados a Dios, lo que desarma toda visión que los ponga al nivel de seres divinos eternos.
Conocimiento demoníaco
En el inicio del pasaje, Senamus expresa su duda sobre los límites del conocimiento demoníaco. Si los demonios son tan veloces y poderosos, capaces incluso de transportar personas en un instante, ¿cómo es posible que necesiten que los humanos les comuniquen ciertos hechos? Esta pregunta lo lleva a revisar el origen del término "demonio", rechazando la interpretación de Eusebio que lo asocia con el miedo, y prefiriendo una etimología relacionada con el conocimiento, en paralelo con el término hebreo Yidde’onim, que designa a los adivinos. Esto introduce una discusión sobre el carácter epistemológico de los demonios: ¿qué saben realmente, y cómo lo saben?
Fridericus responde que los demonios no son omnipotentes ni omniscientes, y que su acción está delimitada por esferas o regiones establecidas por Dios. Esta idea se ejemplifica con la historia de una muchacha poseída en Colonia, cuyo demonio no pudo seguirla al otro lado del Rin, y en represalia mató al padre que había ordenado la travesía. Otro caso relata cómo un parricida encontró alivio al cruzar a una isla fluvial, lo que indica que el poder demoníaco puede estar vinculado a límites territoriales. La implicación teológica aquí es que Dios, en su soberanía, ha restringido la influencia demoníaca para proteger a la humanidad.
Salomon refuerza este argumento apelando a las Escrituras. Recuerda la historia del demonio Asmodeo, que fue atado en Egipto por un ángel, como castigo por haber matado a los siete esposos de Sara. Este ejemplo bíblico refuerza la noción de que Dios no sólo restringe físicamente a los demonios, sino que lo hace por razones de justicia y protección. Luego cita el ritual del Día de la Expiación (Yom Kippur), en el cual un macho cabrío es enviado al desierto para Azazel. Este sacrificio, interpretado como una transferencia simbólica del pecado, refuerza la idea de que lo impuro o demoníaco debe ser expulsado de la comunidad. Incluso el cambio de color del cordón rojo a blanco es interpretado como señal de que Dios ha aceptado el sacrificio.
A continuación, Salomon describe cómo las culturas paganas antiguas —los caldeos y sabeos— realizaban sacrificios en el desierto para atraer demonios. Este tipo de prácticas eran explícitamente prohibidas por la ley mosaica, que exigía que la sangre de los sacrificios se derramara junto al altar. La finalidad de esta legislación, según Salomon, era impedir la contaminación espiritual del pueblo hebreo por medio de cultos demoníacos. Esta sección pone de manifiesto una crítica a las supersticiones religiosas y la idolatría, en contraste con la santidad del culto verdadero.
Luego, el diálogo se centra en la geografía de la acción demoníaca. Los demonios no actúan de forma generalizada, sino que prefieren ciertos lugares: sepulcros, bosques, montañas, costas, etc. Estos espacios están tradicionalmente asociados con lo liminal, lo marginal, lo inestable. Bodin, a través de sus personajes, sugiere que muchas de las figuras míticas griegas —sátiros, ninfas, tritones— no son sino manifestaciones culturales de entidades demoníacas reales. Así, los mitos clásicos se reinterpretan bajo una lente cristiana.
Senamus retoma el caso del demonio del Rin como argumento práctico: si hay ríos u otros límites que los demonios no pueden cruzar, podrían usarse como barreras espirituales. Esta sugerencia tiene una dimensión casi pastoral: ofrecer protección concreta contra las posesiones, que según él afectaban a decenas de mujeres en Roma, sin que los exorcismos dieran resultado. El problema de las posesiones femeninas ocupa una parte importante de la demonología moderna, y Bodin lo refleja aquí como un fenómeno colectivo, incluso epidémico.
Fridericus ofrece una descripción detallada de los fenómenos observados en las posesiones demoníacas: levitación, risa incontrolable, violencia, mal olor. Subraya que la oración o los cánticos religiosos atormentan a los poseídos, mientras que otras actividades mundanas les dan alivio. Estas observaciones se basan en testimonios presenciales recogidos en conventos del norte de Europa. Se menciona además el caso de Elsa Kama, una sirvienta acusada de brujería y quemada tras ser responsabilizada de las posesiones. Aquí aparece con claridad el vínculo entre la posesión demoníaca y la figura social de la bruja.
En otra intervención, Senamus recuerda cómo ciertos exorcistas en Roma interrogaron a los demonios durante las sesiones, y estos afirmaron haber poseído mujeres con la ayuda de los judíos, quienes estaban enojados por su conversión al cristianismo. Salomon rechaza esta acusación, argumentando que los demonios simplemente buscaban fomentar el odio hacia los judíos. Esta afirmación es notable, porque Bodin, en una época en que el antisemitismo era común, plantea una defensa implícita del pueblo judío como víctima de calumnias demoníacas.
La conversación continúa con relatos sobre brujas que causan tormentos mediante demonios. Se cuenta la historia de un noble cuya esposa fue atacada por la antigua amante de su hijo, una bruja celosa que la hizo levitar y sufrir dolores. En otro caso, una bruja interrumpe un parto y roba al feto sin que la madre lo perciba. Estos relatos mezclan elementos de magia, celos, maternidad y violencia, con una narrativa que recuerda a las tragedias clásicas y a los relatos populares de brujería.
Salomon interviene nuevamente, planteando la posibilidad de que un padre hubiera consagrado a su hijo a los demonios desde el vientre, lo que según la ley mosaica se equipara a la idolatría frente al dios Moloch. Aquí se establece una fuerte condena ética y teológica contra la entrega voluntaria de seres humanos a poderes infernales, reforzando la gravedad del pecado de idolatría y sacrificio humano.
Más adelante se describe un caso grotesco: monjas poseídas que copulan con perros y emiten olores nauseabundos. Salomon interpreta esto como un castigo divino contra los demonios, obligándolos a rebajarse a lo más vil. Se alude también a los pasajes bíblicos que prohíben tanto el pago de una prostituta como el precio de un perro en el templo, y que ordenan la muerte a quienes tengan relaciones sexuales con animales. La abominación es doble: profanación de la virginidad y bestialismo demoníaco.
Curtius añade un ejemplo de una acusación legal en Roma contra un perro por haber corrompido a una mujer, y otro relato celta sobre una vaca que da a luz a una niña con un pie bovino. Aunque parezcan fantasiosos, estos casos ilustran la obsesión medieval y renacentista por los límites de la naturaleza y las consecuencias de su transgresión, especialmente cuando se mezclan elementos humanos, animales y demoníacos.
Fridericus refuerza esta línea con un caso en Colonia donde una joven tenía como amante a un demonio, con quien se comunicaba por cartas. El resultado fue la posesión demoníaca de todas las monjas del convento. Este tipo de historias muestra cómo el mal puede propagarse dentro de comunidades enteras cuando una persona abre la puerta al demonio.
Toralba cierra esta sección con una reflexión escéptica. Dice que es más fácil asombrarse ante estos relatos que entender sus causas. Narra el caso de Magdalena de la Cruz, una abadesa de Córdoba que convivió durante treinta años con un demonio llamado Ephialtes. A pesar de eso, tenía fama de santa, y durante la misa incluso levitaba. Esto plantea el problema de la apariencia de santidad, que puede ocultar pactos con el mal. La cita de Porfirio sobre Iámblico sugiere que este fenómeno no es exclusivo del cristianismo, y que también en el paganismo se daban experiencias que desafiaban la razón y la fe.
Si Italia produce tanto íncubos como súcubos, ¿no parecerán estas creencias absurdas para los médicos? Esta duda refleja la tensión entre la experiencia religiosa popular y la medicina racionalista. Fridericus responde con ejemplos históricos: un joven noble poseído por un demonio hablaba griego sin haberlo aprendido, y una mujer poseída anunciaba en griego una guerra santa. Se subraya la incredulidad de algunos médicos, ridiculizados cuando intentan dar explicaciones naturalistas (como la melancolía) a lo que otros ven claramente como fenómenos sobrenaturales.
Octavius refuta las explicaciones fisiológicas mencionando los ventrílocuos, que pueden hablar con la boca cerrada, lo que refuerza la posibilidad de fenómenos extraordinarios. Luego Coronaeus introduce el tema del agua bendita, señalando que los poseídos huyen de ella, aunque Melanchthon engañó a un demonio haciéndole huir de agua común. Salomon interviene ofreciendo una explicación teológica: los demonios detestan la pureza del agua bendita, que limpia las impurezas, y más aún el poder de la sal, símbolo de preservación contra la corrupción. La sal, usada en los sacrificios según la Ley mosaica, representa la oposición al principio demoníaco de destrucción.
Coronaeus ilustra esta creencia con una anécdota legal: un neófito fue llevado por su esposa (con ayuda de un demonio) a un aquelarre, donde al pedir sal hizo desaparecer a todos los presentes y la comida ilusoria. La sal, nuevamente, actúa como signo de pureza y ruptura con el mundo demoníaco. Fridericus añade que los campesinos usan sal como protección para los recién nacidos, y Octavius menciona que los antiguos ya reconocían el mar como purificador. Se cita incluso a Hipócrates, quien relataba que los exorcistas usaban el mar para romper hechizos.
Curtius aporta una crítica severa contra los exorcistas que mezclan lo sagrado con lo ridículo y terminan siendo víctimas de los mismos demonios a los que invocan. Cita el caso bíblico de los siete exorcistas que intentan expulsar demonios en nombre de Jesús sin autoridad, y son poseídos. Octavius recuerda una historia de San Gregorio Magno y la advertencia de Orígenes contra interrogar a los demonios, por el riesgo de mentiras o contaminaciones espirituales.
Toralba ofrece una perspectiva crítica sobre los exorcistas, señalando que Hipócrates los desacreditó por sus fórmulas vacías, destacando que sólo Dios puede salvar. Añade que los médicos han aprendido a distinguir entre epilepsia y posesión: los primeros no profetizan, no huelen mal ni hablan lenguas extrañas, a diferencia de los poseídos. Incluso se describe un test: un mago susurra una orden y el poseído cae dormido y luego describe hechos lejanos como si los hubiese presenciado. Este análisis busca separar enfermedades físicas de las espirituales con base en la observación.
Fridericus plantea una dificultad: los médicos no pueden curar enfermedades causadas por brujería, ni los magos pueden curar enfermedades comunes sin riesgos. Se menciona una práctica popular: verter plomo caliente sobre un recipiente sobre el cuerpo del enfermo para detectar maleficios. Galeno, citado aquí, señala que las palabras pueden sanar si el enfermo cree en el sanador. Esto anticipa lo que hoy llamaríamos el “efecto placebo”, aunque en este contexto se considera una demostración del poder de la fe más que de la sugestión.
Senamus alerta sobre los engaños de los sentidos, recordando un caso de un ilusionista que aparentaba haber devorado una carreta y sus caballos. Fridericus aclara que los oídos no pueden ser hechizados, por lo que, si alguien oye griego, realmente es griego. También menciona que ciertos fenómenos naturales (como tormentas tras el robo de momias egipcias) no son ilusiones, sino manifestaciones reales del castigo demoníaco. Coronaeus agrega que aunque algunos engaños sean posibles, hay límites naturales: no se puede evitar físicamente la concepción sólo por hechicería.
En este punto, Senamus introduce una discusión filosófica sobre la naturaleza de los demonios. Si son incorpóreos, ¿cómo pueden ser golpeados, atados o confinados en un lugar? Si pueden, entonces deben tener cuerpo, pues sólo los cuerpos ocupan lugar y pueden ser afectados físicamente. Esto desafía la noción teológica de que los demonios son espíritus puros. Toralba responde afirmando que sólo Dios es verdaderamente incorpóreo y eterno. Todo lo demás —incluso ángeles y demonios— existe gracias a la bondad de Dios y tiene límites.
Coronaeus propone que hay muchas opiniones entre los sabios sobre si los demonios son corpóreos o no. Toralba sugiere que se deben considerar las consecuencias de ambas posturas: si son corpóreos, entonces comparten naturaleza con el alma humana; si son incorpóreos, se los debe pensar como inteligencias puras, según Aristóteles. Sin embargo, Toralba señala que muchos filósofos antiguos (Apuleyo, Porfirio, Jamblico, Plotino, etc.) creen que los demonios tienen cuerpos sutiles, como aire o fuego. Incluso San Agustín, aunque a veces afirma que los ángeles no tienen cuerpo, en otras ocasiones dice que tienen uno espiritual.
Octavius concluye que si bien la autoridad de los sabios influye, la mayoría quiere pruebas racionales antes de creer. Toralba dice que si se demuestra que sólo Dios es incorpóreo, se prueba también que sólo Él es infinito. Esto refutaría la idea tomista o averroísta de un alma universal compartida por todos los hombres. Además, serviría para afirmar que los demonios pueden ser castigados corporalmente, contra la doctrina epicúrea que niega el sufrimiento del alma tras la muerte porque no acepta la acción de lo incorpóreo sobre lo corpóreo.
Finalmente, Toralba presenta un argumento metafísico: todo lo contenido dentro del cielo es finito, y lo que es finito tiene límites y está en un lugar. Como nada incorpóreo puede estar limitado por un lugar, los demonios y las almas deben ser corpóreos. Si tienen límites y no pueden estar en dos lugares a la vez, no son espíritus puros. Por lo tanto, concluye que toda sustancia, excepto Dios, tiene naturaleza corpórea y finita.
Límites de los demonios
Senamus reabre el debate preguntando por los límites concretos que podrían encerrar a los demonios. Toralba, desde una perspectiva filosófico-natural, argumenta que todo aquello que es finito y limitado debe tener una superficie, y por tanto, ser corpóreo, pues sólo los cuerpos tienen superficie. Asegura que si decimos que los demonios y las almas son finitos pero incorpóreos, estaríamos afirmando una contradicción, ya que algo finito no puede carecer de límites físicos.
Senamus sugiere que tal vez pueden estar contenidos en un “lugar” fijo sin tener superficie. Toralba responde que esa distinción —entre estar en lugar “definitivamente” pero no “limitadamente”— es un juego semántico vacío. Si los demonios y ángeles están “en un lugar”, entonces ocupan espacio, y si ocupan espacio, entonces tienen cuerpo. Si no pueden moverse entre el cielo y la tierra porque son incorpóreos, entonces tampoco podrían ir al cielo o al infierno, lo cual es contrario a las doctrinas tradicionales.
Senamus objeta citando a Aristóteles: si la forma no está limitada por la materia, ¿entonces sería infinita? Toralba responde aclarando: todo lo contenido en el universo es finito y tiene superficie, y toda superficie es de cuerpos. Incluso las almas, ángeles o demonios deben tener una “presencia” proporcional a su esencia. Por lo tanto, aunque se diga que son “espirituales”, siguen teniendo cuerpo —aunque este sea sutil, como pensaban san Pablo y san Juan Damasceno—, y no pueden coexistir con otros cuerpos en el mismo lugar.
Senamus plantea otra objeción: los puntos y accidentes (nociones matemáticas o filosóficas) son incorpóreos y parecen estar en algún lugar. Toralba responde que eso es un error: los puntos y accidentes no existen por sí mismos, sólo existen en los cuerpos, y su presencia en un lugar es dependiente de éstos. Si hablamos de sustancias (ángeles, almas), entonces no podemos pensar en una presencia sin corporeidad.
Aquí surge la paradoja que señala Toralba: si un ángel está en el cielo, no puede estar a la vez en otro lugar, pero al mismo tiempo, los teólogos niegan que estén limitados por lugar. Según Damasceno y Tomás de Aquino, los ángeles están en un lugar “por acción” o “por inclinación”, pero Duns Escoto refuta eso diciendo que debe haber presencia antes que acción, y que esa presencia debe corresponder al tamaño de su esencia. Es decir, incluso los ángeles tienen una dimensión y lugar proporcionado, lo que implica que son corpóreos.
Toralba refuerza su argumento afirmando que todo movimiento implica pasar por espacios menores, iguales y mayores que uno mismo. Pero si algo es incorpóreo, no puede tener tamaño, y por tanto no puede moverse. Así, concluye que todo lo que se mueve es necesariamente corpóreo. Añade que todo movimiento ocurre en el tiempo, y si algo puede moverse más lentamente que otra cosa, debe tener peso, masa, o resistencia —lo cual los incorpóreos no pueden tener. Así, también por el análisis del movimiento, deduce la corporeidad de los demonios, ángeles y almas.
Senamus pregunta entonces por qué los peripatéticos (aristotélicos) dividen metafísica y física, si todo lo existente parecería caer dentro de lo natural (corpóreo). Toralba responde que esa separación se justifica sólo en cuanto se distingue lo natural de lo divino, siendo el único objeto de la metafísica la causa primera incorpórea: Dios. Aunque Aristóteles rechazaba las Ideas de Platón por no tener existencia real, él mismo postuló la existencia de “inteligencias separadas” que movían los cielos.
Octavius introduce una objeción importante: si el alma humana o el ángel es una “chispa” de la mente divina, ¿cómo puede lo incorpóreo generar una mente corpórea? Toralba responde que esa idea —sostenida por Plotino y los neoplatónicos— es errónea, ya que implicaría que Dios tiene partes, lo que va contra la doctrina de la simplicidad divina. Si algo puede ser dividido, entonces no es Dios. Además, si el alma fuese una parte de Dios, el ser humano sería divino por esencia, lo cual es inadmisible en la teología cristiana.
Salomon secunda a Toralba, afirmando que los sabios han hecho bien en separar el cuerpo completamente de la naturaleza de Dios, ya que este es un punto esencial del credo. Entonces Senamus lanza otra pregunta clave: si Dios está en todas partes, ¿no debería estar “en lugar”, y por tanto ser corpóreo? Fridericus responde con un aforismo místico: “Dios está en todas partes y en ninguna”, lo que parece una contradicción, pero que guarda un sentido teológico profundo.
Curtius cita a san Agustín para explicar esto: Dios está presente en todo lugar, sin estar limitado por el lugar, y está en todo tiempo, sin cambio. Esto implica una forma de presencia inmaterial, una forma de "estar" que no implica ocupación espacial. Octavius añade que san Juan Crisóstomo confesó no poder comprender esto —una actitud de humildad filosófica que contrasta con el racionalismo de otros interlocutores. Finalmente, Salomon cita las Escrituras: “Yo lleno el cielo y la tierra” y “el cielo es mi trono y la tierra estrado de mis pies”, reafirmando que la presencia divina no se limita por espacio o cuerpo.
Omnipresencia de Dios
Senamus abre esta sección afirmando que la omnipresencia divina parece referirse más a su poder infinito que a su esencia. Cita a Elías el Tesbita (I Reyes 19:11), quien afirma que Dios no está en el viento, el terremoto o el fuego, lo cual implica que Dios no está mezclado con la materia creada. Según esta interpretación, Dios es "Elyon", el Altísimo, no porque esté lejos, sino porque su esencia es trascendente, no contenida por el mundo, aunque el mundo esté “en” Él. Esto evita caer en una confusión entre Creador y criatura, lo que desembocaría en idolatría. Para los hebreos, Dios es maqom (lugar), no porque esté “en un lugar”, sino porque Él es el lugar en que todo existe, pero sin estar contenido ni contaminado por la materialidad. Su esencia, pura e incomprensible, no puede mezclarse con lo perecedero ni ser completamente comprendida, como se muestra en la respuesta que Dios le da a Moisés: “Nadie puede verme y vivir” (Éxodo 33:20).
Este misterio, dice Senamus, lleva a que Dios se manifieste en “oscuridad”, no porque Él sea oscuro, sino porque nuestra inteligencia es limitada y su luz nos sobrepasa. La verdadera alabanza a Dios, según el salmista, no es con palabras, sino con el silencio contemplativo (Lekha dumiyah tehillah – “el silencio es tu alabanza”). Rabí Moisés y los intérpretes caldeos entienden este verso como señal de que Dios no puede ser definido ni descrito.
Curtius profundiza esta idea desde la tradición filosófica griega. Menciona que Pitágoras también enseñaba que Dios debe ser alabado en silencio, pues el lenguaje humano es insuficiente. Porfirio y Jámblico, neoplatónicos, interpretaban este silencio como un éxtasis místico, una elevación de la mente hacia lo divino. También cita una frase ritual de los antiguos (“¡Cortad las lenguas!”) como símbolo de este acceso contemplativo a la divinidad. La idea es que el conocimiento verdadero de Dios silencia toda palabra, porque la mente humana queda sobrecogida por su inmensidad.
Toralba, rompiendo el silencio místico, ofrece una alabanza poética en verso heroico a Dios, celebrando su poder, su orden, y su dominio sobre el universo. Su poesía celebra la supremacía del Dios verdadero frente a los dioses falsos, uniendo el espíritu religioso con el arte poético y cósmico.
Coronaeus reafirma la idea de que Dios ha colocado su morada más allá de los cielos, fuera de la materia corruptible. Cita la visión del profeta Ezequiel y la inspiración de los setenta y dos profetas para mostrar cómo Dios habita en lo alto, en lo puro, en lo inmaterial.
Salomon retoma la idea desde la antropología bíblica: el hombre fue hecho a imagen de Dios, lo que implica que Dios está libre de toda materia, así como el intelecto está libre del cuerpo. La imagen divina no se refiere al cuerpo físico, sino a la capacidad racional e intelectual del ser humano.
Se plantea entonces la pregunta sobre si la esencia de los ángeles y demonios es la misma que la de las almas humanas. Curtius cita a san Agustín, quien distingue entre ángeles y demonios: aunque ambos sean espíritus, los demonios han adquirido cuerpos más densos al caer. Esto les permite incluso sufrir fuego, lo que sugiere que tienen una forma de corporalidad adaptada a su castigo.
Toralba apoya esta idea con referencias a Porfirio y Filópono, quienes afirmaban que los ángeles y demonios poseen cuerpos aéreos, los cuales permiten que puedan ser afectados por el fuego. Senamus, en cambio, objeta desde una perspectiva fisiológica: si no hay órganos en el aire (ojos, nervios, cerebro), ¿cómo pueden sentir o sufrir? Además, si el alma es de naturaleza ígnea —como dice Virgilio—, no debería sufrir el fuego. Si es acuática, debería apagarlo. Entonces ¿cómo conciliar sensibilidad y sustancia aérea?
Octavius menciona que la idea de que las almas están compuestas de fuego es muy antigua, incluso Sinesio de Cirene creía que, para evitar que el alma se ahogue, debía envolverse en una vaina seca al morir en el mar. También se alude a Filóstrato y a las costumbres funerarias de los griegos. Fridericus responde que negar que los demonios y almas tengan sensación sólo porque no tienen órganos visibles sería absurdo, ya que Dios tampoco tiene órganos y, sin embargo, ve y oye. Lo mismo ocurre con demonios cuya voz, aunque incorpórea, puede ser oída.
Coronaeus cuenta una anécdota de Hermolao Barbaro, quien consultó a su demonio familiar sobre un término filosófico, pero la respuesta fue tan elevada que no pudo entenderse. Esto refuerza la idea de que, aunque sin órganos físicos, los seres espirituales pueden producir sonidos y conocimiento.
Toralba concluye que los sentidos funcionan de modo distinto en Dios, los ángeles, los demonios y los animales. Octavius añade que si las almas separadas no tuvieran percepción, no podrían recibir castigos ni recompensas, lo que va contra toda doctrina religiosa. Salomon, con agudeza, plantea que incluso en los sueños, sin órganos activos, la mente ve y percibe imágenes. ¿Por qué no aceptar que las almas, separadas del cuerpo, ven más aún?
Coronaeus retoma entonces la conclusión fundamental: si aceptamos la corporeidad de las almas y demonios, entonces queda refutada la teoría de los tomistas y averroístas, que sostenían que hay una sola alma universal que se difunde en los cuerpos. Según esa doctrina, al morir todos volvemos a una misma alma, lo que niega la individualidad del alma personal. Si las almas fueran incorpóreas, podrían mezclarse en una sola; pero si son corpóreas, esto es imposible, pues los cuerpos no pueden penetrarse mutuamente. Así, la defensa de la corporeidad individual refuerza la identidad personal inmortal.
Toralba, presionado por Coronaeus, acepta finalmente abordar la cuestión más alta: la demostración de que sólo Dios es incorpóreo y, por tanto, infinito. Su argumento es el siguiente: todo lo corpóreo es finito porque está limitado; lo que no está limitado es infinito. Si Dios es incorpóreo, entonces es el único ser infinito en esencia. De aquí se sigue que también su poder, sabiduría y bondad son infinitos. Si admitiéramos que un ser finito puede tener poder infinito, caeríamos en una contradicción. Dios, siendo simple e indivisible, no puede ser descompuesto ni disuelto, a diferencia de todo lo que tiene partes. Su simplicidad es la base de su eternidad y su perfección.